Prólogo

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Desperté con el corazón palpitando en mis oídos.

Mi boca se abrió con tal amplitud que pude sentir como se agrietaba la piel seca de mis labios. Inhalé y exhalé repetidas veces, con desespero, como si hubiera pasado una eternidad sumergida debajo del agua y mis pulmones necesitaran absorber todo el aire del mundo.

Estaba de pie. O sentada, eso no lo sabía muy bien. Lo único certero era que mis pies estaban apoyados en el suelo, desnudos.

Hacía frío, pero, a pesar de ello, grandes gotas de sudor se deslizaban con rapidez por mi frente. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo se tambaleó con tal intensidad que mi costado izquierdo se estrelló con algo duro que tenía enfrente. Debía ser una pared. La superficie emanaba una especie de zumbido adormecedor que vibraba en el aire, en mis oídos y en las palmas de mis manos. Era casi como un latido, aunque más grande. Y mucho más fuerte.

Hubo otra sacudida y caí hacia atrás. El golpe me dejó sin aliento. La pulsación aumentó la velocidad, acompasandose con el palpitar de mi corazón. Era como si alguien estuviera agitando de un lado otro el lugar en el cual me encontraba.

No sabía en dónde estaba.

Tampoco podía ver las cosas que habían a mí alrededor y por más que parpadeara y tratara de fijar mis ojos en un punto en específico, seguía sin acostumbrarme a las tinieblas que me rodeaban.

Todo continuó sacudiéndose sin parar o, al menos, mi cuerpo seguía haciéndolo, provocando que una sensación nauseabunda se me atascara en medio de la garganta.

Probé recordar la manera en la que había llegado a este sitio. Sin embargo, absolutamente nada llegó a mi mente. Estaba en blanco. En total vacío. También quise gritar por ayuda, pero ni una sola palabra emergió de mi boca. ¿Si sabía como hablar? Apenas mi cuerpo sí recordaba lo que era mantener el sentido del equilibrio ¿Cómo era que no podía hacer nada?

No comprendía lo que estaba pasando. Mis sentidos estaban operando a la perfección, al igual que mi cerebro. Podía pensar, podía reconocer olores y sonidos, era capaz de asociar cosas con otras. Nuevamente me esforcé por hallar una respuesta a lo que sucedía, pero la única información que había en mi mente era una recopilación sin orden y coherencia de distintos hechos, ideas, recuerdos y sensaciones; como lo lento que caían las flores de un árbol, lo pesados que podían llegar a ser unos objetos que, al tratar de recordar lo que eran, solo se volvían una masa borrosa y deforme en mi cabeza, lo helada que era la nieve y, por alguna razón, los sonoros latidos de un corazón. No había nada que me revelara de dónde venía.

Ni siquiera tenía una noción de quién era.

Sentí como caía en un abismo de confusión y pánico. Ruidos disonantes de artefactos encendiéndose y aparatos que producen estática resonaron por todo el lugar, agujereándome el cerebro con la misma fuerza con la que lo haría un taladro o una estaca de metal puro.

Este sonido no era un zumbido simple. Era agonizante, reproducido a una velocidad y frecuencia que podría hacerte sangrar los oídos. La sensación de dolor e irritabilidad que causaba me desgarró los tímpanos e hizo que cada fibra nerviosa de mi cuerpo se retorciera sin piedad.

Los minutos se tornaron una eternidad y el momento se volvió inaguantable. Mantenía la cara pegada al suelo mientras que el sabor a sangre que descendía desde algún punto de mi cabeza se fusionaba con las náuseas y un extraño regusto a quemado en mi boca.

Sentí como empezaba a perder la conciencia, como me ahogaba en la nada, como alguien desprendiera mi alma de mi cuerpo de un solo tirón.

Y entonces, como si en el suelo se hubiera creado abertura capaz de engullirme y luego escupirme lejos de este infierno, todo a mi alrededor se tornó demasiado blanco.

Dos (EN PAUSA) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora