Exilio

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Globalización, ¿qué significa esa palabra? Para muchos significa hermandad con otros hombres de distinta raza y cultura, el fin de las guerras. Para otros significa un mercado único a nivel mundial. Para otros, la grandeza de los hombres. Para mí solo representa lo peor de la humanidad. Puede que suene raro a sus oídos, pero escuchen aquello que he de decirles antes de irme.

 Siglos han pasado desde que los hombres empezaron a unir sus países en grandes comunidades, tras la caída de aquello a lo que los antiguos llamaron la URSS llegó la Unión Europea, que acabó por estar compuesta por todos y cada uno de los países que formaban la antigua Europa. Más tarde creció, incluyendo los países asiáticos, formando el Bloque Centro-Oriental, dejando a los Estados Unidos solos hasta que se unieron a los países de América del Sur y Canadá. Bueno, supongo que lo saben, después África se unió al bloque Centro-Oriental, así como Australia, y tras una guerra comercial entre los dos bloques se formó el Bloque Unificado Global. 

Aquí empieza mi historia.

 Tras dos siglos de unificación mundial, nuestra tecnología es comparable a la que atribuían nuestros antiguos a los no-terrícolas. Las telecomunicaciones permiten hablar con cualquier lugar del Sistema en tiempo real, y todo el mundo está interconectado a la Red de Información Terrestre gracias a los transmisores que desde pequeños se implantan a los bebés en los lóbulos de las orejas. No existe el delito, el Sistema de Justicia Global espía regularmente a los hombres a través de estos transmisores. Aquel que comete un homicidio no puede esconderse en ningún lugar del universo colonizado. No existen los fraudes, ya que son descubiertos a las pocas horas, y las rebeliones son aplacadas poco después de que surja la idea de formar una. Ésta es la causa de mi desdicha, hace tiempo el mundo me conocía por ayudar a paliar plagas y enfermedades que nos llegaban desde los planetas que explorábamos en busca de un lugar habitable que colonizar. 

Era un gran científico.

Pero los errores se pagan, y yo lo pagué con la pena máxima. Trabajaba en la desaparecida estación orbital que se encontraba entre Saturno y Júpiter. Tenía cabida para treinta millones de personas. En ella se habían aplicado todos los avances científicos y tecnológicos conocidos hasta la época. La estación se había construido por piezas en el cinturón orbital lunar y fueron remolcadas por las naves de carga Hiperión hasta una órbita intermedia entre los dos planetas. Se tardaron tres años en unir las gigantescas piezas que formaban la estación. Era esférica, con gravedad artificial generada, en parte gracias a la rotación, en parte gracias a los generadores de gravedad que acabábamos de descubrir. Era como un pequeño planeta, sólo que vivíamos en su interior. 

Tras el envío de la misión de reconocimiento Ganímedes-Alpha a la luna IO, la expedición presentó síntomas de enfermedad. Fueron aislados en el laboratorio, sin embargo, los estudios demostraron que la enfermedad remitía al ser el afectado expuesto a una atmósfera con alto contenido en Helio. Por tanto, aislamos a los enfermos en una sala presurizada y los expusimos durante dos días a una atmósfera de gas exótico.

La enfermedad desapareció y, por supuesto, tras tres días en observación, los enfermos fueron dados de alta. Ése fue mi error. La enfermedad no desapareció, pasó a un estado aletargado. Tras diez días se había propagado por todos los rincones de la estación. 

A los quince días todos y cada uno de los habitantes empezaron a sufrir síntomas de envejecimiento precoz acelerado. Solo teníamos dos días para encontrar un remedio efectivo. Aquellos a los que se estudió estaban bien de salud, sólo que su reloj biológico se había acelerado. No existía virus ni bacteria que fuese el causante del envejecimiento. Aquello que vino de la luna desconocida ya formaba parte de nosotros. 

En los dos días siguientes murieron más veintinueve millones de personas en toda la base, todos por su avanzada edad. Sólo unos pocos miles sobrevivimos al haber generado una defensa natural. Cuando la expedición de rescate llegó a la estación fui llevado en presencia de los dirigentes del Sistema de Justicia, los veinte hombre más sabios, venerables y justos que viven en la actualidad. Todo un honor, si se me permite decir, ya que a poca gente se les lleva ante su presencia,  ya que casi todo el mundo es juzgado a través de las ondas de la Red de Información.

Durante el juicio se interrumpieron las comunicaciones en todo el Sistema. En la Red Solo había un mensaje: Todo el mundo me conocía y me reconocía, aunque ahora, a pesar de tener cuarenta y cinco años aparentaba ser un hombre de setenta. Se me condenó al aislamiento total: Todo aquel que se acercase a mí fuese por el motivo que fuese, sería ejecutado. Se me permitía ir de un lado a otro, nadie se metería conmigo, pero si infringía las leyes me esperaba la tortura, ni siquiera me internarían en la cárcel, allí llevaría una vida mejor de la que llevaba en la calle; tenía que ganarme la comida robando todo lo que podía de los contenedores de reciclaje. Estuve así dos años. 

Hace dos semanas, cuando caminaba por la avenida central la ciudad, vi como por accidente un niño se cayó desde el balcón de un edifico. Intenté acercarme al lugar de la caída, pero estaba débil, con lo poco que consigo comer apenas puedo mantenerme en pie. Por suerte, el niño me cayó encima, no le pasó nada, y yo sólo me hice unas magulladuras. El niño se levantó y me preguntó si estaba bien. Poco después apareció la madre por la puerta del edificio y me dio las gracias; ninguno de los dos me había reconocido. 

A los pocos segundos los dos cayeron fulminados sobre el asfalto por los rifles de dos agentes de Seguridad.

Puedo cargar con veintinueve millones de muertes por un fallo en un aparato y hacerme responsable de no haber sido capaz de identificar los signos de la enfermedad, pero no puedo cargar con la muerte de un niño y su madre sólo porque fui yo quien les ayudó. Espero que encuentren este mensaje perdido en la Red después de que me haya quedado, aquí, en un callejón, inmóvil, sin comer, pasando mis últimos días como un viejo mendigo condenado a un exilio entre la multitud. 

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