Cristina

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La primera vez que la vi, paseaba cogida del brazo de mi señor. Me dirigía apresurado a las cocinas, cargando con un saco de habas a la espalda, y me los crucé. Su belleza era extraordinaria, y no pude disimular la mirada tan larga que le dediqué. Tenía el pelo largo y negro y unos ojos preciosos del mismo color. Advertí que Cristina me dirigió una mirada fugaz y una sonrisa que empezó esbozada a mi señor, pero terminó dedicada a mí. 

Después de ese encuentro, pregunté a otros sirvientes y averigüé, como sospechaba, que era una Esclava Real. Pasé el resto de aquel día tratando de saber por qué Su Majestad premiaba a mi señor, un conde gordo y poco importante, con los servicios de una de aquellas chicas de compañía, a las que escogían de entre las esclavas adolescentes más hermosas. Y al recordar aquel rostro perfecto de ojos penetrantes y el cuerpo al que se ceñía el precioso y carísimo vestido, sentí envidia hacia el inútil de mi señor. 

                                                                      * * * * * 

Los siguientes días pude verla todas las mañanas. Siempre iba sola, y las malas lenguas de las criadas, que le tenían una inquina incomprensible, difundían el rumor de que el conde ya no la quería en su palacio. Me cruzaba con ella mientras caminaba por los jardines, con el mismo vestido que valía un par de años de mi salario, y, salvo por mirarme un instante al pasar cerca de ella, nunca parecí llamarle la atención. Por eso, me asombré mucho cuando un criado me dijo que Cristina solicitaba mi presencia. Y también me extrañó el lugar de la cita. Me esperaba en el recinto cerrado, hecho construir por mi señor, donde los hijos del conde practicaban la lucha libre y la esgrima, pero que apenas utilizaban. 

Me la encontré sentada a la sombra, en un poyo que había detrás de las columnas que sujetaban el techo de la parte cubierta del patio. El suelo de la parte central, sin techar, estaba cubierto de tierra suelta. Lo atravesé a buen paso y me detuve frente a Cristina. Disfrutaba sólo con verla dirigir su rostro hacia mí, pero me dio rabia que una esclava tuviera mayor rango que yo, aunque se tratara de una de las más apreciadas del país, propiedad exclusiva del Rey. También me disgustaba estar a punto de comprobar que sería una mujer arrogante y creída. Oculté todos esos pensamientos cuando le hice una reverencia y le dije: 

—Me ha mandado llamar vuestra merced. 

Cristina se levantó, me miró con aquellos ojos divinos y, en aquel instante, me di cuenta de lo alta que era. Debía de medir seis pies por lo menos; apenas le sacaba un dedo. Tras sonreír, habló con una voz cálida, libre de afectación: 

—Sí. Os agradezco que hayáis venido. Y tratadme de vos, que no soy más que una esclava. —Calló unos instantes y añadió—: me gustaría pediros un favor. 

Asentí para invitarla a hablar, y dijo: 

—Querría que me ayudarais a practicar la lucha. Se lo pedí a varias criadas, pero ninguna quiso y... bueno, pensé que como vos sois alto y fuerte y, cuando me miráis, lo hacéis con cortesía, no os negaríais a ayudarme. Sabed que vuestro señor conde os da permiso para faltar a vuestro trabajo si estáis practicando conmigo. 

La miré estupefacto, aunque no tuve tiempo de formular ninguna pregunta porque Cristina se adelantó. 

—A las Esclavas Reales se nos enseña a luchar por dos motivos: para que nos sepamos defender de los nobles que quieran abusar de nosotras y porque a algunos hombres les excita más ver a dos mujeres pelear que tenerlas acariciándoles en el lecho. Sólo necesito a alguien con quien entrenar. 

Me hallaba en un aprieto. Ni quería pegarle a aquella mujer ni me atrevía a negarme, así que repuse: 

—No me importaría ayudaros, señora Cristina, pero no he luchado en mi vida. 

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⏰ Última actualización: Sep 23, 2013 ⏰

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