Libro Primero ¡BERTA!¡BERTA!¡JI!¡JI!

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A pesar de los años, jamás podré apartar de mi mente la vieja casa donde me crié.

Se hallaba en las afueras de Nueva Palmira, pueblo formado por obreros inmigrantes, colmado por rufianes de la noche, por parranderos, por jugadores.

Eternamente aquellos jugadores en nuestras sillas.

Mi padre vivía en una constante borrachera, siempre molesto, gritaba como un perro rabioso.

Nos observaba como si nos culpara de sus fracasos.

Nosotros lo aborrecíamos, no queríamos que viniera a casa, pero él, siempre llegaba cada tres o cuatro meses.

Mi madre estaba en una constante expectación, como pendiendo de un hilo, bamboleándose junto con nosotros como en una cuerda floja.

Siempre cuando llegaba alcoholizado, vomitado de los pies a la cabeza, mi madre lo tomaba de las piernas y lo subía hasta la cama como si estuviese muerto.

Mientras, en la entrada de nuestra casa, sus amigos mariposeaban eufóricos sin descanso, bebiendo tremendos tragos de caña y destornillándose de risa.

Parranderos, tramposos y chantajistas, ludópatas empedernidos, jornaleros de estancia y empresarios de la zona, iban y venían, noche tras noche después de haber despilfarrado sus sueldos en el bar de Berta, bar que frecuentaba mi padre todas las malditas noches mientras se quedaba en nuestra casa.

¡Insomnio! ¡Ansiedad! ¡Gritos! ¡Alcohol! el escándalo explotaba en nuestros oídos; nos despertaba sobresaltados como el estruendo de un terremoto.

Segundo

Por aquel entonces, el pueblo de Nueva Palmira era el hogar de los ludópatas y del bar de Berta, un cuchitril ilegal gobernado por Gregorio Bertini.

Los hombres como mi padre, escapando de los fracasos de la vida, llegaban con sus sueños y sus desvaríos, salían ansiosos de sus trabajos para llegar a un mundo lleno de quimeras.

Allí le aguardaban la adicción al vino, las mafias del juego y las estafas de los prestamistas. Había decenas de hombres que lo frecuentaban, originaban escandalosos líos, producían peleas en las calles como si fuesen sus dueños.

Las esposas de estos hombres, así como también mi madre, detestaban aquellos escandaletes, pero en estos embrollos no tenían ni voz ni voto, no los podían detener.

Se escondían detrás de las ventanas; cuchicheaban esta es la perdición... y daban vuelta la página.

Mis hermanos y yo, por el contrario, no enterrábamos la realidad, por un lado, porque mi padre nos había mostrado siempre aquella forma de vida, por otro, porque nos fascinaba el proceder de aquellos extraños hombres.

En los días de cobro, los viciosos llegaban en tropel a lo largo de la tarde, se embriagaban con descontrol y las gentes chocaban en las calles con sus asquerosas escenas.

Los hombres hablaban y reían como una cuadrilla de mujeres. Muchos de ellos, hacían jaleos y desórdenes, otros cantaban, otros disfrutaban de las mujeres del lugar y se olvidaban momentáneamente de sus esposas.

Los vicios se reproducían como hongos a altas temperaturas en nuestro pueblo y estos trastocaban la vida de cada uno de nosotros.

Tercero

Era una mañana calurosa, mi madre abstraída cosía un colchón de lana, nosotros nos habíamos reunido para tomar mate en la cocina, jugábamos a las adivinanzas; reíamos tras las preguntas y las respuestas y cobrábamos de multa peligrosas prendas.

LAS MISERIAS DE JULIAWhere stories live. Discover now