LA UÑA DE SANSÓN

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A pesar de su nombre, Sansón era pequeño.  Él no entendía de linajes ni noblezas, y nadie conseguía definir con exactitud la lista de las once razas mezcladas de las que provenía.  Así que el bueno de Sansón se dedicaba a ser perro y ya está.

Se la pasaba siempre ocupado porque tenía siete dueños.  A todos debía hacer fiesta y buscaba adaptarse a las siete maneras diferentes de ser.  La niña más pequeña lo quería mucho pero no soportaba que se le acercara con la nariz húmeda y le manchara su vestido nuevo.  El papá le llamaba Sansonsuelo mientras le acariciaba la cabeza con una mano que al animal le parecía gigante.  A la hermana mayor le gustaba hacerlo correr dentro de casa.  Uno de los hermanos le declamaba poesías.  Otra hermana, cuando estaba de buenas, le contaba por la tarde sus propias peripecias en un idioma que los perros no entienden.  El otro hermano lo utilizaba de punta de lanza en sus salidas en bicicleta para comprar leche.  La mamá –quien tenía plenos poderes sobre la residencia o no residencia del can en aquel hogar– había ido transformando su principio de “no quiero perros en esta casa” en una aceptación tolerante del inquilino canino; así que Sansón se mostraba siempre muy respetuoso y educado con ella…

Sansón tenía uñas como todos los perros.  Pero tenía un problema que algunos de sus dueños –los de espíritu práctico– consideraban defecto de fábrica. Otros lo achacaban a la edad del animal.  Dos de sus dueñas –más romanticistas– decían que un libro de historia canina refería la existencia de una raza muy fina –ya extinguida– que poseía esa misma característica.  Para ellas, además, ese detalle probaba la hipótesis de la sangre azul del animal en sus antepasados veinte generaciones atrás… 

Haya sido cual haya sido la causa genética del problema, el caso es que Sansón lo sufría en carne propia.  Lo que sucedía era que alguna de sus uñas al crecer se enroscaba de tal manera que la punta afilada iba poco a poco encontrándose justo de frente a la pezuña.  Entonces comenzaba a clavarse hasta llegar a tejidos vivos del pobre animal.  Sansón, sin entender mucho lo que pasaba, se dolía y se ponía triste. 

Al inicio ninguno de los dueños se percató del problema, pero con el tiempo a uno de ellos le llamó la atención que la escena de Sansón lamiéndose la misma pata se repitiera una y otra vez.  Y es que el perro no conocía otro remedio.  Aquel dueño, intrigado por el descubrimiento, se acercó y quedó impresionado al ver aquella uña clavada hasta el fondo de la pezuña, con sangre a medio coagular en torno a la herida. 

Así que se decidió a ayudarle.  Tomó unas tijeras.  Inmovilizó al perro.  Sansón se mostró muy desconfiado.  Su dueño le retiró también la cabeza para que el animal no viera tamaña operación.  No fue fácil.  La uña estaba muy enroscada y endurecida…  Cuando Sansón sintió el ruido de aquellas tijeras que rompían la uña pegó un aullido como si le estuvieran matando.  Acto seguido el dueño pudo desencajar de la pezuña la parte rota de la uña.   

Sansón, mareado y confundido, poco a poco recobró su ritmo cardiaco normal.  Conforme pasaron las horas y los días fue notando que la pata ya no le dolía tanto.  La herida fue cicatrizando.  Sansón, con su uña corta, volvía con renovado entusiasmo a cumplir su misión nada fácil de hacer felices un día y otro día a siete dueños… 

El problema de la uña de Sansón es muy parecido a un problema que tenemos los humanos y que se llama egoísmo.  El egoísmo es una uña que crece y se clava poco a poco sin que nos demos mucha cuenta.  Está ahí, pero no logramos –o no queremos– descubrirlo.  Y como la palabra “egoísmo” es un poco fea, a la hora de explicar nuestras actitudes egoístas, nos da por usar términos que suenen mejor:  “oye, estoy en mi derecho”, “¿cómo se atreve a pedirme ese favor?”, “estoy tan ocupado que nunca podré ayudarle”, “no es justo”, “me la hizo, me la paga”, “que le ayude el gobierno”, “¡se acabó!, no dejaré que los demás arruinen mi felicidad”… 

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