Capítulo 5

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El día amaneció nublado y el cielo amenazaba con descargar su furia sobre los muelles de Riverside, en el puerto de Capital City. Roger abrazó a su padre, y le agradeció todo lo que estaba haciendo por él, pero el señor Mears se mostró frío y distante. Acto seguido se despidió y caminó hacia la plataforma que daba acceso al transbordador que lo llevaría hasta las instalaciones del CMA.

Atrás lo dejaba todo, o en realidad nada.

La brisa del mar acariciaba su rostro con suavidad. A lo lejos podía ver las dos islas como dos bloques de piedra anclados en el horizonte. Una de ellas era su destino; pero con la otra era aconsejable guardar distancias y no pisarla jamás. Del CMA saldría limpio y convertido en una persona nueva, o al menos así lo aseguraba el doctor Ridgway.

Roger subió al barco. En la cubierta no había nadie, así que bajó por unas estrechas escaleras que conducían al compartimento inferior.

En el interior del pequeño transbordador aguardaban cuatro personas más: un miembro de seguridad, un celador, un joven corpulento de raza negra y un esmirriado con aspecto de empollón. Pocos pasajeros para ese viaje.

Roger se acomodó en uno de los asientos, y el chaval con pinta de empollón tomó asiento a su lado. El chico vestía un pantalón chino de color crema y una camiseta desgastada en la que se podía leer el eslogan: «LIBERTAD PARA JULIAN ASSANGE».

—Brian Mitnick —dijo, y le extendió la mano a Roger a modo de saludo.

—Roger Mears. Encantado de conocerte.

El empollón no apartaba la vista de Roger, como intentando averiguar por qué le resultaba tan familiar.

—¡Apártate, monstruito! —dijo el tipo negro, golpeando sin respeto a Brian en el brazo—. ¿RG? Soy Curtis Douglas... Nos conocimos en un evento deportivo. Creo que además compartimos un pasado en común.

—Eh... —masculló Brian en voz baja, a la vez que se echaba a un lado. Roger levantó la mirada y observó al tipo. Curtis, de unos veinticinco años, era una enorme mole de músculo tallado en ébano con la cabeza afeitada y aspecto de rapero sacado de un videoclip de 50 Cent.

—Lo siento, pero no te conozco. No sé de qué me hablas —dijo Roger sin darle importancia al comentario de Curtis.

—Conozco a tus demonios. Allí dentro seremos amigos, estoy seguro —susurró el tipo negro al oído de Roger.

Un repentino ruido de máquinas, acompañado de una fuerte vibración, indicó que pronto pondrían rumbo a la isla. El capitán del barco había ordenado la puesta en marcha de los motores y el celador tomó asiento en la zona habilitada para la tripulación. El hombre de seguridad se dirigió a la pasarela de carga y se situó junto a la entrada, con las manos cruzadas al frente y a la espera para recibir al último pasajero.

—¿Qué coño pasa ahí fuera? —preguntó Curtis, señalando hacia los muelles. Cuatro coches patrulla cortaban el tráfico del muelle que conducía hasta el ferri. Un furgón blindado, escoltado por una decena de vehículos oficiales, cruzó el cordón policial y se detuvo en la entrada. Varios hombres armados con escopetas de asalto se situaron frente a la parte trasera del furgón. La puerta se abrió y un hombre vestido con un uniforme naranja se apeó del vehículo de transporte blindado. Era un tipo corpulento, con una melena larga y desaliñada, y de mirada perdida y hueca. Caminaba con grilletes en las manos y los tobillos, como si fuera un tigre hambriento al que trasladan de zoológico, y con paso lento emprendió la marcha hacia el ferri mientras soportaba algún que otro golpe en los riñones por parte de los oficiales.

—¿Quién cojones es ese? —preguntó Roger.

—Es Kurt Straker —afirmó Brian—, un asesino en serie despiadado y sanguinario. Le acusan de más de cincuenta asesinatos.

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