El Madrid de 1982 estaba en ebullición y los que ardían en sus calles no sabían que sus cantos a la vida conformarían uno de los periodos más ricos para la cultura española. Esos jóvenes agotados del gris de la dictadura tenían mucho que decir y no estaban dispuestos a que no se les escuchara de nuevo, así que entonaban sus himnos en cualquier esquina. Exposiciones plagadas de color, fotografías de colegialas decadentes, conciertos en cada rincón y mucha cerveza por todas partes. Todos soñaban con ser músicos y reírse en la cara de un mundo en el que no iban a tolerar que se les dijera una vez más lo que debían o no debían hacer. No había nada escrito; no había normas, ni milagros, ni dioses, ni padres a los que rendir cuentas. Valentina tenía que intentarlo.