Capítulo 1. Un lunar en el labio

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OCHO MIL KILÓMETROS

Por Ami Mercury

Capítulo 1. Un lunar en el labio.

El invierno era una estación dura en Kioto. Las temperaturas, que caían en picado a diario nada más ponerse el sol, a menudo bajaban de los diez grados negativos por la noche y, a plena luz del día, no llegaban a subir lo suficiente como para dar una tregua. Las nevadas, cuando se producían, eran fuertes y abundantes, y dejaban la ciudad cubierta de un manto blanco que, además de darle encanto, intensificaba el frío. Si, además, se añadía a la ecuación la intensa humedad que, por norma, imperaba en todo el país, podía tacharse casi de inaguantable. Tal factor hacía que cualquiera que se aventurara a salir a la calle entre noviembre y marzo no tuviera suficiente abrigo. No importaba cuántas capas de ropa llevaran los ciudadanos encima: el frío calaba hasta los huesos y les devolvía a casa con los pies mojados y helados y una molesta sensación en el cuerpo que solo reconfortaban tras un largo baño.

Pero, por supuesto, todos se habituaban. Los allí nacidos, quienes habían crecido y vivido en la ciudad, sabían bien a qué atenerse cada año y pasaban los meses más duros sin lamentaciones. Cada cual tenía sus trucos: calcetines térmicos, calentadores desechables de bolsillo, termos herméticos llenos de té bien caliente... Cualquier cosa que les reconfortara durante las horas fuera de casa.

Ese año, no obstante, el invierno se presentó antes de tiempo y con especial dureza. Tanto era así, que incluso los más duros dejaron salir tarde o temprano algunas palabras inconformistas con respecto a ese clima implacable.

La llovizna de aquella noche de enero, sumada a la helada de primeras horas de la mañana, hizo que las aceras y calzadas resultaran resbalosas y que los transeúntes se vieran obligados a caminar por ellas con especial dificultad y, sobre todo, precaución.

Pero lejos de ser esa una excusa para no cumplir con las obligaciones diarias, la vida ya comenzaba a bullir aún cuando el sol apenas sí asomaba tímido entre los edificios.

Matsubara caminaba con la cara enterrada en su gruesa bufanda roja para evitar que ni una pizca de aire gélido entrara hasta su nariz. Llevaba las manos, cubiertas por sendos guantes, bien metidas en los bolsillos de su abrigo de lana, y la espalda encorvada con la esperanza de conservar así algo de calor corporal. De ese modo y sin que fuera su intención, disimulaba su estatura algo por encima de la media y se mezclaba entre los ya numerosos peatones sin resaltar lo más mínimo.

El sueño aún se notaba en sus facciones; nunca había sido buen madrugador y llevaba fatal que su profesor de psicofarmacología se empeñara en hacer sus exámenes dos horas antes del comienzo de las clases. Por suerte el madrugón valdría la pena porque había estudiado con ahínco para esa asignatura y no esperaba sacar menos de noventa puntos. Y a pesar de su confianza seguía repasando mentalmente cada fármaco, cada compuesto y cada síntoma que había tenido que aprender.

A su alrededor el ruido era cada vez más fuerte, pero él apenas prestaba atención. Nada le hacía levantar la mirada ni detener su paso lento. Iba bien de tiempo, no tenía prisa y lo que veía y oía era lo de todas las mañanas. Los mismos sucesos en el mismo trayecto que repetía día tras día de camino a la estación de metro.

La señora Hayao, de abundante cabello permanentado y pómulos rollizos, escribía con rotulador las promociones que ese día ofrecería a los clientes de su pescadería. Unos metros más adelante, el chirriante ruido de la persiana en la tienda de menaje reveló que, otra vez, al señor Koizumi había olvidado engrasar los rieles. La bicicleta del reparto de prensa advirtió a los viandantes de su proximidad con repetidos timbrados y, momentos después, pasó por su lado sin que Matsubara tuviera que variar su trayectoria. No mucho después recibió el saludo del viejo Sawahiro, que administraba la tienda de tés. Siempre le mandaba recuerdos a sus padres y aquella mañana no fue la excepción. Al final de la calle se detuvo un solo momento para comprobar si había algo nuevo en la moderna cafetería que a veces visitaba y que, aunque todavía estaba cerrada, ya exponía la carta en una vitrina junto a la puerta.

Ocho mil kilómetros (fragmento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora