Prólogo

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Abrí los ojos. Estaba en el centro de una ciudad, lejos de mi casa, de mi pueblo y cualquier sitio que conociese. Si me hubiesen pedido que me situase en un mapa, no habría acertado ni el continente. La urbe estaba llena de rascacielos de vidrio negro, que alcanzaban las nubes suspendidas en un extraño aire verde amarillento. Hacía mucho viento a tanta altura, si la barandilla no me hubiese frenado seguramente habría caído de aquella altísima azotea. Pasé minutos observando todo con detalle antes de decidir bajar a la primera planta.

El ascensor me llevó hasta una gran entrada, que estaba completamente vacía, y de donde parecía que todos hubiesen desaparecido de golpe. Había sillas vacías, papeles y bolígrafos por el suelo... Los sofás aún tenían señales de que alguien se había sentado y el ordenador de recepción todavía estaba encendido. Todo me pareció muy raro, algo no iba bien en ese sitio, pero no pude saber qué era.

La puerta giratoria, que tuve que empujar, me llevó al exterior. Tampoco había nadie, un desierto teñido de la claustrofobia que provocaban los enormes edificios. Todo era muy tranquilo hasta que puse un pie fuera de la acera, el suelo comenzó a temblar. No pude averiguar de donde venía tanto ruido, pero era tan intenso que hacía vibrar el suelo.

Cuando lo descubrí, ya era demasiado tarde. Todos esos pasos parecían el redoble de mil tambores y se acercaban a mí por los dos extremos de la avenida. Eran producidos por mareas de hombres y mujeres con traje que, antes de que me pudiese dar cuenta, empezaron a arrastrarme y a golpearme con sus maletines, sus bolsas y sus carpetas. A pesar de tener forma humana, parecían faltos de vida. Su rostro gris y la continuidad de sus movimientos les daban un aspecto siniestro. Como la mayoría eran adultos, medían medio metro más que yo y no se daban cuenta de mi existencia. Toda la ciudad se había llenado de esa especie de clones con prisa y yo estaba en el epicentro. No tardé en hartarme de tanto movimiento y de los pisotones, era realmente agobiante.

De golpe vislumbré la silueta de alguien muy diferente a ellos. Una chica que, entre tantos autómatas, pasaba ligera como el aire y brillaba con luz propia. No sé por qué, pero, sin pensarlo, empecé a correr tras su melena rojiza. La gente no me dejaba avanzar fácilmente, cada paso que ganaba era un auténtico logro. Ella seguía andando sin girarse, pero nunca llegué a perderla de vista. En un último esfuerzo conseguí acercarme, pero entonces los oficinistas me apretaron aún más. Entre ellos, pude alargar mi brazo y, finalmente, alcancé su espalda con la yema de los dedos.

Todo cambió en escasos segundos. La gente gris se fue haciendo transparente, hasta desaparecer, y solo quedamos la chica y yo en toda la ciudad. Ella se giró sorprendida, pero después del susto pareció reconocerme. Sonrió de oreja a oreja y me dio un fuerte abrazo. Mis brazos no correspondieron el apretón y quedaron tendidos, sus preciosos ojos azul cielo habían causado un colapso en mis sentidos. Apenas pude oír las primeras palabras que me dijo.

-¡Por fin nos encontramos! Me moría de ganas de verte, soy Elisa.

Seguí sin decir nada. Cuando mi cuello pudo responder, mi mirada pasó a fijarse en el colgante que llevaba la chica, tenía algo que me atraía.

-A ver si encuentras ya el tuyo -dijo al ver que observaba el collar-, todos te están esperando.

Me dio un suave beso en la mejilla, sonrió de nuevo y se fue.

Cuando desperté no podía sacarme su mirada de la cabeza. Durante los días siguientes, Elisa se apoderó de mis pensamientos. Jamás olvidaré aquel sueño mientras viva.

-Aquella fue la primera vez que la vi, pero no la última. -concluí.

-Uf, me parece increíble... ¿Pero todo esto lo soñaste con siete años?

-Sí, y durante estos ocho siguientes no he olvidado ningún detalle.

-Mira, mañana me lo sigues contando, que por lo que me has dicho va para largo. Además, que ya es demasiado tarde.

-Sí, sí, ten paciencia, que esto solo es el principio. Ese sueño dio para mucho.

-¡Buenas noches, Pau!

-Descansa, Berta. -dije antes de colgar el teléfono.

Es curioso como unas cosas llevan a otras. No sabía cómo había surgido el tema de Elisa pero, a consecuencia de estar hablando esa noche con Berta, estaba a punto de enterarse de mi mayor secreto. Me odiaba a mí mismo por haber guardado todo aquello en un cajón dentro de mi cerebro, pero, gracias a que lo había vuelto a abrir, volví a soñar después de mucho tiempo. 

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