Rubí

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Rubí

Apenas tendría diez años pero algo en sus ojos, dorados como el ámbar, indicaba que ya no era un niño. Los reflejos de bronce de su piel ocultaban el blanco apagado de las cicatrices y el púrpura de los cardenales; heridas antiguas y recientes. Su pelo, rojo escarlata como la llama viva, caía mal atado en una cola por sus hombros y se desgreñaba por su cara ocultándole el rostro. Su sencillo uniforme de criado doméstico estaba teñido de polvo y porquería. El pardo de la mugre del camino y el hollín de los tubos de escape disimulaban otras manchas, casi negras, con los inconfundibles tonos carmesíes de la sangre coagulada.

El muchacho abrazaba con fuerza un hatillo de tela, con tal determinación, que si algún ladrón hubiera intentado robárselo se habría llevado también sus brazos. Caminaba deprisa, intentando no tropezar entre los transeúntes que abarrotaban la calle principal y que se giraban al verlo pasar, murmurando entre ellos porque, si no le hubieran visto, habrían jurado que no existía un niño vincio.

***

—¡Nos va a vender! —exclamó Suke, llevándose las manos a la cabeza, mientras caminaba en círculos por la pequeña habitación en la que les habían encerrado.

—Bueno —dijo Katón, bailoteando sobre la cama—, míralo por el lado bueno: ya no tendremos que aguantar al imbécil del amo Kaisa. Solo un completo idiota se arruinaría por apostar en peleas de mujeres.

Suke se detuvo y miró por la ventana, apenas podía ver un cachito del azul del cielo desde el minúsculo tragaluz que mal iluminaba la estancia.

No era la primera vez que le asaltaba la idea de fugarse.

—Antaño dominábamos el mundo —suspiró Suke, recordando las historias que una vez le explicara el que consideró su padre. En un gesto inconsciente, se llevó una mano al aro de metal que rodeaba su cuello, el collar que le recordaba que era un esclavo.

La mayoría de vincios como él apenas tenían voluntad. Desde el momento en que el Invocador vinculaba la energía elemental a su alma, su cuerpo se transformaba y recibían el collar del alquimista; el símbolo de la obediencia.

«Tanto poder no puede quedar sin control», decía los Invocadores excusando así la esclavitud a la que estaban destinados los supuestos elegidos y recordaba a quién quisiera escucharle que los vincios habían aterrorizado el mundo antes de que aparecieran los anuladores de voluntad. «Es un mal necesario», decían con fingida pesadumbre.

Los que eran de fuego, como Suke, a menudo acababan como soldados, utilizados en guerras que no les incumbían por el puñado de monedas que ganaba su amo. Todos los vincios eran muy poderosos, pero los de fuego tenían tal poder destructivo que raro era el que no acababa siendo utilizado con fines bélicos. Su tremendo potencial, y la ausencia del propio albedrío que les brindaba el anulador de voluntad los convertían en armas casi perfectas.

Pero él no era un soldado.

Todavía no era suficientemente poderoso para ser útil en la guerra. Después de todo, era tan pequeño que era incapaz de recordar el momento del vínculo. Por lo que a él se refería, siempre había sido así. Pero sí recordaba el día que le habían puesto el collar con tan solo cuatro años, y lo mucho que lloró cuando sucedió por primera vez.

Poco después, había aparecido Katón. La llamita se había identificado como la fuerza elemental que vivía en su corazón y se había convertido en el único amigo que nunca había tenido. En ese momento, la pequeña llama anaranjada bailoteaba encima de la cama sin chamuscarla lo más mínimo.

Hasta ahora, habían trabajado en una acería que fabricaban engranajes, motores y piezas de precisión. En un sitio así, alguien como él resultaba muy útil. El trabajo era duro y apenas tenía tiempo para descansar; la comida era repugnante y escasa, y solían olvidarse de darle agua. Se trataba de un negocio próspero, pero la mala gestión y los numerosos vicios del amo Kaisa habían hecho que acumulara demasiadas deudas que habían llevado a la bancarrota la empresa familiar. Kaisa se había visto obligado a vender cada una de sus posesiones y ahora se deshacía de Suke, como se había deshecho antes de las máquinas, herramientas y artefactos de la acería.

RubíWhere stories live. Discover now