Doctor Dröm, detective paranormal

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La señora Worthington apenas había conseguido dormir durante la última semana. Los repentinos cambios que su marido Ronald, con quien llevaba veinticinco años casada, había sufrido últimamente, ya le habían hecho recelar que algo fatal estaba a punto de ocurrir. Tal vez debió haber buscado ayuda antes, pero en un principio la idea de que su esposo anduviese metido en un lío de faldas le hizo desistir de darle una mayor publicidad. Ahora todo eso le daba igual. Ronald llevaba dos días sin aparecer por casa, y Mildred ya no podía permanecer cruzada de brazos. Sobre la mesita de estilo Luis XVI, el retrato de ambos en su vigésimo aniversario la contemplaba, irreal. Había acariciado la posibilidad de avisar a la policía del condado, pero finalmente se decidió por solicitar un tipo de ayuda más discreta. Tal vez un detective privado; aparecían varios números en el listín telefónico. Pero aquella tarde, ante su aparato de televisión, había tenido una revelación. Se trataba de aquel hombre misterioso de aspecto extravagante y mirada hipnótica. No era la primera vez que le veía en un programa, tomando parte en un debate sobre los temas más diversos o realizando números de prestidigitación. Hasta aquel momento había pensado que se trataba de uno de esos magos modernos de dedos hábiles y discurso pseudometafísico ideado para confundir a los escépticos y levantar polémica con el objeto de aumentar su fortuna personal. ¿El mundo de los espíritus? ¿Cultos paganos que perduran hoy en día? Bobadas para tener entretenidos a los ociosos y, de paso, sacarles unos dólares. Pero ahora era ella quien se sentía en medio de una de esas historias, porque estaba convencida de que su esposo había caído en las garras de alguna especie de secta destructiva. Y, había que reconocerlo, el llamado Doctor Dröm parecía ser toda una autoridad en la materia. Incluso era respetado por los más escépticos y sesudos científicos que acudían a los debates –debido, en gran parte, a la conocida afición del Doctor Dröm a dejarlos en evidencia con ingeniosas muestras de esgrima verbal y humor ácido–. Tras meditarlo unos minutos, se sentó delante del ordenador y pudo localizar la página web de Devon Mardröm, doctor en parapsicología por la Universidad de Miskatonic. Tomó nota de la dirección, en Oldchapel, una peculiar población de Massachusetts, que era célebre por haber sido convertida a mediados de los años setenta en una especie de parque temático enfocado a todo lo relacionado con los fenómenos paranormales y las ciencias ocultas. Al parecer, Devon Mordröm tenía su gabinete sobre la tienda de antigüedades que regentaba, y en la web decía claramente que todas las citas estaban ya reservadas para los próximos tres meses. Pero Mildred Worthington no estaba acostumbrada a que la hicieran esperar, y mucho menos para un asunto de vital importancia, como era la desaparición de su marido. Sin dudarlo, reservó un billete de tren a primera hora de la mañana siguiente: antes del mediodía estaría en Oldchapel y el Doctor Mordröm tendría que atenderla, quisiera o no.

La luz de aquel mediodía plomizo se filtraba por el escaparate de la tienda, trazando siluetas de letras sobreimpresionadas en el suelo, que se quebraban de forma abrupta al llegar al mostrador de cerezo. La esbelta mujer detrás de él, ataviada con un sobrio vestido largo sin escotadura al estilo del siglo XIX, ordenaba por enésima vez las fichas de los elementos más valiosos del almacén. Con el cabello, negro como ala de cuervo, recogido en un moño estrictamente victoriano y su busto erguido daba la impresión de ser una especie de bello anacronismo; resultaba imposible adivinar su edad. Aquellos ojos profundos parecían haber contemplado el paso de incontables inviernos, pero la tersura de su piel los desmentían. Alzó la mirada de su labor al sentir la campanilla de la puerta, que revelaba la llegada de un nuevo cliente, o tal vez de un curioso.

–Buenos días –dijo la señora que acababa de entrar, tratando de adaptar su visión al cambio de luz–. ¿Es esta la tienda de antigüedades del doctor Devon Mordröm?

–Esta es. ¿En qué puedo ayudarla? –contestó la dependienta, cerrando de golpe el tomo que estaba hojeando. Una nubecilla casi imperceptible de polvo se alzó inmediatamente, como el espectro de un duende.

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