La velocidad de la Miel

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"Todos creen que el primer cyborg fue Johnny Ray, un hombre que, en 1998, gracias a una operación que implantó electrodos en su cerebro, fue capaz de controlar rudimentariamente un ordenador con su mente." Así es como me gustaría comenzar mi historia, me gustaría que el primer cyborg no hubiese sido Johnny Ray, ni el neurólogo que lo implantó, quien además arriesgó su vida sometiéndose él mismo a un procedimiento idéntico dieciséis años después. Tendría mucho más mérito, no estaría sometido al mismo estrés y frustración con los que debo cargar hoy, de haber sido así. Un científico que solicitó un procedimiento para implantar electrodos en su propio cerebro, esa era la fórmula cyborg que esperábamos.

Lamentablemente, esta historia no trata de él, quizás si hubiésemos trabajado juntos, el mundo sería completamente distinto hoy en día. Un sujeto con esas características podría haber dado vida a una nueva generación cyborg global, podría haber significado el inicio de las prótesis de todo tipo y la actualización eventual de nuestras mentes a un ordenador.

—Señor Cooper, si pudiera ceñirse a los hechos, le recuerdo que todo lo que diga irá al expediente de su caso.

Mi historia comienza el 2006, cuando Infinity, que entonces era más conocida por su identidad virtual, comenzaba a incurrir en la exploración de nuevas tecnologías en varios campos de la ciencia. En un mismo edificio de 200 niveles, trabajábamos quince divisiones distintas, todas para Infinity. Por entonces mi amigo Gary Moore participaba del desarrollo de la primera computadora cuántica, francamente lo envidiaba, sólo por presionar el piso 21 en el ascensor, era el fervor de la popularidad. Su unidad abarcaba desde el piso 4 hasta el 37, cuanto más cercano al sexto piso, más popular se era. A fin de cuentas, ese era el proyecto estrella de Infinity Unravells, la rama de Infinity que agrupaba a las quince divisiones y cuyo nombre estaba escrito en letras gigantes sobre la fachada del edificio en la costa de Silicon Valley, visible incluso a simple vista desde Fremont.

Yo no era tan popular, trabajaba en los pisos 122, 123, 124 y 126. Desde el piso 115 hasta el 131 se encontraban los desarrollos de tecnología médica. En los cinco pisos superiores se encontraba nanotecnología alopática y en los siete inferiores estaba V-Limbs, la única sección de la unidad con nombre patentado, donde se desarrollaban prótesis inteligentes. De toda la división, creía que mi área era la más prometedora, la más importante, y aunque durante muchos años dejé de creerlo, hoy sé que no me equivocaba.

La mayoría de la gente con la que trabajaba eran neurocirujanos, como yo, o ingenieros. Teníamos un equipo de IT y un experto en computación por nivel, que se ocupaban de afinar el final de fase, en el piso 125 estaba el área de diseño, donde se elegían los materiales y se fabricaban todos los insumos médicos no convencionales, como los electrodos que usábamos en cirugía. Nuestra misión era simple, pero contundente, avanzar en los desarrollos de cirugía encefálica para el tratamiento de traumatismos y disfunciones cerebrales, en palabras simples: mejorar la medicina cerebral, especialmente la intervención quirúrgica. Para ello no sólo explorábamos el cerebro humano, también desarrollábamos todo tipo de dispositivos de soporte. El 2004, por ejemplo, lanzamos la vaina medular, usada hasta hoy en día, y que permite a un tercio de los pacientes con parálisis funcional menor, recuperar la movilidad de hasta un cien por ciento en sus extremidades atrofiadas. El 2005 lanzamos el menos popular Quiasmax, un sensor que se instalaba bajo la glándula pineal de pacientes con ceguera y les permitía recobrar funcionalidad espacial volviéndolos capaces de orientarse como si pudiesen ver, tal como en ciertos tipos de afasia visual.

Pero bien, debo estar aburriéndole con detalles de mi historia. Para resumir las cosas, quiero decir que estaba orgulloso de mi trabajo, aunque no tuviésemos tanto prestigio como otras divisiones, nuestros desarrollos eran verdaderamente importantes y estaban ayudando a muchas personas. Así fue hasta el 2006, ese año todo nuestro trabajo se fue por el desagüe. Lo recuerdo perfectamente, ese día esperaba a una paciente que tenía una rara patología de desfase en el procesamiento de sonidos e imágenes, algo biológicamente inocuo, pero que le causaba particular incomodidad. Sería la tercera y última sesión de afinamiento posterior al tratamiento de remielinización de las vías auditivas. La paciente no llegó, en su lugar apareció alguien completamente distinto: Harry Moulder, un paciente con leve hemiplejia atáxica. Harry Moulder, tome nota de ese nombre. Al verlo me emocioné, habíamos estado esperando un paciente atáxico por meses para probar un producto que nos lanzaría a la fama: los primeros implantes neuronales.

La velocidad de la mielWhere stories live. Discover now