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Capítulo 4

Uno y veinte

A Tres le temblaba todo el cuerpo, llevaba, aproximadamente, una hora así. Y lo sabía porque, a pesar de que en el comedor habían cinco largas mesas con casi todos los asientos (por no decir que todos) desocupados, decidió sentarse conmigo en el duro y glacial suelo pese a que yo le había insinuado, de unas diez formas distintas, que no quería tener a alguien cerca.

—¿Crees que esto sea una cárcel?— Fue lo que me preguntó, pero por supuesto que con un tono de voz más tembloroso y bajito de lo que yo podría repetirlo alguna vez dentro de mi cabeza. Yo no respondí. Esa posibilidad ya se me había cruzado por la mente, pero dudaba que pudiera agregarla a mi lista de cosas sobre las cuales pensar. Por ahora, tenía suficiente.

Al principio, no sabía si Tres tiritaba a causa del frío o por el miedo. Estaba recostado con la espalda contra la pared y las piernas pegadas al pecho a tal punto de parecerse a un ovillo. Su piel era muy suave y tersa, casi tanto como las simples camisetas de algodón que llevábamos puestas, y su brazo que, de hecho, era la única parte de su cuerpo que entraba en contacto con el mío, desprendía una calidez constante. Por lo que caí en cuenta de que su temblor se debía a lo segundo.

Él perdió el interés en hablar conmigo cuando se dio cuenta de que parecía no tener ganas de hacerlo. Y, en efecto, no las tenía. Ni siquiera para entablar una conversación con él, quien al fin y a al cabo era el que menos desconfianza me daba.

Tenía un montón de preguntas que empezaban con “Por qué” y que terminaban con “ni idea” moviéndose de un lado a otro dentro de mi mente, como si fueran mariposas enjauladas tratando de salir a la fuerza a través de mi cráneo. Incluso la idea de la cárcel, que según yo iba a descartar por ahora, ya se había hecho un lugarsito entre todas las demás cosas.

En mis recuerdos había la imagen de una prisión. Todo era gris y oscuro y, en su gran mayoría, también bastante sucio y deteriorado. Pero no había nada como esto. No habían paredes falsas, ni tanto espacio para andar de aquí para allá. Sin embargo, tan solo la idea de que podría ser una cárcel y de estar encerrada con un montón de criminales resultaba alucinante, tan alucinante y raro que me daban ganas de empezar a reírme de forma histérica. ¿Para qué encerrar a un montón de delincuentes juntos? ¿Para qué se maten entre sí? No tenía sentido, pero tampoco era como si muchas cosas hasta ahora lo tuvieran.

Las palabras de Diecisiete y las cosas que dijo Dieciocho sobre Tres eran lo que más me daba vueltas. Al volver, Diecisiete solo se quedó sentado frente a una de las mesas mientras jugaba con sus manos. Ambos nos las apañamos para inventar una escusa medio convincente de porqué nos habíamos tardado tanto. Tres y Seis parecieron creerle, en cambio Dieciocho ni siquiera se acercó para escucharnos. Y, a partir de ahí, ya no hablamos.

Ahora, Tres a penas demostró entender las cosas que Dieciocho le había dicho. Bueno, más bien gritado. Pero por su actitud era fácil sospechar de que, tal vez, él tenía la misma perspectiva de mí que yo tenía de él, que ambos éramos la persona más cercana a la confianza de cada uno dentro de una lista basada en quienes nos fiabamos menos. Si él sabía algo, al ser yo quien evitó que Dieciocho lo dejara inconsciente de un golpe, podría hacer que me lo contara. Debía conseguir información de algún modo.

—Tres— Lo llamé. De inmediato él se volvió hacia mí. Tenía los ojos grises, aunque no de un gris como el del suelo o las paredes; los suyos eran muy pálidos, como si les hubieran chupado casi todo el color.

Él levantó una ceja.

—¿Qué quería decir Dieciocho con eso de los Números faltantes?—  Pregunté. Sus manos se enrollaron entorno al montón de tela que le sobraba de camiseta para ocultarlas, como si temiera que también le preguntara por eso. Las personas que nos metieron aquí no se preocuparon mucho porque la ropa nos quedara grande o pequeña. Tres era tan alto como delgado, así que solo se molestaron en encontrar algo que le cubriera el abdomen, aunque el borde de la camisa le llegara a la mitad de los muslos y las mangas a los codos.

Dos (EN PAUSA) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora