Prólogo: En el abismo

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Quel'thalas, Aguja Estrella del Alba. Día del accidente


Cuando el cielo se partió por la mitad, supo que iba a morir. «Nadie vive lo suficiente para ver el cielo abrirse dos veces», pensó. Era imposible. Sería tener demasiada suerte, y él no era una persona especialmente afortunada.

Oyó los gritos, el crujir de una tormenta lejana, el zumbido de la magia vibrando hasta resquebrajarse. Respiró aceleradamente, como si sus pulmones quisieran aferrarse al aire. Cuando el vórtice arrastró a los taumaturgos que rodeaban el portal, no supo qué hacer. Sus pensamientos vagaron hacia ideas absurdas. «Voy a morir sin haberle dado las gracias a Nereit. Sin haber probado ese estúpido pastel salado y dulce que venden junto al puerto y siempre quiero probar. Sin haber montado nunca en un caballo. Seré idiota. Ojalá tuviera otra oportunidad para...».

No pudo pensar más. Una fuerza irresistible tiró de él, arrastrándose hacia la espiral distorsionada que se lo estaba tragando todo. Sus alaridos de terror se mezclaron con los de sus compañeros. Después, la oscuridad lo apagó todo.

. . .

Sol. Un rayo de sol constante, sereno. Un haz dorado que devolvía el color a todo lo que tocaba. Los chillidos de las gaviotas y el rumor del mar le acunaban, llevándole despacio de la mano hacia un tranquilo despertar.

Athramar se incorporó a medias y tomó aire, suspirando profundamente.

«Estoy bien. Me he salvado».

El sonido de pasos en la arena le hizo girar el rostro. Allí estaba Nereit, mirándole con una sonrisa. Y también Kiran. Entonces, al verlos allí, supo que estaba equivocado.

«Es un recuerdo».

No, es un sueño.

«Fue real, es un recuerdo. ¡Es un recuerdo!».

¿Sientes el dolor? ¿Notas cómo cada pensamiento es agonía? Sí, ¿verdad? Por eso quieres soñar de nuevo con el sol.

El mar rugió y se alzó una ola que cubrió la luz, extinguiéndola. Nereit se deshizo como un jirón de niebla. Kiran, en cambio, alargó la mano hacia él. Desesperado, quiso asirla pero algo tiró de sus pies y le arrastró de nuevo a una negrura poblada de susurros.

. . .

Estrellas. Un titilar lejano y parpadeante. Resplandores de plata que lo vuelven todo claro y frío. No hay calor en este lugar, solo el crepitar de un cosmos infinito, superpoblado de estrellas, sistemas y nebulosas; de extraños relámpagos púrpuras y gigantescos planetas consumidos que, a lo lejos, crean sombras y claroscuros. Las corrientes abisales surcan la Gran Oscuridad y por encima del paisaje en movimiento, donde los cuerpos celestes giran en espiral, están las voces. Todas las voces.

Reconoce algunas; las de los demonios, que murmuran, hambrientos.

—Miradle —ríe una de ellas, sinuosa y femenina—. Ni siquiera puede dejar de temblar. ¿Dónde está ahora toda tu entereza, pequeñín?

—Quizá es el momento de que nosotros empuñemos el látigo —dice otra, esta cargada de rencor.

—Se despedaza... fluye... —añade una última, grave y cavernosa—. Quiero beber...

Cierra los ojos con fuerza, incapaz de soportar la visión del universo rotatorio. Es demasiado inmenso, parece que estuviera cayendo constantemente, eternamente.

Un sudor frío despierta en su espalda pero no puede sentirlo, aterido como está. Cada poro de la piel duele igual que si estuviera atravesado por un millón de alfileres, y al tiempo se siente entumecido, adormecido. Pero no puede bajar la guardia. Están ahí. Sus voces son libres. Sus demonios se están deshaciendo de las ataduras, del confinamiento de los pactos. Y desean devorar su alma.

Tranquilo, no temas... ellos no la tendrán.

¿Un susurro? ¿De quién?

«No lo sé».

Abre los ojos de nuevo, con esfuerzo, y trata de valorar la situación. Está tumbado, aunque no sabe dónde. No hay nada sólido a su espalda. Al tratar de enfocar la mirada más allá de la amalgama celeste y caótica, ve largos zarcillos fríos que brotan de la nada y que le sujetan por los brazos y las piernas, manteniéndole suspendido en medio de esa inmensidad incomprensible. ¿Es Sombra? No está seguro. Su cabeza es un avispero. Recuerdos, miedo, susurros, voces, parpadeos. Siente que su nombre, su identidad, todo lo que él es, se vuelve cada vez más pequeño, arrinconándose en una esquina de su propia mente.

Tu alma es del Vacío.

El susurro le desgaja, arrancándole una parte de algo. Duele, duele por dentro, en lugares que no es capaz de comprender. Siente que se está quebrando. Aterrorizado, cierra los ojos con fuerza y se aferra a los preceptos que aprendió en el pasado, en un tiempo que ahora parece tan lejano como las playas de Bruma Dorada.

«Soy Athramar Azurocaso, hijo de Eilir y Astralaya. Nací en la gloriosa ciudad de Lunargenta. He aprendido los secretos de la magia en la academia Falthrien. He leído los libros prohibidos. He cruzado el Portal Oscuro, he caminado bajo los mil soles de Terrallende y he descifrado los secretos de los artefactos de la Legión. He sometido demonios a mi voluntad, he luchado contra todo, hasta contra mi propia gente. No voy a desaparecer. No voy a desaparecer. ¡No voy a desaparecer! Soy Athramar Azurocaso, hijo de Eilir y Astralaya. Nací en...».

—Pobre iluso... —ríe la voz femenina—, no entiende lo que está ocurriendo.

—¡Se la arrebataré! Me la llevaré antes de que el vacío la reclame —exclama la voz iracunda.

—¡De eso nada! Yo llegué la primera, su alma es mía.

—Consumir... devorar...

En la Nada, todos somos Uno. Todos somos Todo. No te resistas... Pronto dejará de doler. Gul'kafh an'shel. Yoq'al shn ky ywaq nuul...

—No... —Es su propia voz, pero parece oírla como algo ajeno y roto—. ¡No! Soy... soy Athramar Azurocaso, soy hijo de...

Un nuevo zarpazo le rasga por dentro. Su mente se quiebra y se distorsiona. Deja de repetir su mantra, deja de aferrarse y cierra los ojos otra vez, buscando el sol en su memoria. El sol eterno. El sol dorado. Pero ya no lo encuentra, solo queda el recuerdo de una tarde en la playa.

Una tarde en la playa, sí. Aquella tarde.

Había escapado de una de aquellas fiestas con un libro prohibido entre sus manos.

«Algún día —dice la voz de Kiran en su memoria, llena de amargura— llegarás al final de este camino que has escogido. Y entonces te arrepentirás, Athramar. Solo espero estar cerca para evitar que tu desgracia nos destruya a todos».

El recuerdo se impone por un momento a las voces, le arranca una carcajada irónica. Kiran no está cerca. Ya no podrá salvarle.

No. Nadie puede salvarte.

Lentamente, se abandona a la fuerza de esos tentáculos que parecen descuartizarle. Pierde la mirada en el cosmos, despidiéndose uno a uno de sus recuerdos. Y entonces aparece otra voz. La última que escuchará hasta despertar de nuevo. Una voz segura, llena de determinación, muy real.

—¡Esta gente no te pertenece! ¡No están perdidos!

Algo vibra, se oye un estallido y los tentáculos desaparecen, soltándole. Cae a plomo, golpeándose la espalda contra el suelo. Tiembla y se encoge sobre sí mismo, presa del dolor y la locura. En ese momento, quedarse inconsciente es un alivio.


Alma de cristalWhere stories live. Discover now