introducción En su segunda cuenta anual ante el Congreso chileno, la presidenta Michelle Bachelet ratificó su deseo de reformular de manera sustancial la Constitución de 1980, la cual se originó en el período de la dictadura militar. A pesar de que una serie de reformas, principalmente efectuadas durante el Gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), ya habían conseguido eliminar las disposiciones «autoritarias» más controvertidas de la mencionada carta magna, el argumento de Bachelet fue básicamente que, habiendo sido creada «en pecado», dicha Constitución jamás gozaría de verdadera legitimidad. Según sus palabras, el documento de 1980 «se originó en dictadura, no refleja las necesidades de nuestros tiempos y tampoco promueve nuestra democracia». Una nueva constitución emergería tras una campaña de «educación cívica» y de «un proceso de diálogo con la población en el cual todos podrán participar». No cabe duda que tales nociones tienen un matiz de superficialidad, aunque más relevante aún es el hecho que varios ejemplos históricos desmienten por completo aquello de que una constitución nacida «en pecado » en términos políticos nunca llega a legitimarse. En efecto, cerca del 20% de las constituciones democráticas actualmente vigentes en el mundo nacieron en condiciones no democráticas.1 Entre estas se incluyen cartas fundamentales de democracias notablemente exitosas, como la de Japón (redactada durante la ocupación estadounidense), la de los Países Bajos, la Constitución argentina, la belga, la de México y la noruega. Todas ellas fueron adaptadas al espíritu democrático con posterioridad a su promulgación
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