El Almohadón de Plumas

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El Almohadón de Plumas (1917) por Horacio Quiroga. 

  Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácterduro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sinembargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de nochejuntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudodesde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo aconocer. 

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

 Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, másexpansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido lacontenía siempre. 

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura delpatio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñalimpresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el másleve rasguño en las altas paredes, aquella sensación de desapacible frío.Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si unlargo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. 

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, habíaconcluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en lacasa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

 No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influencia que se arrastróinsidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudosalir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. Depronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo suespanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego lossollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sinmoverse ni decir una palabra. 

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneciódesvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándolecalma y descanso absolutos. 

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene unagran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despiertacomo hoy, llámeme enseguida.

 Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marchaagudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero seiba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las lucesprendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Aliciadormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.Pasease sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. Laalfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía sumudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba ensu dirección. 

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas al principio, yque descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamenteabiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de lacama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la bocapara gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

 -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

 -¡Soy yo, Alicia, soy yo!

 Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largorato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas lamano de su marido, acariciándola temblando. 

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en laalfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. 

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que seacababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio ysiguieron al comedor.

  -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... pocohay que hacer... 

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. 

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero queremitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba suenfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía queúnicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempreal despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilosencima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podíamover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran elalmohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que searrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. 

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz.Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En elsilencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de lacama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

 Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,miró un rato extrañada el almohadón. 

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas queparecen de sangre. 

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda,a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitasoscuras. 

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvilobservación.

 -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. 

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se leerizaban.

 -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

 -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. 

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesadel comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superioresvolaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendolentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente yviscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicadosigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria delalmohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven nopudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, habíavaciado a Alicia. 

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir enciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serlesparticularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.  




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