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Al caer la noche comenzó a soplar un viento frío en las costas del norte. Depie sobre un acantilado, con su capa azotada violentamente por el viento, Erick contemplaba el mar en la distancia, oscurecido y cubierto por la niebla. Lejos,muy lejos, se alzaba la tierra de los escoceses, llamados así por las tribus queabandonaron Eire para instalarse allí. Aquella tierra se hallaba al norte de losreinos ingleses que con tanto denuedo Alfonzo defendía de los ataques daneses.Efectivamente, habían avanzado mucho durante los últimos meses. En esosmomentos, en medio de los rigores del invierno, la guerra había concluido. Unotras otro, los rey es inferiores de Irlanda se habían inclinado ante la supremacíade Niall Mac Aed, pero aún faltaba recuperar la franja costera de Ulster,reivindicada por el tío de Niall, Lars Mac Connar, hijo de una mujer irlandesa ynieto de un rey danés.La batalla decisiva se libraría al día siguiente. Hacia el norte, a bastantedistancia, divisaba las hogueras del campamento danés. Durante todo el díaambos bandos habían enviado emisarios y finalmente se había resuelto que quienvenciera al día siguiente tomaría aquella franja. En aquellos momentos, cuandotodo el país apoyaba a Niall, parecía innecesario luchar contra Lars por esafranja de tierra. Sin embargo, pocos conocían la manera de sentir irlandesa tanbien como Niall, Olaf, Erick y sus hermanos y primos; si Niall no conservaba supropio reino, perdería todo. Las facciones belicosas se dividirían y surgiríandisensiones en todo el país.Por tanto, todo dependía de lo que ocurriera al día siguiente. Después podríanregresar a Dubhlain.Erick notó las frías ráfagas del viento en la cara mientras sentía arder un fuegoen su interior. ¡Cuánto anhelaba volver!No habían partido con la prisa que habían planeado al principio, pues habíantenido que ocuparse del funeral de su abuelo a pesar de las amenazas que secernían sobre ellos. Aquel día, después de dejar a Annelise en la habitación parair al patio, le habían informado de que estaba celebrándose un consejo y querequerían su presencia inmediata. Se había reunido con los miembros masculinosde su familia, y habían decidido que era demasiado arriesgado que él y lasmujeres acompañaran a Aed hasta su lugar de reposo definitivo en Tara con unasola guardia. No demostrarían temor ni debilidad, pero toda la familia escoltaríael cuerpo del Ard-Ri al norte, y todos participarían en las plegarias junto a sutumba con los monjes de Armagh.Después dedicarían todos sus esfuerzos a asegurar la lealtad de los reyesinferiores.De modo que había dispuesto de cierto tiempo...No mucho tiempo en realidad, porque el viaje con tanta gente había sidolento, y jamás había tenido la oportunidad de cabalgar con su esposa. Además, sehabía producido un continuo intercambio de mensajes entre los diversos reinos.Niall había reconocido a los reyes de Irlanda y exigido a cambio elreconocimiento por parte de ellos. Los días habían resultado agotadores.También habían recibido mensajes de Wessex.Guthrum se había lanzado a la batalla después de la derrota de Rochester.Alfonzo, con un gran contingente de barcos, entre ellos los de Erick, había atacadoa los daneses dirigidos por Guthrum y conseguido capturar muchos barcos ybotines, que luego los daneses, en una contraofensiva, lograron recuperar.Alfonzo atacaría en primavera a los daneses que habían tomado Londres ylos expulsaría, o al menos eso juraba. En sus misivas suplicaba a Erick queregresara en primavera.Erick miró hacia el mar; siempre la guerra. Suspiró y cerró los ojos, agotado.Recordó que al menos durante el largo y lento viaje a Tara las noches habían sidosuyas. Sin embargo, él y Annelise habían hablado poco.A veces su grupo había dormido en tiendas montadas en el camino, enocasiones había recibido la pródiga hospitalidad de una granja irlandesa e inclusode vez en cuando el lujo de una casa señorial de un rey inferior. De todos modos,él se había sentido demasiado cansado para hablar, y ella jamás se lo habíaexigido. Para él había sido un tiempo de descubrimiento, porque sí había habidocambios. Se maldijo por ser tan tonto y no haberlo advertido. Tenía los pechos tanllenos que no los abarcaba con las manos, y el vientre ya había comenzado aabultársele. Le parecía que tenía los ojos más brillantes y las mejillas másresplandecientes...Claro, siempre había sido hermosa; jamás lo había negado. Desde el primermomento en que la viera subida en lo alto de la empalizada había cautivado sussentidos. Y en esos momentos lo obsesionaba y acosaba sus sueños, porquemuchos eran los recuerdos de ella que evocaba. En sus sueños ella se acercaba aél como lo hiciera la noche en que murió su abuelo; desnuda, ligera y ágil,envuelta en el manto de oro y fuego de sus cabellos, que la cubrían con unembrujo de inocencia y fascinación. Suaves y ondulantes como los rayos del sol,como la danza de las llamas en el hogar, los mechones caían sobre su desnudezen exquisita y exuberante belleza, tapando sin ocultar la redondez de sus senos,las rosas de sus pezones, las curvas de sus caderas, la rizada alfombra de fuegoque le cubría el misterio entre los muslos. En sus sueños olía la dulzura de su piel,veía sus ojos, sentía su cuerpo cuando ella se tendía sobre él. Annelise albergabamuchas cosas en su interior, había muchas emociones en las maravillosas lucesplateadas de sus ojos: su dolor tan rápidamente revelado y tan rápidamentedisimulado; la risa, tan rara vez dedicada a él; la ternura, la furia de unatormenta, la tempestad del mar, la rabia de una tigresa. Todas esas cosasguardaba en su interior. Y su genio, siempre explosivo, cambiaba con la direccióndel viento.Solo un loco podía amarla...Y él la amaba.Comenzó a analizar el pasado tratando de averiguar cuándo se habíaproducido ese cambio, en qué momento Annelise lo había cautivado más allá delpuro deseo, en qué momento había conquistado su corazón. ¿Había sido cuandodescubrió que, por mucho que la sometiera una y otra vez, ella jamás se rendía?¿Había sido al acariciarla, al abrasarse en el fuego de sus cabellos, en latempestad de sus ojos? ¿Había sido al empezar a conocerla, al descubrir labelleza de su corazón y su mente? ¿Había sido al preguntarse si en realidad ellahabía abandonado su hogar para avisarle del peligro lanzándole las flechas?Tal vez fue el día en que reconoció que ella era suya y que lucharía con laferocidad de un animal salvaje para conservar lo que le pertenecía. ¿Cuándohabía experimentado el cambio que lo obligaba a admitir, aunque solo fuera parasí, que la amaba? No, lo que sentía por ella era más que amor. Era algo másprofundo que cualquier emoción que hubiera sentido antes.Había amado antes... Había conocido el sufrimiento del amor y sabía muybien que el amor podía ser una espada de doble filo, un arma peor que cualquierainventada o perfeccionada por el hombre. Aún se interponían tantas cosas entreellos; innumerables hombres habían muerto porque Annelise lo atacó a suarribada a la costa.Desde entonces habían sucedido demasiados acontecimientos. Tal vez loshombres de Annelise, enterrados hacía mucho tiempo, habían sido inocentes,porque lo cierto era que sus fantasmas no podían haber avisado después a losdaneses de que los guerreros leales a Alfonzo se aproximaban.Pero alguien les había advertido.Si no había sido su esposa, tenía que ser alguien muy próximo a Alfonzo.¿Quién? Annelise debía de tener alguna idea. Alfonzo había sido su tutor, ella losconocía a todos, y bien. ¿Estaría protegiendo a alguien? ¿O era tan inocente comoaseguraba?Tal vez su esposa todavía deseaba su muerte, y de ser así había aprendidoastutamente a tener paciencia, a esperar con calma. No, se negaba a creerlo.Sabía que aún quería a Rolando. Durante el trayecto hasta Tara Annelise lehabía implorado una y otra vez que cuidara de sus compatriotas. Al menos veintehombres de Wessex acompañaban a Erick, pero él sospechaba que su petición serefería exclusivamente a Rolando.Iban a tener un hijo. Si moría en la batalla, dejaría un hijo. De pronto letemblaron las manos, alzó la vista al cielo y oró, sin saber muy bien a qué deidadofrecía sus plegarias. Deseaba ardientemente vivir para ver a su hijo, fuera niñoo niña, y deseaba tener la oportunidad de llevar la vida que se había forjado.Jamás traicionaría a su tío Niall y siempre acudiría a apoyar a Leith si algúnpeligro amenazaba a Dubhlain. Siempre sería irlandés, así como siempre seríanoruego, hijo de su padre. Pero su vida estaba al otro lado del mar, y su almaestaba en las delicadas manos de Annelise. De alguna forma había echadoraíces en esa tierra de Wessex y solo deseaba paz y tiempo para disfrutar de lacompañía de su esposa y su hijo, para solazarse eternamente entre aquellosmechones de fuego y oro, para besar, acariciar y abrazar a Annelise junto alhogar en invierno, para crear un mundo juntos. Su época errante había concluido;sus correrías vikingas finalizaron cuando Alfonzo le ofreció la mano de Annelise.Había creído que era la tierra lo que ansiaba, pero no; era el corazón de la mujerque le había proporcionado un hogar.Oyó un leve ruido a su espalda y se volvió veloz, desenvainando la espada.En lo alto del acantilado, ante él, se hallaba Frederick. Erick bajó la espadaexhalando un suspiro, la enfundó y masculló una maldición.—Por Odín, Frederick, ¿qué manera es esta de aparecer como un fantasmaen la oscuridad?El druida no debía haberlos acompañado, pensó. Aed Finnlaith habíaabandonado esta vida nonagenario. Frederick era mayor que Aed; demasiadoviejo para andar por los campos de batalla. Pero había insistido. El viento leagitaba el cabello y la barba, y en sus ojos se reflejaba la luna de medianoche:parecía un mago, un brujo.—He venido para avisarte de que habrá mucho peligro al despuntar la aurora—anunció el anciano.—Muchísimo, Frederick. —Erick sonrió—. Vamos a combatir contra un ferozy consumado guerrero, y el futuro del país y las casas de Aed Finnlaith y Olafestarán en peligro.—Esa no es más que una batalla sencilla —dijo Frederick moviendo lacabeza.« ¿Sencilla? —repitió Erick para sus adentros—. Jamás es sencilla una batalla.Siempre es un horror de sangre, dolor y muerte» . Frederick había presenciadomuchas batallas en su vida, y por lo visto intuía que podría haber cosas peores.El anciano lo miró con expresión irónica y se sentó cerca de él. Se quedócontemplando la noche.—Hay algo muy malo. Te seguí a Inglaterra porque lo presentí. Me quedécon tu esposa porque lo temí. Y ahora, aquí, vuelvo a verlo cerca. ¡Por Odín ytodos los habitantes de los cielos! —exclamó cerrando los puños—. ¡Lo sientopero no puedo tocarlo! Solo puedo advertirte que mires más allá de lo evidente.Evita el hacha, detén el golpe de la espada. Y sobre todo cuídate.Se incorporó y miró a Erick, quien, muy serio, dijo:—Sí, Frederick. Me cuidaré muchísimo y, si consigo sobrevivir, trataré dedescubrir lo que está escondido.Frederick asintió y comenzó a alejarse. De pronto se detuvo y miró haciaatrás.—Por cierto, príncipe, es niño.—¿Qué?—Tu hijo es un niño.Frederick desapareció en la oscuridad. Erick lo observó alejarse y sonrió uninstante; luego su sonrisa se desvaneció.¿Qué presentía Frederick que no podía tocar? ¿Se trataría de una nuevatraición?Eso era algo imposible. La inminente batalla inquietaba a Frederick. Desde lamuerte de Aed Finnlaith, Frederick no era el mismo.Necesitaba dormir. Se dirigió a su tienda pero no logró hallar reposo. Durmióinquieto toda la noche. Lo asaltaban diversas visiones; visiones de combate,hombres con espadas y hachas de doble filo.Visiones de Annelise caminando hacia él... Se acercaba lentamente, bella ensu desnudez a la luz de la luna, iluminadas todas sus redondeces y curvas. Pero nollegaba a él, pues una espada caía entre ellos. Despertó sobresaltado.Despuntaba la aurora. Era la hora de empezar la batalla.Había dejado el semental blanco en Wessex. En los establos de su padre habíaelegido uno de sus caballos favoritos, especialmente adiestrado para la guerra, uninmenso caballo negro de líneas puras, sorprendente velocidad y buena energía yresistencia para el esfuerzo de la batalla. Erick condujo a los hombres en primerafila junto a Niall, su padre y su hermano Leith. « Ningún rey verdadero seesconde jamás detrás de sus guerreros» , le había dicho su padre cuando eraniño, y había aprendido esa lección; una enseñanza que lo había atraído haciaAlfonzo, porque al igual que su padre y su abuelo, el rey de Inglaterra era un reyguerrero.Los hijos de Olaf fueron los primeros en blandir las espadas.Erick sintió que lo herían en la parte baja del muslo, pero su malla le protegíala mayor parte del cuerpo, de modo que las embestidas que recibió en el primerataque lo magullaron pero no le causaron daño. Después del primer choque, elresto de los hombres entró en el combate, y Erick arremetió a sus anchas contrasus adversarios. Su familia había aprendido a luchar bien. Cuando su hermanoBryan se vio acorralado entre dos hombres armados con hachas, Erick logrómeter la espada y acabar con uno. Luego vio por encima del hombro cómo supadre cortaba el cuello a una fiera rabiosa que se disponía a abalanzarse sobre sucaballo.La batalla continuó durante varias horas, horrible y espantosa. El suelo estabaresbaladizo por la sangre derramada.Se oyó un toque de retirada de Lars.Erick recordó la promesa hecha a Annelise de proteger a Rolando y profirióuna maldición; hacía mucho rato que no veía al muchacho.—¡Cayeron algunos de tus ingleses en la refriega detrás de los árboles! —informó Leith.Erick le respondió con un gesto de la cabeza y lanzó al galope al caballo negrohacia el bosquecillo, donde encontró a Rolando y otros todavía enzarzados encombate. Rolando estaba cargando sobre al menos cuatro hombres que tratabande escapar.Espoleó el caballo y se situó tras él empuñando la espada. Enseguida acabócon uno y después con otro. Rolando perforó el corazón a un tercero, y el últimoenemigo logró escapar por entre los árboles.—¡Gracias, milord! —exclamó Rolando—. Me fastidia reconocer quenecesitaba ayuda, pero, vamos, ¡sí que la necesitaba!—Todos necesitamos ayuda de vez en cuando, amigo mío —dijo Erick—.¡Admitir eso hace a un hombre un gran guerrero!Rolando se levantó la visera, sonrió y le saludó con la mano. Erick giró sumontura y se dirigió al montículo donde se hallaban su padre, hermanos yparientes.Lars había puesto condiciones. Se inclinaría ante Niall de Ulster siempre ycuando se perdonara la vida a sus hombres, los heridos pudieran reunirse con susmujeres y Niall le concediera un pequeño trozo de tierra en sus dominios.Se envió un emisario con la respuesta. Leith le ordenaba que firmara sulealtad delante del mensajero, proclamando a Niall su señor.Anocheció. Leith ordenó que se atendiera a los heridos y se recogiera yagrupara a los muertos para darles cristiana sepultura. Erick agradeció a Dios quesu padre, sus hermanos y familiares más cercanos hubieran sobrevivido a labatalla. Cuando fue a ver los cuerpos de sus amigos y fieles seguidores muertos,se armó de valor para soportar la pena. Se le demudó el rostro al ver el cadáverque portaba Rollo. Lanzando una maldición corrió a recibir el cuerpo de suamigo.Era Rolando.Rolando, con la palidez de la muerte, guapo, joven, con un hilillo de sangre quele salía de la comisura de los labios. Erick lo depositó suavemente en el suelo. Alretirar la mano de debajo del cuerpo del muchacho observó que la teníaensangrentada.—¡Pardiez! Lo vi ileso al final de la batalla. ¿Qué ocurrió? ¿Quién presenciólo sucedido? Juro que la recompensa será grande si alguien puede decírmelo.Se adelantó uno de los ingleses apoyándose pesadamente sobre la espadaporque tenía la pierna herida. Era Harold de Mercia, un hombre mayor a quienmuchas veces había visto en compañía de Rolando.—Mi señor, te juro que yo también lo vi vivo y bien al final de la batalla.Pero los daneses continuaban apareciendo por entre los árboles, y Rolando lossiguió. Señor, ignoro dónde encontró la muerte.Abrumado por el dolor y la culpa, Erick se sentó en el suelo, dominado por larabia, observando a los hombres que lo rodeaban.—Sería un guerrero —comentó alguien.—Los hombres caen en la batalla —le recordó Rollo en voz baja.Erick se levantó y cargó de nuevo el cadáver del muchacho para depositarlojunto a los demás. Los monjes y a se habían reunido alrededor de los caídos.Compungido, dejó el cuerpo de Rolando y entregó una moneda de oro a un monjemenudo y curtido para que rezara plegarias por el muchacho.El joven inglés se merecía regresar a su tierra, ser enterrado en el suelo deWessex, pero Erick no podía permitirse emprender un viaje tan largo en aquellosmomentos. Rolando descansaría allí, al norte de Eire.Tras ocuparse de sus hombres y cumplir con sus deberes familiares con supadre y su tío Niall, se apresuró a subir a su retiro sobre el acantilado, donde sequedó contemplando el mar. Allí lo encontró Rollo, quien le entregó una daga.Erick miró el arma ensangrentada y después a su compañero. En la daga no habíaningún grabado celta y tampoco parecía ser de fabricación danesa. Había vistodagas similares en la Inglaterra sajona.—¿Qué es esto?—No quise decirte nada delante de los demás —contestó Rollo—. Esta es elarma con que mataron a Rolando. Pensé que debías quedártela.Erick asintió e hizo girar la daga entre sus manos.—Gracias.Advirtiendo que Erick deseaba estar solo, Rollo se marchó. Erick se sentó alborde del acantilado, como había hecho Frederick la noche anterior. La batallahabía terminado. Era hora de regresar a casa.Pero de pronto le daba miedo volver. Frederick le había prevenido. ¿Cuál erael peligro? Habían librado una batalla terrible. Rolando había luchado con valentíay había caído.No era lógico. Presintió que algo se escondía tras la muerte de Rolando.Se volvió al oír pasos a su espalda. Respiró aliviado al ver a su padre allí, bajola luz de la luna. Olaf se sentó junto a él y durante un buen rato los doscontemplaron el mar.—Los hombres perecen en la batalla —dijo por fin Olaf—. Él decidió lucharen esta batalla. No es culpa tuya.Erick sonrió con tristeza mirando a su padre.—Yo prometí protegerlo, padre. Yo, en mi arrogancia, supuse que podíaprotegerlo de la muerte. Y no lo hice.—Ningún hombre puede evitar la muerte de otro, Erick. Era la hora delmuchacho, y nada puede cambiar eso.Erick asintió.—Es la forma en que murió...—Si albergas dudas sobre cómo murió, debes descubrir la verdad —aconsejósu padre.—Es inglesa, ¿verdad? —preguntó Erick, enseñándole la daga.Olaf la examinó detenidamente.—No es irlandesa ni de ningún diseño vikingo que yo haya visto. De todasformas los vikingos obtienen sus armas de muchos países, se apoderan de las delos enemigos muertos. Has de asegurarte de que tus sospechas no son infundadas.Y debes vigilar tu espalda.—Sí, padre, lo haré —lo tranquilizó Erick.Olaf le dio una palmada en la espalda y lo dejó solo para que encontrara supaz con el viento de la noche. Ambos eran muy parecidos, y Olaf sabía que suhijo necesitaba el refugio de la noche para serenar su alma.Era un frío día de diciembre. Annelise, sentada en la sala de las mujeres conDaria, Megan y Erin, escuchaba nerviosa el último mensaje del rey de Dubhlainsobre su victoria final. En ese instante la sacudió la primera contracción. Se pusoen pie de un salto, lanzando un grito de dolor.—¡Es el bebé! —exclamó Daria.El mensajero se quedó callado, Erin sonrió y se inclinó tranquilamente sobresu bordado.—Por favor, continúa con el mensaje —dijo al emisario—. Annelise, meparece que tendremos que esperar bastante tiempo hasta que llegue tu bebé.Oigamos primero la dulce música de esta victoria y después nos retiraremos a tuhabitación y esperaremos a este nuevo nieto mío.Mirando a su madre, Daria frunció el entrecejo. Annelise sintió que el dolormenguaba y volvió a sentarse. El hombre se aclaró la garganta y prosiguió.Cuando hubo terminado, Erin preguntó con calma:—¿Mi marido no dice nada de mis hijos?—Solo la frase « todos están bien» , milady.—Entonces todos regresarán —dijo dulcemente Erin. Dejó la labor y,dirigiéndose a Annelise, agregó—: Erick volverá, Annelise, y quedará extasiadoal ver a su hijo.Annelise bajó la vista. ¿De verdad quedaría extasiado? Ella había supuestoque el bebé tardaría un poco más. Cerró los ojos, calculando si habríantranscurrido nueve meses completos desde la noche de bodas. Entonces Erick había parecido muy seguro de que le había quitado la virginidad, pero ¿seguiríacreyéndolo? ¿Dudaría de su paternidad?Apretó los ojos, recordando las pocas semanas que habían pasado juntos. Unaocasión tan triste como los funerales del gran Ard-Ri había representado sinembargo para ellos la primera oportunidad de saborear la paz; momentos en quese habían encontrado sin rabia, sin sospechas. Y si bien no se habían murmuradopalabras de amor, tampoco habían intercambiado palabras de odio e ira. Y Erick le había acariciado los senos con una nueva ternura, había apoyado suavementela cabeza sobre la creciente hinchazón del vientre.« Dios mío —pensó—, no permitas que esto se destruya ahora. Por favor,hazle saber que este es su hijo, haz que ame a este bebé, haz que me ame a mí» .Jamás la amaría; eso le había dicho.Una segunda contracción la traspasó, y se quejó dirigiendo una mirada dereproche a Erin.—Querida Annelise —dijo su suegra sonriendo—, debes recordar que hepasado por eso once veces, y te aseguro que tendremos que esperar bastantetiempo aún.En efecto, así fue. Erin llevó a Annelise a su habitación, y Daria y Megan seturnaron para acompañarla. Grenda se presentó con sábanas limpias paracambiarlas cuando rompiera aguas y lo empapara todo. Las horas transcurrían,y el dolor se intensificaba.Al anochecer estaba ya frenética y con intensos dolores; las contracciones sesucedían a intervalos de un minuto. Trató de reprimir el llanto, reemplazándolopor maldiciones. Despotricó contra Erick y juró que despreciaba a todos losvikingos y deseaba que todos ellos fueran tragados por el mar. Entonces aparecióun brillo en los ojos de Erin y balbuceó una disculpa.—Querida mía —dijo su suegra sonriendo—, no me pidas disculpas a mí.Créeme una vez más; once veces maldije a todos los vikingos, deseando que selos tragara el mar.La tranquilizó con estas palabras, le refrescó la frente con un paño húmedo ypermaneció a su lado, reconfortándola cuando no podía evitar un chillido.Llegó la aurora. Cuando Annelise creía que ya no sería capaz de resistir más,que iba a morir de sufrimiento, agotamiento y dolor, Erin lanzó un grito dealegría.—¡Asoma la cabeza! ¡Annelise, ya está! Un poquito más de esfuerzo.Empuja ahora.Lo intentó, pero el esfuerzo era demasiado grande y la atenazó el dolor.—¡No puedo! ¡No puedo! ¡Ay, no puedo!—¡Sí puedes! —la animó Daria—. Si fuiste capaz de herir a mi hermano conuna flecha, ciertamente puedes dar a luz a su hijo.—¡Venga, ahora, empuja! —insistió Erin.—Imagina que debes empujar a Erick dentro de un fiordo helado.—¡Daria! —reprendió Erin.—¡Solo trato de ayudarla, madre! Venga, Annelise. ¡Ah, ya está! Empujamás fuerte.Así lo hizo, y el bebé salió rápidamente. El alivio fue tremendo y maravilloso.Cayó hacia atrás, demasiado agotada para preguntar por el sexo del bebé. Encualquier caso no fue necesario.—¡Un niño! Ah, qué feliz se sentirá ese arrogante hermano mío —dijo Dariacon cariño—. Oh, Annelise, ¡un varón!Un varón. Frederick le había anunciado que sería un niño cuando ella nisiquiera creía que pudiera estar embarazada. Un hijo. Erick tendría un hijo.« Todos los hombres se alegran de tener un hijo varón. A menos que sospechenque el hijo no es suyo...» , pensó Annelise.—¡Mira, Annelise! ¡Qué hermoso es!Hermoso, envuelto en una sábana de hilo, gimoteaba, todavía mojado yarrugado. Lo cogió y abrazó sonriendo, y de pronto la embargó una intensaemoción. Se estremeció y tembló de amor y temor reverencial.—Annelise, tienes que empujar de nuevo —dijo Erin—. Ahora debesexpulsar las secundinas. Daria, coge de nuevo al bebé. Podrás entregárselo a sumadre dentro de un momento.Annelise obedeció a su suegra sin pensar en el dolor. Tan deseosa estaba decoger en brazos a su bebé que se cambió el camisón, se movió para que lecambiaran las sábanas y después, feliz, tendió los brazos para recibir a su hijo.Erin le aconsejó que lo dejara mamar un ratito. Así lo hizo y, cuando lospequeños labios le tiraron del pecho con increíble fuerza, se sintió perdida parasiempre. Amaba a su bebé.Lo amaba tanto como había llegado a amar a su padre, aunque lo negara.Pero podía querer al bebé sin temor, mientras que a Erick...Su esposo le ofrecía su pasión, su protección, las llamas de su deseo en laprofunda oscuridad de la noche, pero la mantenía lejos de sus pensamientos, sussecretos, su corazón.« Dios, por favor, haz que ame a este hijo» , pensó, y luego se quedódormida, agotada.El viaje a casa le pareció interminable, pero finalmente vieron alzarse anteellos las elevadas murallas de Dubhlain. Sonaron los cuernos para anunciar suregreso, y muy pronto los guerreros entraron en el patio. Su número habíadisminuido, porque Niall se había quedado en Tara con sus hijos y sus hombres, yvarios de los llamados a fila habían retornado a sus hogares.De todos modos el tumulto en el patio era enorme. Erick vio a su madre salir alas gradas para recibir a su esposo. Parecía una niña, hermosa, lozana y joven,esperando a su señor, como había hecho tantas veces. Cuando Erin se arrojó a losbrazos de su dorado marido y este la alzó del suelo, Erick observó que ella sosteníacon todo cuidado un pequeño bultito en los brazos.Dejó el caballo negro con las riendas colgando para que lo cogiera un mozode cuadras y se encaminó hacia sus padres. Se detuvo al llegar junto a Erin,quien se giró con los ojos muy abiertos.—¡Erick! —saludó sonriendo, rodeándolo con el brazo libre y besándolo en lamejilla.—Madre, madre, ¿este es...?—¡Sí, Erick, este es! —Riendo, Erin acunó al bebé y levantó un trocito desábana para dejar al descubierto la carita del pequeño—. Tiene diez días, y lohemos bautizado Garth, ya que no sabíamos cuándo regresarías. Annelise no seatrevía a ponerle nombre sin tu consentimiento. Así se llamaba su padre, y y o...—¡Garth! Es niño.—Erick, tómalo. —Erin rió.—Frederick —murmuró al coger al bebé—. Ese viejo druida predijo quesería un niño.Le temblaron los brazos contemplando al pequeño. Se encaminó a toda prisahacia la entrada de la casa. Se había difundido la noticia entre los hombres reciénllegados, quienes le dedicaron una gran ovación. Erick se volvió y levantó la manosonriente, dando las gracias a sus hombres. Miró a su hijo. Tenía unos enormesojos azules y el cabello de color casi platino, muy abundante. Diez días. Su hijo lomiraba al parecer con igual curiosidad. Su hijo. Se detuvo y miró hacia atrás, aErin.—Madre, Annelise...—Está muy bien. Ahora duerme. No quise despertarla al oír los cuernosporque estaba profundamente dormida y se cansa con facilidad. Solo hace diezdías, ¿sabes?, y el bebé no duerme toda la noche.Él sonrió y asintió. Erin se acercó y orgullosamente acarició la mejilla alpequeño y después instó a su hijo a entrar en la casa.—De verdad, se encuentra bien. —Mientras la mujer hablaba, el bebé miró aErick, movió los puños y lanzó un fuerte berrido. Erin echó a reír—. No solo separece a ti, sino que además chilla como tú. Llévalo a su madre. Tiene hambre.—¿Sí? Bueno, me alegra de que no sea porque no le gusta mi cara.Tras besar a su madre en la mejilla, entró en la casa y subió por la escalera.Abrió la puerta de su habitación en el momento en que Annelise se incorporaba.Estaba vestida de blanco, y su cabellera formaba una especie de llamaradaenmarañada. Miró a su esposo con los ojos entornados, dulcemente sensuales einocentes a la vez.—¡Erick! —susurró, sorprendida.Este se acercó a ella, dejó al bebé a su lado y le besó la mano antes de beberávidamente de sus labios. Annelise lo miró con los ojos muy abiertos yluminosos, y una sonrisa triste y tímida asomó a sus labios.—¿Te gusta? —preguntó nerviosa.—¿Que si me gusta? ¡Lo adoro! Gracias de todo corazón.Ella bajó las pestañas para retener las lágrimas. Erick le alzó la barbilla,mirándola atentamente, interrogante.—¿Qué te ocurre? ¿Qué esperabas?La mujer palideció y trató de volver la cabeza hacia otro lado, pero él se loimpidió.—Annelise, quiero saber qué te sucede.—Tenía miedo —balbuceó ella.—¿De qué? ¿De mí?Ella bajó la vista a pesar de la exigencia de que lo mirara. Entonces él sonrióy contó los días; probablemente habían transcurrido nueve meses exactos desdela noche de bodas, y ciertamente había habido tensión al respecto.Hundiendo los dedos en los cabellos de la joven, le volvió la cara hacia él y seapoderó de sus labios con tanta pasión que ella, sorprendida, abrió los ojos paramirarlo.—Mi querida esposa, siempre he sabido que esa noche me acosté con unadoncella. ¿Qué te hizo tomarme por tonto a estas alturas?Ella se ruborizó y se apartó un poco para observar al bebé y sintió que se leencendía el genio.—Bueno, ni siquiera advertiste que el bebé estaba creciendo tan bien dentrode mí.Erick se encogió de hombros, y en sus labios apareció una sonrisa que laconmovió e hizo latir su corazón con excitación.—Debo decirte, cariño, que yo estaba muy versado en relaciones sexuales,pero desconocía por completo el tema de ser padre. Annelise, hemos tenido unhijo, y es precioso.—¡Ejem! —exclamó una voz desde la puerta—. ¡« Hemos» hecho un hijo!Deberías haber estado aquí durante el parto. Y según Annelise en esosmomentos, bien podría haberte tragado el mar por la parte que tuviste en ello.Erick se volvió y vio a su hermana Daria en la puerta, sonriendo. Se levantó yla estrechó cuando ella se arrojó a sus brazos y lo besó.—Oh, Erick —dijo Daria con lágrimas en los ojos—, no sabes cuántoagradezco y me alegro de que todos estéis en casa, vivos y bien.—Yo doy gracias por estar aquí —dijo él, abrazándola. Después miró a suesposa—. ¿De manera que debería haberme tragado el mar?Annelise se ruborizó, y Daria echó a reír.—Volveré a buscar a Garth, Annelise. Ahora os dejo para que podáis pasarunos momentos solos.Daria se marchó, y la pareja permaneció en silencio un momento. De prontoGarth comenzó a berrear. Sonrojándose, Annelise explicó que el pequeño teníahambre. Se acomodó el camisón y puso la ansiosa boquita del bebé en su pecho.El niño empezó a chupar con avidez, dejando escapar ruiditos de satisfacción.Erick rió. Vestido con las ropas sucias por el viaje y las armas, se tendió en lacama junto a su esposa y sintió una agradable languidez. « De modo que esto es—pensó—. Esto es paz y felicidad. Al fin puedo disfrutar de ellas, un sabor al quehay que aspirar» . Lo invadieron cálidos sentimientos; el deseo de protegerloscontra toda adversidad, abrazar a su hijo, abrazar a su mujer con pasión yternura. Jamás en su vida había presenciado una escena más hermosa queaquella de su esposa amamantando a su hijo.Acarició la mejilla de Annelise.—¿De verdad deseaste que me tragara el mar? Podrías haber rezado paraque me partiera la cabeza un hacha de guerra.Ella no apartó la vista de su hijo.—No lo comprendes, Erick; no sé muy bien qué dije en esos momentos.—¿Fue muy doloroso? —preguntó, tenso.—¡Fue espantoso! —exclamó ella e inmediatamente sonrió y lo miró a losojos por fin—. ¡Pero vale la pena! ¡Oh, Erick, vale... todo! ¡Todo!El príncipe acarició el pelo color platino de su hijo.—Amas al nieto de un vikingo de la Casa Real de Vestfald —le recordó.Ella continuó mirándolo a los ojos, y sus labios esbozaron una sonrisa. Erick sintió que se le calentaba la sangre y se convenció de que debía reprimir eldeseo, pues había transcurrido muy poco tiempo desde el parto.—Me agrada mucho tu padre —dijo ella.—¿Sí?—De verdad.Él sonrió, le cogió la mano y se la besó. Se miraron durante un largo rato.—¡Oh! —exclamó de pronto Annelise, inquieta—. Tómalo, Erick, ya se hadormido y tiene que eructar.Cogió al bebé y apoyó con toda tranquilidad su cabecita sobre el hombro. Lamujer se arregló la ropa y se acomodó en la cama, estremecida de placer por elregreso de su marido y por su alegría por su hijo.—Lo haces muy bien —comentó.Y de hecho lo hacía bien. El espléndido guerrero e impresionante espadachínde cabeza dorada y capa real carmesí parecía sentirse cómodo con el bebé en elhombro.—He sido tío muchas veces —dijo él sonriendo.Entonces el niño eructó, y Annelise echó a reír cuando Erick acusó a su hijode insurrecto por escupir en el atuendo formal de su padre.—Erick, he tenido miedo tantas veces —confesó ella, mirándolo.—¿Miedo?—De que no regresaras. —Bajó la vista y comenzó a arreglarse las mantas.No debía manifestar sus sentimientos; no se atrevía—. Verás, has vuelto, tu padrey tus hermanos están bien, tu madre se siente tan feliz, y yo estoy muycontenta... —acabó con un hilo de voz.De pronto Erick se había quedado inmóvil.—¿Erick...?—Garth se ha dormido. Pediré a Daria que se ocupe de él un rato.Se dirigió a la puerta y la abrió. Su hermana estaba en el pasillo conversandoanimadamente con Bryan, quien miró a Erick y por su semblante dedujo quehabía llegado el momento de comunicar a Annelise que su compatriota habíamuerto.—Coge a tu sobrino —dijo a Daria.Erick lo miró y asintió con un breve gesto. Daria frunció el entrecejo, pero seapresuró a tomar al pequeño. El príncipe volvió a entrar en la habitación y cerróla puerta. Annelise estaba sentada, mirándolo con honda preocupación.—Erick, ¿qué ocurre?No valía la pena andarse con rodeos; pues eso no aliviaría el sentimiento deculpa de Erick ni el dolor de ella.—Mataron a Rolando. —Observó sus facciones mientras ella asimilaba laspalabras, observó la tristeza y las lágrimas que asomaron a sus ojos—. Juréprotegerlo —añadió con voz ronca—, pero fallé. Lo enterraron y dispuse que lerezaran oraciones especiales. No pude traerlo, pues las circunstancias no lopermitían. Lo... lo lamento. —Deseó acariciarla pero sabía que ella no querría.Había amado a Rolando. Había sido un amor juvenil, inocente, con pasión, alegríay risas. Sin duda no desearía que la consolara el hombre que había destruido eseamor—. Lo lamento —repitió. Luego, sintiéndose torpe, agregó—: Te dejarésola. Si me necesitas, envía a buscarme.Salió de la habitación y cerró la puerta. Desde el pasillo oyó los suavessollozos de su esposa. Con un gesto de dolor se apresuró a bajar.No lo necesitaba, al menos eso parecía. Transcurrieron las largas horas deldía y Annelise no lo había mandado llamar. Erick cenó con su familia y despuésbuscó solaz junto al hogar con un cuerno de cerveza.Nadie se acercó a perturbar su soledad. Cuando ya era bastante tardeapareció su padre y se sentó junto a él. Ambos contemplaron el fuego.—Deberías subir a verla —aconsejó Olaf.—Ella no desea verme.Olaf se inclinó sin dejar de observar las llamas.—Una vez —dijo—, al volver de una batalla tuve que comunicar a tu madreque un amigo muy querido, el rey irlandés con quien podría haberse casado, y suhermano, habían muerto en la batalla ese mismo día. Después de decírselo mealejé y me mantuve apartado de ella. La dejé sola para que llorara.—Entonces ¿qué quieres que haga yo? —preguntó Erick.—Cometí un error —admitió Olaf—. No quiero que tú cometas el mismoerror. Ve a tu esposa, abrázala, bríndale todo el consuelo que puedas.—¿Y qué hago si ella se niega a verme? —inquirió Erick con amargura.—No lo hará —contestó una dulce voz. Erin salió de las sombras y se colocódetrás de su marido, sonriendo a su hijo—. Sé que desea verte. Te necesita, comoyo necesitaba a tu padre. Sube a la habitación, Erick.Erick se levantó y, tras mirar a sus padres, se alejó del hogar y subió por lasescaleras. Recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta de su habitación antes deabrirla. Annelise estaba en la cama, todavía con los ojos empañados por laslágrimas. Se acercó a ella, la levantó en brazos y la llevó hasta el hogar, donde laestrechó tiernamente. Annelise le rodeó el cuello con los brazos, sollozandosuavemente con la cabeza apoyada contra su pecho.Erick le levantó la barbilla y le besó suavemente el rostro húmedo de lágrimas.Le alisó el pelo hacia atrás y murmuró:—Permíteme que te abrace, mi amor.La mujer lo estrechó, estremecida, y su esposo le preguntó qué le ocurría.—Tengo miedo de que me abandones, de que me apartes de ti —susurró ella.Él la miró en silencio largo rato y después contestó:—Jamás, mi amor.Annelise volvió a reclinar la cabeza contra su pecho y suspiró. Entoncescomenzaron a cerrársele los ojos.Y ambos durmieron, ella en sus brazos, hasta las primeras horas delamanecer, cuando les despertó la aparición de Daria con su preciosísimo, ysonoro, hijo.Pronto empezaría otro día. Habían capeado la tormenta, pensó Erick.En realidad, tal vez habían comenzado de nuevo. Llegó la Navidad y la celebraron con fervor cristiano. Erick regaló a Annelise un precioso broche de diseño celta, con filigrana de oro y piedras preciosaselegantemente engastadas. Ella le obsequió una fina daga que había comprado auno de los vendedores ambulantes que llevaban tesoros vikingos de las tierrasbálticas y una hermosa túnica cosida con hilo de oro que ella misma habíaconfeccionado durante los largos meses en que él estuviera ausente.Fue una fiesta feliz para Anelise. Había llegado a amar muchísimoDubhlain y a la familia de Erick; le resultaba difícil recordar que había detestadola idea de viajar hasta allí.Sin embargo, dos hechos la perturbaban: en primer lugar, la muerte deRolando en la tierra extranjera a que había ido, aunque de forma indirecta, porcausa de ella; en segundo lugar, las largas y vacías horas que pasaba sola ydedicaba a pensar en la muerte de Rolando, porque después de la noche en queErick le ofreciera consuelo, este había decidido mudarse a la habitación deenfrente asegurando que temía molestarles a ella y al bebé.Su hijo continuaba siendo su absoluta delicia, y cuando se dejaba arrastrarpor la pena que le producía la pérdida de Rolando, Garth dejaba de mamar y lamiraba a los ojos, sabio e interrogante, y entonces Annelise sonreía y setranquilizaba.Por fortuna, disfrutaba con la compañía de Daria, de edad tan próxima a lasuya, tan buena amiga. Y Olaf, rey de Dubhlain, que a veces hablaba con voz detrueno, pero con más frecuencia con tono afable, y era categórica eindiscutiblemente el amo de su casa. Conversaba con Erin, que siempre tenía unasonrisa en los labios, hermosa como cualquier jovencita, un torbellino de energíay amable sabiduría. De hecho a Annelise le agradaban todas las personas de lacasa, todos los hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas de Erick. Era una casallena de risas, y también de penas, como aquella noche en que Aed Finnlaithhabía partido hacia su reposo celestial. Todos estaban muy unidos en las penas yalegrías, y tal vez ahí residía el encanto de aquel hogar.Cuando los vientos de enero comenzaron a azotar y erosionar las grandesmurallas de piedra de la ciudad, Erick empezó a salir a cabalgar a diario. Susbarcos fueron reparados y aprovisionados para el viaje hacia el este, hacia suhogar. Al parecer él estaba más entusiasmado que ella por marcharse.Se fijó el día de la partida para finales de mes. Annelise visitó a su marido enla habitación decorada con austeridad que ocupaba para protestar por el viaje.—Quieres llevar a tu hijo por el mar frío y agitado por el viento. Erick,debemos esperar...—No puedo —repuso él, impaciente.Sentado ante el hogar, afilaba su espada con una piedra. Llamaba Venganza asu espada, pensó ella. Incluso la muerte que blandía tenía un nombre. Erick levantó la vista hacia ella, sus ojos de un azul glacial, distantes. En realidad nadahabía cambiado. Él era el amo de su destino y ella continuaba siendo unaposesión, aun cuando él amara a su hijo.—¡No puedo esperar! Prometí mi ayuda a Alfonzo de Wessex. Lo abandonépara luchar por mis parientes, y eso Alfonzo lo entiende. Planea atacar aGuthrum en primavera y debo estar con él.—Erick...—Mi señora, se trata de mi honor.—¿Tan honorable es la muerte, pues? —preguntó con lágrimas en los ojos.—Pues sí, milady; es el único modo en que un hombre puede entrar en lasantesalas del Valhalla.Annelise salió de la habitación. Los días transcurrían, y hablaban muy poco.La joven observaba el cielo gris y severo. Llegó el día fijado, y sintió alivio alver que el viento se había calmado un poco, aunque el mar estaba revuelto yespumoso.Buscó a su suegro y le rogó que intentara disuadir a Erick, pero Olaf sonrióafablemente y no le ofreció ninguna ayuda.—Debe regresar. Ha jurado apoyar a Alfonzo. Ha conquistado la tierra, te hatomado por esposa y tiene un hermoso hijo. Debe regresar.—Pero...—Annelise, tranquilízate, verás como todo sale bien. Frederick hapronosticado una buena travesía y él jamás se equivoca en estas cosas. Enrealidad, he de admitir que lo echaré mucho de menos.—¿Frederick nos acompañará?Olaf asintió, la rodeó con sus brazos y le besó la frente.—Ya es la hora. Erick hace lo que debe. Si alguna vez deseas volver, si algunavez nos necesitas, no dudes en venir. El mar no es una distancia tan grande entrenosotros.No había nada que hacer. Se marchaban. Por fortuna Frederick había dichoque estarían a salvo. Sin embargo, si estaba tan seguro de que nada maloocurriría, ¿por qué los acompañaba cuando su corazón estaba en Irlanda?Todos acudieron a despedirlos a la orilla del río. Annelise se aferrófuertemente a Erin, quien le aseguró que los esperaban tiempos mejores y quevolverían a verse. Annelise le agradeció la hospitalidad y de nuevo le expresósus condolencias por la pérdida de su padre. La reina sonrió.—Yo creo que mi padre se limitó a esperar su hora desde que falleció mimadre, hace unos años —afirmó—. Ahora están juntos otra vez y nos protegerána todos. Cuida de mi hijo y mi nieto, te lo ruego.Ella no podía cuidar de Erick, nadie podía. Besó a su suegra en la mejilla yesta le arregló el cuello de piel de la capa mientras Megan se despedía de ella yle entregaba al bien envuelto Garth. Entonces Annelise se enteró de que Dariahabía decidido acompañarlos, lo que la alegró muchísimo.Annelise ya había subido a bordo del velero de su marido cuando vio aFrederick despedirse de Erin. La abrazó estrechamente, como a una hija, lesusurró algo al oído y volvió a abrazarla. Después él también embarcó. Pocosmomentos después, ya había pasado por entre las filas de remeros y se sentójunto a ella en la popa del barco.Annelise observó que Daria había subido al barco de Patrick.Se oyeron gritos y órdenes, y esa mañana gris contempló cómo desaparecíalentamente en la distancia la magnífica ciudad amurallada de Dubhlain. Se volvióhacia Frederick, que estaba mirándola.—Todo saldrá bien —aseguró el anciano.Ella asintió y le apretó la mano. Pensó en sus incontables años y se preguntóde nuevo por qué habría decidido emprender el viaje.El mar estaba muy agitado, y el vaivén del barco los lanzaba a uno y otrolado. El viento azotaba la cara y los cabellos de Annelise, que tiritaba de frío.Horas más tarde, Erick abandonó por fin su puesto en el navío dragón y seacercó a ella.—¿Lo estás pasando mejor esta vez? —inquirió Erick.Annelise pensó que solo se lo preguntaba por educación, pues el tono lepareció distante.—Lo llevo muy bien, milord. Soy excelente marinera, siempre que no estéembarazada.—Ah, bueno, si se te hubiera ocurrido decirme que estabas embarazada,milady, yo habría estado mejor informado y habría procurado hacer un viajemás cómodo.Se volvió para reanudar su vigilancia en la proa. Ella miró a Frederick yobservó que este sonreía. También se percató de que sus ojos mostraban unaexpresión seria, lo que la preocupó.—¿Te sientes mal? —preguntó.—Algo triste, nada más.—¿Por qué?—No volveré a ver Irlanda —respondió él en voz baja.—¡No debes decir eso! —exclamó ella, sintiendo un escalofrío—. Por favor,no debes...—¿Decir la verdad? Soy muy viejo, Annelise, muy viejo.—¡Yo te necesito!—Y estaré contigo mientras me necesites —aseguró él. Después cambió detema—. Tiene mal temperamento a veces, ya lo sabes.—¿Erick? —El anciano asintió—. ¿Qué lo pone tan tenso, me pregunto,merodeando por su barco como un enorme lobo enjaulado? Lo que ocurre es quees un vikingo arrogante —se respondió enseguida.—Un lobo merodeando. Los lobos se aparean de por vida, ¿sabes? Y si unopierde a su pareja, merodea por los bosques aullando su dolor y su furia.—Ah, pero ¿ama el lobo a su pareja?La sonrisa de Frederick se acentuó, y sus ancianos ojos parecieron brillarcomo plata.—Una vez vi a este lobo enamorado, hace mucho tiempo, en una costa muylejana. A ella la mataron y lo vi sufrir y merodear... hasta que apareciste tú. Sinembargo, entonces... fue distinto. Era otra época, otra vida. Dudo de que élcomprendiera todo su significado hasta ahora. Tienes al lobo en tus manos,Annelise. Solo te hace falta darte cuenta.—Irá a la guerra otra vez —murmuró ella—. Siempre irá a la guerra.—La tempestad precede a la calma. Esta será la última gran batalla deAlfonzo; él triunfará y pasará a la historia como el único rey a quien los inglesesllamarán « el Grande» .—Pero ¿sobrevivirá a la tempestad? —preguntó Annelise.El druida tardó en responder. El viento le agitó el cabello y la barba. Garth,que había estado gimoteando, se quedó callado, y dio la impresión de que hastalos gritos de los hombres y el ruido de las velas se acallaron y apaciguaron.—Tú debes sobrevivir —fue lo único que contestó.Dicho esto, Frederick se levantó y se encaminó hacia la proa. Annelise apretóa Garth contra su corazón y trató de aplacar los estremecimientos que seprodujeron en su interior.Realizaron la travesía sin ningún problema. Al anochecer pisaron el suelo deWessex. Adela había salido a recibirla. Ya le habían preparado un baño calienteen la habitación, y una jarra de aguamiel con canela la esperaba junto al hogar.Esa noche, después de asearse y amamantar a Garth, a quien acostaron en elpequeño dormitorio adyacente, Annelise se metió en la cama y se quedódormida, demasiado agotada para sentirse dolida cuando Erick no se acostó conella, demasiado agotada para hacer algo más que confiar en que hubieranatendido bien a Daria.Transcurrieron los días. Algo nerviosa, Annelise se preguntaba qué opinaríaDaria de su casa, después del esplendor de Dubhlain. La muchacha estabaencantada, y Annelise se sintió aliviada y agradecida.Se organizaban los preparativos para el combate. En el patio los hombrespracticaban con sus armas. Los herreros estaban muy atareados forjando armasde acero. Por la noche los guerreros afilaban sus espadas. Habían llegadomensajes. Al comienzo de la primavera Erick se reuniría con Alfonzo y atacaríana los daneses dirigidos por Guthrum.Dentro de la casa se libraba una guerra fría, pensó Annelise. No lograbacomprender por qué Erick llevaba tanto tiempo alejado de ella. Garth crecía, ymuy bien, y Erick se mostraba cariñoso con el bebé y se sentía a gusto con él. Sinembargo, continuaba durmiendo en otra habitación. La rabia se apoderaba deella, y aquella violenta situación contribuía a atizar las llamas. Si su esposo ladeseara, la estrecharía en sus brazos y la poseería. Ella tenía demasiado orgullopara solicitar su presencia. En Dubhlain, la había abrazado y le había prometidoque jamás la abandonaría. Y desde entonces no la había tocado.Febrero dio paso a marzo. Se acercaba el día en que Erick partiría, y leparecía que no podría soportarlo. Frederick estaba nervioso y no decía nada, demodo que Annelise tenía mucho miedo. Decidida a hablar con Erick antes de quese marchara, se dirigió a su habitación. Golpeó la puerta, y como estabaentreabierta se abrió sola. Erick estaba sumergido en un baño caliente, y no habíaningún muchacho asistiéndolo, sino la doncella de ojos de cervatilla, Judith.Él no había oído el golpe en la puerta y no la vio porque tenía un paño calienteen la cara. Annelise alzó orgullosamente la cabeza y entró. Los ojos de Judith seagrandaron al verla. Annelise le sonrió con mucha dulzura y le indicó con ungesto que se retirara para cerrar la puerta en cuanto salió la doncella.—Judith, lávame la espalda, ¿eh? —pidió él. Annelise emitió un sonidoahogado de asentimiento, se acercó a él y le quitó el paño de la cara. Él seinclinó, y la mujer le frotó diestramente la espalda, mordiéndose los labios parano golpearlo. Las siguientes palabras la sobresaltaron—: Ahora que me haslavado la espalda, muchacha, ocúpate de la parte delantera.El tono ronco de su voz no dejaba dudas acerca del sentido de sus palabras.—¡Ah, mi señor, me encantaría cuidar de tu delantera... permanentemente!—exclamó.Antes de que él pudiera contestar, ya había chapoteado en el aguaempapándole la cara.Concluida su tarea, dio media vuelta y salió como una exhalación con los ojosllenos de lágrimas, presa de la furia.—Annelise —llamó él con tono imperativo.Ella no le hizo caso y continuó corriendo. Bajó por las escaleras, pasó junto aPatrick, Rollo y los demás hombres que se hallaban en la sala, pasó junto a Adelay Daria, que estaban sentadas bordando un tapiz.—¡Annelise! —repitió Erick.Ella cogió su gruesa capa en la puerta y se dirigió corriendo a los establos.Puso riendas a una yegua, saltó a su lomo desnudo y cruzó galopando las puertas.No sabía adónde iba. Tras cabalgar durante lo que le pareció un tiempointerminable, decidió dar un descanso a la yegua. Cuando por fin habíaaminorado el paso, se dio cuenta de que estaba nevando y que la noche era muyfría. Todo alrededor era oscuridad, y Annelise, que conocía su tierra como lapalma de la mano, se había extraviado. Pero no le importó.—¡Maldita sea! —exclamó.Y entonces comenzaron a rodarle lágrimas por las mejillas. Continuó, y layegua la tomó por sorpresa al relinchar y encabritarse. Demasiado tarde apretólos muslos y fue deslizándose por el lomo de su montura hasta caer de espaldas alsuelo, atónita.Entonces la traidora yegua se marchó sola, hacia la casa, hacia un establocon heno.Se levantó y se limpió el polvo de su dolorido trasero; sintió una punzada en elcorazón y se echó a temblar. ¡Garth!Ya estaría dormido, pero por la mañana despertaría hambriento y solo,lloraría. Adela y Daria lo atenderían, claro, no permitirían que sufriera. Habíaleche de cabra para que bebiera...Quizá ella moriría allí. No; no moriría. Conocía el camino, solo debíacomenzar a caminar.Oyó ruido de cascos de caballo y a los pocos segundos vio salir a Erick de laoscuridad, montado en el semental blanco. Enseguida se enjugó las lágrimas ytrató de arreglarse el cabello y la ropa arrugada. Su esposo se detuvo delante deella, mirándola. Annelise creyó apreciar un destello de diversión en sus ojos.¿Cómo se atrevía?Comenzó a caminar en la dirección desde donde él había venido.—¡Annelise! —Continuó andando. Erick no la detuvo, sino que la siguiólentamente con el caballo—. Pensé que podías necesitar ayuda.—¿Qué te hizo pensar eso?—La yegua que pasó corriendo junto a mí, para empezar.—Ah, bueno, creí que me apetecería cabalgar, pero una vez aquí me dicuenta de que prefería caminar, de modo que la envié a casa. Te agradeceríamucho que me dejaras sola.—¿Ah, sí?—Pues claro.No lo había oído desmontar ni sus pasos en la nieve. De pronto Erick se acercópor detrás y la estrechó entre sus brazos. Annelise se debatió, pero su marido nohizo caso de sus puños.—¡Estás empapada! ¡Vas a enfermar! —la reprendió.En segundos la había subido al caballo. La mujer continuó tratando deliberarse.—¿Y qué te importa? Encuentras diversión donde quieres.—A Garth se le romperá el corazón.—¡Suéltame, vikingo!De pronto el cielo pareció caer sobre ellos. La oscuridad se pobló de millonesy millones de copos de nieve. Erick profirió una maldición y espoleó al caballo.Mientras avanzaban, Annelise lamentó su impetuosa huida de casa. El tiempoestaba empeorando. Jamás lograrían llegar. La nieve caía sin piedad sobre ellos.Erick no había tomado el camino hacia la casa. Un momento después ella sedio cuenta de que se dirigía a uno de los pequeños refugios para cazadores quehabía en el bosque, delante de los acantilados. Condujo al caballo bajo los aleros,desmontó y la cogió en brazos. Tuvo que combatir contra el viento para llevarlahacia el interior de la casita y después para cerrar la puerta. Se apoyó contra ellapara observar a Annelise con un brillo peligroso en sus azules ojos.—Bien, mi amor, aquí nos encontramos en una noche en que podríamos estarcómodos y calentitos junto a nuestro hogar.La mujer le dio la espalda y se sacudió un poco de agua de las faldas. Sequedó inmóvil y rígida al notar que su esposo se aproximaba, pero él pasó a sulado sin tocarla y al llegar al hogar central maldijo mientras reunía ramitas yleña. Después sacó el pedernal y la piedra para frotar y logró encender el fuego.El calor la hipnotizó. No deseaba acercarse aunque estaba tiritando.Erick se incorporó y miró alrededor. En los rincones de la pequeña habitaciónhabía jergones de paja cubiertos con pieles, y a la izquierda del hogar una mesagrande, decorada con sencillez, sobre la que descansaban varios cuernos. Elhombre fue hacia la mesa y probó la bebida de un cuerno. Después volvió aposar la vista en Annelise y avanzó hacia ella, que de inmediato retrocedió. Él sedetuvo y con un destello demoníaco en los ojos le tendió el cuerno.—Aguamiel. Bebe. Tengo la intención de que regreses a casa viva.—No...—¡He dicho que bebas!Annelise tomó un largo trago; estaba tibio y delicioso. Bebió otro trago y ledevolvió el cuerno.—Ya he obedecido tus órdenes, milord —dijo, sarcástica—. ¿Algo más?—Sí. Quítate la ropa.—¡No! —exclamó furiosa.Él ya se había alejado. Dejó caer el cuerno sobre un jergón y cogió una pielque cubría otro.—Veamos, ¿cómo puedo explicártelo? Milady, o te despojas de la ropa porvoluntad propia o lo haré yo. En realidad, hace mucho tiempo que no lo hago. Megustará muchísimo la tarea.—¡Oh! —exclamó ella presa de la rabia—. ¡Maldito invasor! ¡Bastardovikingo!Sonriendo Erick le cogió el brazo para atraerla hacia sí. Annelise forcejeópara zafarse, y él le arrebató la capa. Corrió hasta un rincón, pero él la siguió y laaprisionó. La muchacha le golpeó el pecho hasta que él le agarró las muñecas y,levantándoselas por encima de la cabeza, la inmovilizó. Con la mano libre ledesgarró la tela de lana azul de la túnica y la camisa interior de hilo. Ella trató depropinarle un puntapié.—¡Me parece que era Judith quien iba a « hacerte» la delantera, vikingo! —espetó con furia renovada.Oyó su risa ronca, percibió su aliento en la mejilla, tibio y dulce con elaguamiel, y su cuerpo muy apretado contra el suyo.—Annelise...Se interrumpió porque ella consiguió alzar la rodilla y golpearlo al tiempo quele informaba:—Milord, ¡esto es lo único que tengo para tu delantera!Un segundo después estaba tendida sobre el jergón, derrotada, desesperada.Luchó con manos y pies para conservar la poca ropa que le quedaba, pero Erick se la arrancó con impresionante fuerza. Temblando trató de rodearse con losbrazos, y enseguida le cayó encima una piel que la cubrió y abrigó. Se incorporósorprendida y observó que su marido se había despojado de la ropa empapada yse envolvía en una piel. Después se volvió hacia ella, que intentó levantarse. Erick la empujó hacia atrás y se tumbó sobre ella. Las lágrimas asomaron a los ojos dela joven. La piel solo cubría los hombros del vikingo, dejando al descubierto sutorso, de músculos lisos, suaves y fascinantes; hacía tanto tiempo que no lo veíaasí... Al sentir el miembro viril sobre su vientre la llenó de calor y deseo, hizoque corriera por su interior un líquido abrasador. Ahora que ella había llegado anecesitarlo con tanta desesperación, a desearlo durante todas sus horas de vigilia,a anhelar acariciarlo con ternura, ahora que lo amaba, él la traicionaba; deseabaa la prostituta Judith.—¡No me toques! —murmuró, temiendo que las lágrimas rodaran por susmejillas, que se quebrara su orgullo.Erick le cogió las muñecas y se inclinó sobre ella. Su pecho le rozó los senos.Annelise ansió sentir sus manos sobre ellos, sus caricias. El hombre acercó suboca a sus labios y allí se detuvo.—¿Cómo vas a hacerme la delantera si no te toco? —le susurró con vozronca.—Maldito...La silenció con un beso profundo, apasionado, dulce y tierno. La coacción seconvirtió en seducción. Le robó la voluntad y el aliento con sus besos de miel y ledio abrigo en la tormenta. Erick retiró la boca y volvió a rozarle los labios con lossuyos. Esforzándose por reprimir el llanto, Annelise movió la cabeza y suplicó:—Erick, ¡no!—Annelise, yo sabía que eras tú.Lo miró con los ojos muy abiertos e incrédulos.—¿Cómo ibas a...?—Exhalas un aroma dulce, a rosas. Es del jabón que usas y siempre teacompaña esa fragancia. Conozco ese aroma tanto como el color de tu cabello,el matiz de tus ojos. Lo conozco porque me ha atormentado desde el día que nosvimos por primera vez. Se mete en mis sueños y me acosa cuando estoy lejos.Me cubre como la suavidad de tus cabellos cuando estamos juntos. Ninguna otramujer posee esa fragancia.—Ella estaba en tu habitación mientras te bañabas.—Llevó las toallas. Mi amor, es una criada.—Además has... —se interrumpió para tomar aire—. Has estado tan alejadode mí.—No quería causaros daño ni a ti ni al bebé.—¡Ya ha pasado mucho tiempo!—Annelise, me comentaste que el parto había sido muy doloroso. Pensé queera mejor mantenerme alejado un tiempo. Y después... bueno, tú no hicisteninguna sugerencia de que volviera.Ella se humedeció los labios, mirándolo fijamente a los ojos.—¡Porque pensé que tú no querías volver!—¿Quieres que vuelva?Annelise volvió a inspirar, desgarrada, temerosa, deseando creer en laternura que apreciaba en sus ojos.—¡Dios mío! —suspiró—. Me parece imposible que yo diga esto a un vikingo:sí, sí, deseo que vuelvas. Te deseo... te...Se interrumpió de nuevo, estremecida, y entonces la envolvió su calor y labelleza que había añorado durante tanto tiempo; la firmeza de sus muslos, losfuertes latidos de su corazón, la atormentadora excitación de su cuerpo apretadocontra el suyo. Y su rostro, hermoso y fuerte, con rasgos de dos culturas quehabían unido lo mejor de sí. Sus ojos... infinitamente azules, que la contemplabancon tanta dulzura.—Te deseo, Erick —se atrevió a murmurar—. Te deseo muchísimo. Te amo.Erick se estremeció al oír las palabras susurradas y la miró con amor,maravillado y sorprendido. Annelise tenía los ojos ligeramente empañados,brillantes a la luz del hogar, de un color azul plata y bellamente enmarcados porsus tupidas pestañas oscuras. Sus cabellos, siempre su corona de gloria, seesparcían entre sus cuerpos desnudos y las pieles, envolviéndolos en guedejas decolor fuego. Sus labios eran de color aguamiel, su rostro suavemente sonrosado ysu cuerpo más hermoso aún que el recuerdo que lo había atormentado durantelas largas noches. Sus pechos todavía estaban muy llenos, sus pezones de un colorrosa oscuro, turgentes de deseo, y sus piernas suaves bajo él.Le había susurrado que lo amaba.—¡Dios mío, he tenido tanto miedo! —dijo él—. Temía haber perdido parasiempre lo poco que tenía de ti cuando murió Rolando. Yo podía vencer al hombre,pero jamás a su fantasma. Pensé que él se interpondría entre nosotros, de modoque esperé, pero... —Se interrumpió, y Annelise lo miró a los ojos, confusa einterrogante—. Tenía miedo de amarte, Annelise. El amor hace vulnerable a unhombre; es un arma muy perversa. Luché contra él, sin embargo no sé en quémomento perdí la batalla; solo sé que la perdí. Tal vez la había perdido desde elcomienzo, desde ese día que te vi en lo alto de la empalizada. Tal vez fue cuandote tuve debajo de mí. O cuando te vi moverte y bailar aquella noche en quetrataste de inducir a los hombres a la violencia; quizá entonces solo me impulsó ladesesperación por poseerte y luego, una vez hecho, quedé perdido para siempre.No sé cuándo ocurrió. Esposa mía, yo también te amo, con todo mi corazón, contoda mi vida, con toda mi alma.—¡Erick! —murmuró ella al tiempo que las lágrimas rodaban por sus mejillas.Continuó hablando, tan rápido que él apenas logró entenderla—: Te amaba desdemucho antes de que muriera Rolando. Él era aún muy querido para mí y lloré sumuerte, pero prefería mil veces que regresaras tú. Me costaba comprendercómo podía amarte cuando te mostrabas tan arrogante y exigente, siempredándome órdenes...—¿Arrogante?—Pues sí. —La joven rió—. Oh, Erick, ¿puede ser cierto esto? —susurró.—Sé que eres mi vida y que te amo más allá de todo entendimiento y razón—murmuró él. Dejó escapar un gemido y le acarició las mejillas—. Observabauna y otra vez a mi hijo contra tu pecho, y ansiaba estar en su lugar.Sus labios rozaron los de la mujer y luego descendieron hasta su seno,saboreándolo y acariciándolo. Annelise gimió con la deliciosa sensación altiempo que le mesaba el cabello y lo apretaba contra sí. Entonces él se colocóencima murmurándole que amaba sus ojos, su sedosa melena enmarañada y lahermosa redondez de sus pechos. Cayó sobre ella apoderándose de todo sucuerpo, excitándola y susurrándole con palabras atrevidas, pícaras, groseras einsinuantes todo lo que amaba en ella mientras le acariciaba con los labios y lalengua la piel, los muslos, las partes más íntimas y secretas. Annelise seincorporó en el nido de pieles para rodearlo con sus brazos, y sus susurros loenvolvieron junto con los suaves y fragantes mechones de su cabellera.Osadamente deslizó las manos sobre él, explorando, y tras asegurarle que eramuy competente y estaba muy deseosa de hacerle la parte delantera, procedió ademostrárselo. Erick rió hasta quedar sin aliento y la tendió debajo de él. Ante elsuave resplandor de las llamas cumplieron las palabras y juramentosintercambiados esa noche, ese algo nuevo reconocido entre ellos, la maravilla desu mutuo amor.Permanecieron abrazados oyendo el crepitar del fuego del hogar. Volvieron aacariciarse y a hacer el amor. Cuando finalmente Annelise expresó su inquietudpor su hijo, Erick le aseguró que estaría muy bien hasta la mañana y que nadie sepreocuparía porque todos sabían que él había salido a buscarla.—¿Y saben que no habrá ningún problema porque eres invencible? —bromeóella.—Sí, quizá. —Erick rió.—Eres muy arrogante.—Me temo que siempre lo seré. ¿Te importa mucho?—Trataré de soportarlo —suspiró ella con fingida resignación.—¿Sí? Ten en cuenta que tú, cariño mío, eres orgullosa, obstinada eimpetuosa, y que llevaré para siempre una cicatriz de tu flecha.—Tú eres exigente y tirano además de arrogante —le recordó ella condulzura, acariciándole la cicatriz y asegurándole que dedicaría muchas noches aexpiarlo.Se abrazaron, se amaron de nuevo y después se sumieron en un perezososopor.Al despuntar la aurora Annelise se revolvió en los brazos de su esposo y dijopreocupada:—Erick, nunca os traicioné ni a ti ni a Alfonzo. Lo juro. Él es mi rey y miprotector; lo quiero y jamás lo habría desafiado. Yo no te traicioné.Erick le cogió la mano y se la besó.—Chist, cariño; ya lo sé.No añadió nada más pero evocó las imágenes de Rolando vivo en su monturadespués de vencer a los daneses y la de su cuerpo inerte en el suelo. Y recordó ladaga.Estrechó a Annelise y la besó en la frente.—Lo sé, cariño, lo sé.Al cabo de unos minutos se levantaron. Erick la vistió con su capa y la envolvióen pieles. Después salieron del refugio. Había dejado de nevar y ante ellos seextendía un mundo bello como un capullo blanco y prístino. Montaron alsemental blanco y el enorme caballo los llevó a casa.Gozaron de un tiempo de paz, tan maravilloso que Annelise no podía soportarla idea de que Erick se marchara. Lo abrazaba por las noches deseando que eltiempo se detuviera por arte de magia y el futuro no llegara.Una luminosa mañana de primavera los hombres se prepararon para partir.Annelise esperó en el patio, con Adela y Daria a su lado y Garth en los brazos.Observó a Erick, que se acercaba montado en su caballo blanco, con el pechocubierto por la malla y la capa adornada con sus insignias echada sobre loshombros. Llevaba la visera levantada, y vio el hermoso azul de sus ojos.Annelise se estremeció, pensando cuánto y cuán profundamente lo amaba,apreciando su magnificencia.Erick se quitó el casco y se aproximó. Besó tiernamente a su hijo y despuéspasó el bebé a su hermana para estrechar a Annelise entre sus brazos y besarlahasta que ella creyó que iba a rompérsele el corazón.La joven sintió una punzada de temor cuando él se apartó. Era grande elpeligro que corría. Frederick no los habría acompañado si no pensara que algoamenazaba a Erick. No podía dejarlo marchar.—Erick...—Todo acabará, y regresaré antes de que te des cuenta, mi amor.—No —susurró ella con tristeza.—Volveré. He dicho que así será, y así será —aseguró él con una cariñosasonrisa.—Si...—¿Qué?Annelise negó con la cabeza y alzó el mentón. No podía permitir que fuera ala batalla afligido por sus temores.—Que Dios te acompañe, mi amor. Dios y todas las deidades de la casa deVestfald.Erick la abrazó.—Estarás segura aquí. Patrick se queda para protegerte. Daria y Adela estánaquí. Cuida de nuestro hijo, señora.—Sí.—Y Frederick también se queda.—¡Frederick! —Se apartó de él sobresaltada—. ¿Frederick se queda? ¿No irácontigo?—Prefiere quedarse contigo. Es muy viejo. No me gusta que insista enacompañarnos a la batalla.La joven asintió estremecida. Después logró sonreír.Por tanto el druida no presentía ningún peligro para Erick. Pensaba que elpeligro se cernía sobre ella.Volvió a besar apasionadamente a su esposo, quien le susurró que habíallegado la hora de partir. Se separaron. Annelise lo observó montar a caballo,resplandeciente con su vestimenta. Se esforzó por continuar sonriendo ypermaneció en el patio, contemplándolo hasta que lo perdió de vista.Después dejó escapar un ronco sollozo. Entró en la casa y corrió hacia suhabitación, la que ambos compartían, y allí lloró hasta que no le quedaron máslágrimas por derramar.Rezó en silencio: « Que Dios lo proteja, que Dios lo ayude, que Dios loacompañe. Y por favor, mi amado Señor, acompáñame a mí también» . 

Casada con un príncipe vikingoKde žijí příběhy. Začni objevovat