La CeniZienta

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La muchacha supo por la expresión que puso su padre que el momento que tanto temía por fin había llegado. El Hombre, luego de ver a su amada exhalar el último suspiro, se llevó una mano a la boca y se la apretó con fuerza con tal de contener el suplicio que acababa de restallar en su interior.

Su hija preguntó algo, él no pudo responderle, y no solo por la congoja de la situación, pues si le decía que su madre acababa de morir no sería capaz de explicarle la razón por la que la misma, quizá unos minutos después, resucitaría convertida en algo maligno.

Se dirigió hacia la cocina a por la hachuela que la criada usaba para decapitar a las aves de corral. En el camino recordó lo que le había dicho el demonio al momento de hacer el Trato: «Algún día, el que menos te lo esperes, se te cobrará con la persona que más quieres. Pero volverá... será la única oportunidad que tendrás para cancelar esto. Si en ese momento deseas conservar tu fortuna, déjala tal cual... pero cuídate de sus dientes. Y si ya no la quieres, pues mátala una vez más... si puedes».

Sabía que las palabras de aquel oriundo del Infierno no guardaban ningún enigma a pesar de que le habían sonado como la canción de un trovador sin talento. También tenía en cuenta lo que le había dicho la vieja bruja de su tía abuela al momento de negarle el pergamino que contenía el conjuro, el cual él más tarde se robó. Ella le aseguró que las condiciones para mantener la riqueza con aquel hechizo eran muy difíciles de cumplir; requerían de extremo cuidado y frialdad, cosas que él sería incapaz de manejar. También le dijo que en las historias que se contaban entre brujas, de generación en generación, se sabía que muy pocos habían sido capaces de sobrellevar la responsabilidad de no cerrar el Trato, y que los que habían fallado eran responsables de la extinción de reinos completos. 

Qué tonto había sido al pensar que el sudor inglés lo mataría antes, que con la fortuna que obtendría mediante el Trato podría asegurar el futuro de su familia y que ya estando muerto ni el mismísimo Lucifer podría cobrarle con algo más que su alma. Lo cierto fue que al día siguiente de haber hecho la invocación despertó sin dolores, sin fiebre, sin náuseas, sin ansiedad y especialmente sin aquella sudoración que lo había estado atormentando por varios días. De pronto, estaba más sano que un buey. Luego vino el dinero: apareció en herencias de parientes lejanos y desconocidos, en favores, en cajones de muebles viejos, en los bolsillos de sus ropas y hasta en premios de rifas. Tanta salud y tanta fortuna lo hicieron olvidarse de la deuda que luego tendría que pagar con creces.

En un día cualquiera el sudor inglés que una vez lo atormentó pareció transferirse a su amada; nada podía ser más raro pues era una enfermedad propia de los varones. El dolor que le provocaba verla empapada día y noche padeciendo de aquellas tremendas arcadas, que la hacían vomitar chorros de una especie de sangre turbia, era indecible.

Ahora se encontraba ahí, armado, esperando que se cumpliera el vaticinio del demonio, dispuesto a cancelar el Trato antes de que algo peor pudiera suceder. Su hija lo observaba llena de tristeza y confusión, no entendía la razón por la cual su padre se había quedado sentado junto al lecho de su progenitora, recién fallecida, apretando fuertemente aquella herramienta con la mano derecha.

Súbitamente, la mujer en la cama comenzó a sacudirse en horribles espasmos. Eran los efectos de una miasma infernal entrando violentamente en su cuerpo a través de los poros. El Hombre se puso de pie con el corazón palpitándole a mil y a gritos le ordenó a su hija que se alejara corriendo a resguardarse. La muchacha estaba tan asustada que se quedó inmóvil. Bastaron unos segundos para que el padre se quedara igual de pasmado al ver a su amada ponerse de pie sin indicios de humanidad en su mirada.

La resucitada emitió un gruñido gutural y embistió al Hombre. Ambos terminaron luchando en el suelo. La atacante se aferraba a su víctima clavándole las uñas en los hombros y lanzándole dentelladas que él evitaba empujándola del cuello con el mango de la hachuela. La muchacha gritó de pavor renegando las acciones de lo que ya no era su madre. La endemoniada, al escuchar aquella voz inocente, perdió el interés en su esposo y se lanzó sobre su hija; logró cogerla de las piernas lo suficiente para atestarle un par de mordidas con las que le arrancó pedazos de carne que luego tragó sin apenas masticar. La pobre chica gritaba de dolor mientras su padre, gritando aún más fuerte de la cólera, lanzaba golpes con la hachuela sobre aquella bestia. Finalmente, logró clavar la hoja de su arma en la cabeza del monstruo, terminando así con uno de los muchos horrores que vendrían.

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