Séptima Sinfonía

By Gabrielaeolmedo

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By Gabrielaeolmedo

El encanto cautivador de aquella muchacha que no parecía ser mayor a veinte años hipnotizó a Claude.
El mundo del Conde se paralizó en un parpadeo, sus sentidos se habían concentrado uno por uno en ella. En sus largos cabellos castaños, en su piel blanca que dejaba denotar las ojeras bajo la luminosidad de los iris verdes; sin embargo, el cansancio se ausentaba.

En ese momento, la única belleza que había conocido poseía el nombre de Caterina, se desvaneció como pintura en el tiempo. Ya no valía la pena ni recordarla. Pensó que no pudo haber sido más estúpido por perder el tiempo en una mariposa opaca, cuando otra llena de vida y colores arcoiris revoloteaba sobre su cabeza; a metros arriba suyo, pero allí estaba.

Una magnífica mariposa.

—¡Hija mía! —exclamó la mujer con inmensa alegría.

La muchacha abrazó cálidamente a su madre, y luego a su padre. Éste último besó su frente a modo de agradecer por el regreso.

—Padre, pude conseguir lo que me faltaba, además del pan por supuesto —comentó en voz baja, como si no quisiera ser oída por los escasos presentes.

—Oh, hija mía, me alegra que pudieras conseguirlo —felicitó él esbozando una gran sonrisa.

—¿Qué pasó aquí? Pude oír el alboroto hasta la vivienda del panadero.

—Una señora quiso faltarnos el respeto —comentó la madre—. Intentó humillados junto a otras, pero... de no ser por el amable Conde...

Que pronunciaran su título sacó al hombre de los pensamientos más profundos, inspirados por la muchacha.
Hizo sonar levemente la garganta, adoptó una pose sublime y casi reverencial ante aquella familia.

—Conde Charles Claude, para servirle, oh estimada... —se presentaba mientras tomaba su delicada mano.

Mas esa presentación no concluyó. Le quitó la mano de entre las suyas.
Charles alzó la mirada hacia ella. No mostraba signo alguno de interés, o agradecimiento, o parecido; todo lo contrario, endureció sin motivo aparente.
El matrimonio, y los presentes ahogaron un gritito de asombro ante el rechazo.

La madre posó las arrugadas manos en los hombros de su hija.

—Hija...

—Es usted el conde de Black Arrowers —mencionó fría—. ¿Estoy en lo correcto? —Charles confirmó asintiendo con la cabeza—. Entiendo. ¿Qué pedirá a cambio de la ayuda que dio a mis padres? Porque nadie ayuda a una pareja de ancianos por placer, señor.

Louise abrió bien sus ojos, dirigiéndolos hacia su señor. Las señoras no lo resistieron y cuchicheaban entre ellas, mezcladas entre asombro y desaprobación.
Los padres palidecieron, mirando con temor al Conde.

Sir Claude, en cambio, permaneció en la más absoluta calma a pesar del agresivo comentario. De hecho, que la joven reaccionara de esa manera contra él le resultaba divertido.
Tener un título nobiliario no lo hacía diferente a cualquier otro humano.

Si a un rey se le quita la corona, será tan hombre humano como un panadero o pordiosero.

Dejó escapar una tenue risita.
Y delineó una delicada sonrisa para ella.

—¿Es su pensamiento el creer que un hombre al ayudar, lo hace por una recompensa? —preguntó.

—No se responde a una pregunta con otra. Siendo usted un conde, debería saberlo.

—Mi título no me exenta de ser como cualquier otro mortal en la tierra. Puedo equivocarme a propósito, dama encantadora.

—Mi nombre es Emma, no "Dama encantadora".

—Pido su perdón. Es que cuando iba a preguntárselo usted indagó.

—Ahora lo sabe. Pero yo sigo sin saber qué pide a cambio.

—Nada. No quiero nada, Emma.

—Bien. Entonces puede marcharse. Yo me ocuparé de todo ahora que volví. —Dejó el pan y una bolsa pequeña sobre la mesa. Louise abandonó su labor para dejarle lugar. Corrió al lado de su señor. Emma miró a las mujeres que esperaban—. Pido disculpas por las demoras, y las invito humildemente a mantener el orden en tanto tomo sus encargues, por favor.

Y así fue.
Ellas mantuvieron la misma calma de hacía rato.

Sir Claude no se alejó ni un solo paso de donde se encontraban. Observó minuciosamente cada detalle en Emma; sus manos, uñas, pestañas. Sus labios rosa, el vestido que traía puesto, el gastado calzado que cubría cada pie.
De su fina cintura colgaba una esfera de tela negra, rellena de alguna clase de algodón, rodeada de alfileres, hilos y agujas. Del delicado cuello de la joven pendía un collar cuya piedra amatista a modo de dije brillaba cuando se movía para tomar medidas.
Las clavículas de Emma se marcaban en particular, no así las muñecas, pero sí un poco los pómulos. No fue sino hasta que miró mejor las manos que notó algunas cicatrices, unas más graves que otras.

Ante sus ojos zafiro no perdían belleza.

Y el horario de almuerzo los alcanzó, mas el Conde y su compañía no abandonaron el sitio hasta que quedó vacío.
Emma y sus padres no los percibieron sino hasta después de entrar las cosas a la casa.

—¿No le dije que se marchara? —esperó Emma con clara molestia.

—Lo hizo, por supuesto.

—Hágalo. Ya no tiene más que hacer.

—Ahora que se han ido todos, desde luego —sonrió—. Necesitaba asegurarme que esas "señoras" no le faltara el respeto a su familia de nuevo.

—¡No necesito de nadie que proteja a mi familia! ¡Mucho menos de un maldito conde! —estalló sin previo aviso—. Nunca le ha importado nadie. No ha visto por absolutamente nadie. Todos aquí nos valemos por nuestra cuenta.

—¡Señorita no sea insolen...! —exclamó una de las acompañantes del Conde hasta que el mismo la interrumpió alzando una mano.

—Esta villa tuvo que rebuscársela para subsistir después de que usted desapareciera —prosiguió—. Nadie que esté por encima de nosotros vino a velar por ninguno... Ni siquiera por los niños. A usted no le debo gratitud por ayudar a mis padres, ni por esto que hizo ahora.

—¿Por eso me preguntó qué quería a cambio?

—Exacto. Ustedes, la aristocracia, solo aparece cuando precisan de algo.

—Yo no soy así. De hecho, la razón por la que desaparecí fue...

—¿Quién pone por sobre su legado a una mujer? —cortó.

Emma y Charles guardaron silencio.
El Conde no tenía respuesta justa para su reclamo, porque había razón de sobra en ello.

Durante el tiempo que permaneció en su suerte de penitencia, no vio por más nadie que por su propia persona. No miraba más allá de la miseria que Caterina le dejó como obsequio.
Había pensado tanto en la deshonra que cargaría de ahí en adelante, que no tuvo sitio en su cabeza para pensar en nada más. Dejó que la tristeza lo consumiera temporalmente.
Horas y días invertidos en formas de suicidio para aplacar tanto dolor... Horas y días que pudo utilizar para velar por las penas de quienes tenía debajo.

Se empezó a odiar desde ese instante.

Sobreestimar a una mortal por sobre el bienestar de su gente era imperdonable.
El amor de una mujer se consideraba algo temporal en comparación con el amor de un pueblo, pues este se transmitiría de una generación a otra y quedaría en la altísima inmortalidad de la historia inglesa.
A ella se le olvidaría en el siguiente matrimonio en caso de enviudar.

Con mucha suerte, viviría en la memoria de sus hijos.
Si llegaba a tenerlos en primer lugar.

—Eso mismo pensé —suspiró Emma—. Solo usted en toda la tierra de Inglaterra ha hecho eso. Vuelva a su mansión, siga encerrado como lo ha hecho todos estos años; como verá, ya no lo necesitamos.

—¡Emma ya basta! —retó el padre—. ¡El Conde ha pasado por muchas penurias y solo Dios es digno de juzgar sus actos! Por encima de su dolor, él aceptó amable y desinteresadamente ayudarnos con un problema. El Conde es humano, igual que tú. Puede equivocarse. —El hombre dedicó atención al noble—. Sir Claude...

—No se preocupe, buen señor. —Tragó saliva con dificultad. Herido en su orgullo quizás—. Al contrario... Soy yo quien debe disculparse con usted y... Paradise Hill. Haré lo posible para ayudarles en todo.

Miró a Emma con ojos húmedos.
La frialdad de la joven no tenía comparación con nada que él conociera.

—Tiene mi palabra de que... estaré presente de ahora en más. Júzgueme usted, yo le concedo la autoridad para hacerlo.

—No necesito su permiso. Ya lo hice: usted es y será egoísta.

Ni siquiera se despidió. Giró en sí e ingresó a la vivienda.
Ignorando los sentimientos encontrados del Conde, y lo que desencadenaría esas palabras.

El regreso al hogar real resultó un velorio: silencio sepulcral. Digno de un entierro.

No importaba cuántas palabras de calma le brindaran sus sirvientas, ninguna era suficiente para apagar la llama encendida por Emma.
Ardía, lo calcinaba y amenazaba con terminar de matarlo.
¿Cómo era posible que cara tan bella fuera capaz de escupir tanta furia?

«Salí de un infierno —pensaba—, no planeo entrar en otro. Debo redimirme... Debo hacerlo o seré condenado en mi inmortalidad».

No quiso hablar con nadie.
Permaneció en su recámara, pensando en Emma. Convenciéndose de que lo dicho se debía a un enojo en el que nada tenía que ver.
Trataba de hacerse la idea de que quizás tuvo un muy mal día, que no le fue fácil conseguir lo que le faltaba para su trabajo. Pensó en que quizás el enojo vino por la irrespetuosidad de las nobles.
Buscó excusas hasta por debajo de la alfombra. Ninguna sirvió para calmar el león que caminaba de un lado al otro en su cabeza. Rugía, rugía enojado.

Tan preocupado estaba por las palabras de Emma, que no se dio cuenta de las horas y la presencia de la noche en su ventana. Sentado en la cama, seguía pensando en todo menos en el tiempo.
No lo notó hasta que las velas se encendieron e invadieron el lugar. Parpadeó para adaptarse a la repentina luz.

—No tengo tiempo para comer —le dijo a Louise cuando quiso dejarle la bandeja con su respectivo plato, comida y copa con vino—. Llévatelo de aquí.

—Mi buen señor, ¿sigue pensando en lo que dijo esa joven desagradecida? —Sin respuesta de su parte, continuó—. Señor, no se haga mala sangre por tal individuo. Puede preguntarle a cualquiera en Paradise Hill y le dirá que está resentida con los hombres. Incluso los de buena fe.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Las señoras lo hablaban con tan poco disimulo que hasta yo las escuché.

—Si es cierto, ¿por qué me trató de tal forma a pesar de ser desinteresado?

—Un marqués la dejó plantada en el altar, buen señor. La deshonró y luego la dejó en el altar, sola, esperándolo.

—¡Pero yo no soy ese marqués! ¡Soy un conde honrado y de buena fe! ¡Su enojo hacia mí o cualquier hombre es injustificado! Yo no la hice sufrir.

Louise quiso contener una risita, mas le fue imposible. Terminó ganándose la completa curiosidad del hombre.
Dándose cuenta de ello, terminó por no insistir en la comida y levantó lo que trajo.

—Si mi señor no va a comer, me retiro.

—¿De qué te reías, Louise?

—No hace mucho, un conde pensaba que todas las mujeres eran seres terribles. La señorita Emma me recordó a ese conde... Le pido perdón por mi atrevimiento.

Charles se sorprendió, y sintió nostalgia, pena de él mismo.

—Si no te han herido, jamás sabrás lo que duele tratar de curarse solo.

—Usted nunca lo estuvo. Nos tenía a todos nosotros.

—No son más que empleados, Louise. Ustedes deben estar; de lo contrario, muerto no les pagaré.

Ella se alejó de él, abrió la puerta y salió.
Antes de cerrar, preguntó:

—Y cuando cortábamos la soga para que no muriera, ¿qué éramos?

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