Sunday

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—Ya deja de remilgar y vístete —me dice Mamá.  Aunque me tiene hasta las pestañas con su discurso, decido obedecer, eso sí, dejando muy claro mi fastidio. No entiendo a qué se debe el entusiasmo de la gente por salir a la superficie. El túnel es húmedo, caluroso y hediondo, pero arriba... Allá es un verdadero infierno.

Pero es domingo y toca caminata.

El estúpido traje es lo que más odio, hay que joderse para meter el cuerpo en ese armatoste acolchado de cuarenta y cinco kilos, ajustarse el respirador, ponerse el casco... ¡Y que no te den ganas de orinar, que hay que volver al inicio!

Sí, sí, también es por recibir un baño de sol: demasiada oscuridad te pone de malas, dímelo a mí...

—Estrella, apúrate.

—Ya voy.

Y para colmo tenía que tocarme ese pedazo de nombre, Estrella 9669. Suelto el aire, resignada. Falta poco para cambiármelo.

El traje me hace ver gorda, parezco un antiguo astronauta del siglo XXI. Lo que tiene que hacer una en estos días.

Reviso la dotación de oxígeno y voy a abrir la exclusa. La manivela está más oxidada cada vez, me valgo de mi peso para que ceda. Mamá no pasa estas penurias, ella no posee piel sensible a los rayos UV ni alveolos incapaces de resistir el aire a más de ciento cincuenta grados centígrados. Mamá es un pequeño rectángulo de silicio, una entidad de inteligencia artificial conectada a un par de brazos robóticos y un tanque, que fue donde yo crecí. Por supuesto, no necesita salir a caminar en domingo, pero insiste en que yo lo haga. Hace también otras cosas que me molestan: cuando no se empecina en que lea, me importuna con una lección de matemáticas, historia, arte, mecatrónica…

Deseo quedarme en casa conversando con otros psico-navegadores de las redes o participando en algún holo juego de rol, sin embargo, para que Mamá no se entere tendría que encontrar el modo de hackear su sistema o quitarme el nano implante, y me da mucho asco la sangre, en especial si sale de mi propia cabeza. Tengo que aguantar un poco más, hasta que tenga dieciséis, la edad de liberarme. Hasta entonces, las Madres son la ley.

Subo la escalerilla. Son más de trescientos peldaños, un ejercicio agotador considerando el traje.
La luz me da de lleno en el casco. Habría quedado ciega de no ser por la película protectora.

—Bien, aquí voy, ya tienes lo que querías, Mamá —digo al comunicador.

—¡Pórtate bien!

—Claro, como si hubiera alguien con quién portarme mal... —refunfuño entre dientes.

—¿Decías?

—Nada. No te preocupes, vuelvo temprano. Te quiero.

Miro en redondo, lo mismo de siempre: suelo seco, edificios desmoronándose, sol y más sol. Camino lentamente, no hay otra forma de moverse metida en este armatoste. Visito las ruinas de la ciudad. Mamá dice que mis ancestros no tuvieron ahorros suficientes para montarse en la nave generacional que los llevaría a la nueva Tierra. Por eso se quedaron en este despojo de mundo, aunque no estaba tan mal cuando la nave partió, el sol todavía no alcanzaba la órbita de Venus... y aún había mares, de hecho, las aguas habían inundado las zonas costeras. Pero luego el calor siguió aumentando, los terrenos fértiles se agotaron, el sol se volvió como una patada en el trasero y la gente se refugió en los túneles. Hace tanto tiempo de eso...

Cuando llego al borde del desfiladero observo el terreno estéril del fondo del barranco. Dicen que esto antes era un océano, no soy capaz de imaginar la cantidad de agua necesaria para llenarlo. Mamá me lo ha mostrado en la neuro-enciclopedia, pero por más realista que esta sea, no he podido experimentar a qué huele o qué se siente mojarse, mucho menos sumergirse en ella. El agua que conozco se filtra en las paredes del búnker o se condensa en un enfriador artificial.

Doy la media vuelta y sigo caminando. Hay algunos letreros grabados en las fachadas de los edificios derrumbados y semi enterrados bajo metros de arena desértica. Leo en uno de ellos: “Bienvenido a Tucson, Arizona, donde las olas bañan el dorado poniente”.

En el cielo, la segunda luna pasa velozmente. Es una enorme bola de basura que amontonaron en órbita y cada vuelta aleja el planeta del sol. Es lo único hermoso del paisaje, la excentricidad de su constitución provoca un juego de reflejos, luces y sombras en su superficie irregular; ya puede una adivinar el perfil de un rostro que de un rabo. Con lo que me encantan los rabos...

El resto del lugar apesta. Más vale que me haga a la idea de que no podré salir de aquí jamás.Los antiguos se llevaron hasta la última nave. Lo poco que queda de metal está bajo tierra, en las oxidadas columnas de los restos de edificios —a una temperatura capaz de derretir el traje si se toca por error—, o en las Madres. Algunos amigos de la psico-red que viven en búnkers cercanos han comenzado a diseñar un transporte nuevo, uno basado en tejido vivo, pero a mí todo eso me da mucha flojera.

¿Qué es eso? ¡Otro caminante! Me doy media vuelta, no quiero que me vea en esta facha.

—¡¿Hola?! —grita.

«Ay, no, que se vaya, que me deje», pienso mientras me alejo. Escucho sus pasos, me persigue su sombra. Desearía que mi traje fuera más liviano.

—Espera —dice, dándome alcance.

—No te había visto —miento, sonrojada y con el corazón acelerado.

¿Qué diablos me pasa? Aunque no lo había planeado, no puedo evitar sonreír.

—Soy Júpiter E-9895. ¿Cómo te llamas?

—Es...trella —contesto con un tono de obviedad. Todas llevamos el mismo nombre hasta el día de la emancipación, luego se supone que debemos conseguir pareja y acudir al laboratorio de fertilización donde encargaremos nuestras semillas a una Madre.

Al pensar en esto se me suben los colores hasta las orejas.

—Quizá debí preguntar cómo quieres llamarte —corrige él un poco apenado.

—¿Yo? Mmm. Empieza tú.

No estoy acostumbrada a hablar con alguien en persona, una no puede fingir que el sol ha emitido otra llamarada que ha desconectado la psico-red o que Mamá te ha llamado para cenar. Voy dando pasitos, aunque en el fondo sé que no puedo ni quiero escapar.

—No es justo. Yo pregunté primero.

—Cierto. ¿Cómo quiero llamarme? ¿Y si mejor lo adivinas?

—De acuerdo. Veamos… ¿Clara?

—No.

—¿Luz?

—En serio ¿te parece que mi primera elección será un nombre relacionado con el sol?

—Vale, entonces… personajes famosos. ¿Hermoine?

—Mmm, quizá.

—En ese caso yo seré Harry.

Me río como una tonta, seguimos platicando del clima y cosas triviales como el reciclaje de orina. Antes de que me dé cuenta me ha tomado de la mano o, mejor dicho, del guante, y enfilamos de vuelta al búnker.  Creo que me gusta. Lo invito a pasar.

Mi mente divaga en pensamientos absurdos, hace comparaciones acerca del amor y las relaciones humanas en épocas pasadas y la que me tocó vivir. Acceso a la base de datos de la neuro-enciclopedia y en mi cerebro aparecen imágenes de besos, manos entrelazadas, argollas de oro y un extraño ritual que incluye el intercambio de fluidos corporales. Descubro que  las parejas salían de paseo en domingo. Pienso que tal vez esa práctica no sea tan ilógica. Después de todo, he encontrado algo más que sol este domingo. Quizá sea momento de retomar la vieja escuela.

Cuando nos retiramos los respectivos trajes, no me sorprende lo guapo que es, su rabo es tan lindo que mis palmas se humedecen y mi pulso se acelera. Todo rastro de mi mal humor desaparece. Comienzo a considerarlo mío. Aprovecho una distracción de su parte para comentárselo a Mamá en voz baja.

—Ahora sí crees que sirve de algo salir a la superficie, ¿eh? —comenta, para mi fastidio—. Anda, no seas descortés, prepárale un bocadillo. Y se dice cola, por cierto.

Esa es Mamá, siempre corrigiéndome.

¿Por qué no puedo decirle como me venga en gana? Rabo, cola, da lo mismo. Mis ancestros no la tenían, es el regalo que la evolución nos ha dado tras siglos de vivir entre roedores y alimentarnos de deliciosas cucarachas.

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