Parte 1 Sin Título

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La mañana todavía no había despejado cierta nubosidad, pero, a pesar de ello, decidimos ir al mirador de Grau y, de ahí, bajar a la piscina de Chorrillos. Como éramos ocho personas, estábamos organizándonos en grupos, cuando en eso, apareció el papá de Sofía con su moto. Subieron las tres primas mayores acompañadas del tío Jorge y, segundos después, tomamos otra moto y subimos Adel, Liliana y yo. Curiosamente, nosotros fuimos los primeros en llegar. Minutos después, lo hicieron los demás. El malecón de Grau es una enorme explanada que da vista a todo el litoral barranquino. Está rodeado de veredas que cuentan con, ante el inminente abismo, un cerco de concreto de casi un metro con veinte centímetro que protege a los osados que desean aproximarse demasiado al acantilado. Los árboles colocados de manera aleatoria, adornan la vista y crean espacios de fresca brisa que, cuando el sol está en el cenit, nos brinda un refugio adecuado para pasar un momento de placidez.

En el borde del acantilado se encuentra la centenaria escalera que nos llevaría a nuestro destino final: la piscina. El fin de la mañana se tornaba tímidamente caluroso. Poco a poco, entre conversaciones intrascendentes y risas estentóreas, llegamos. Un moreno alto, de aspecto desgarbado estaba delante de la puerta, preguntaba a las niñas sus edades. Nos informaba que el ingreso era de dos soles a partir de los once años. Solo Margareth quedaba exonerada de ese peaje. Ella, en ese momento, tenía solo un año y siete meses. Quedaban, todavía, algo más de ocho años para que disfrute de ese privilegio.

La piscina, una vez ingresados, cuenta con unas duchas artesanales que se alimentan de pequeños torrentes que surgen del centro de la tierra. Es una orden que todo aquel que desee disfrutar de un día de relajo en las aguas de manantial debe darse un chapuzón obligado para dejar las impurezas fuera.

Adel, triste, se va a buscar dónde sentarse y disfrutar de la vista, se lleva a mi pequeña Margareth con ella. Es difícil ser feliz en un lugar como ese cuando estás en esos días en los que la naturaleza femenina no te permite disfrutar del momento. Todos los demás, bajamos por las escaleras hechas de madera de forma artesanal, también, para no desentonar con el decorado. Las nubes luchaban a brazo partido para no dejar que el sol castigue las espaldas de muchos y, en el caso mío, mi cabeza calva.

Por lo general, siempre vamos a las nueve. A esa hora no hay mucha gente y podemos nadar en paz. Toda la piscina para nosotros solos. Cuando llegamos, ya muchas personas habían llegado. No tantas. Eso hacía que pudiéramos disfrutar, todavía, un rato del espacioso lugar. Nos ajustamos los lentes y nos sumergimos. Disfrutábamos de cada segundo que estábamos ahí. Mi hija mayor, Marghiorie, jugaba alegremente con su prima Sofía. Todo era simple y, por simple, todo era felicidad. Uno, muchas veces, suele ignorar las ocasiones en las que es feliz. Es como la luz. Solo somos conscientes de su existencia cuando por las noches, de pronto, como en los tiempos de Alan García en su primer gobierno, se va en lo mejor de una cena familiar o cuando estás leyendo un libro muy interesante. Así pasa con la felicidad. Ese instante, lleno de mansa tranquilidad iba a concluir dentro de poco, pero mientras eso no sucedía todavía, no podía saber que pasaría mucho tiempo hasta que vuelva a disfrutar una escena como esa.

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⏰ Last updated: Jan 05, 2020 ⏰

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