La Guerra del Corazón Astilla...

By EugenioTena

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Una jovencita, la última de su raza, una espada que bebe las almas de sus enemigos y un clérigo en busca de r... More

I. Los Niños de Erheä.
II. Islas.
IV. El Ojo de la Gorgona
V. El Clérigo de Cilión.
VI. La Bebedora de Almas.
VII. La Vestal de Lunulaë.
VIII. El Sueño de Lorindol.
IX. El Crestemplos.
X. Bienvenido a Ciudad Gruta
XI. A Orillas del Río.
XII. El Cónclave de Lunulaë.
XIII. La Prueba del Acantilado.
XIV. Rhaine, la cazadora de la Luna Escarlata.
XV. La Ciudad de la Cobra Real.
XVI. El Sable Celeste
XVII. Escaramuza en la Montaña.
XVIII. Scriptórum y muerte.
XIX. Pacto de Sangre.
XX. La Undécima Legión.
XXI. Expiación.
XXII. Kórceres señor de las profundidades.
XXIII. El Sable Celeste. Parte 2.
XXIV. Terkhefal.
XXV. Ikyios.
XXVI. Cisma en la Orden
XXVII. El Sable Celeste 3a. Parte.

III. La Gran Cadena

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By EugenioTena

III. La Gran Cadena.

-Id al encuentro de su destino, hijos míos. Ese que nos tiene deparado Cilión, glorioso creador, todopoderoso señor de la creación. Sabed que su luz os acompaña, que ilumina vuestro camino. Sabed que el Reino de Queletia y las naciones álfaras, representan esa luz, el orden, la razón y todo lo que es correcto en este mundo. Recordad que todo lo que amamos y consideramos valioso, que todo lo maravilloso y bello está en peligro, junto con la civilización y la cultura de Taressia.

Discurso de despedida de Silomias, Patriarca Mayor de la Casa de Cilión, al ejército que parte hacia el frente. (Torek 457, imiqh 3228 de la 4ª era de C)

Torek 457 de la Luna de Imiqh de 3228, año de Cilión, nuestro señor.

Querida Carnil, el día está por concluir. El sol, ese disco lumínico al que bautizamos como Helios y que los humanos han adoptado como su deidad traza sus últimas pinceladas sobre el gran lienzo celeste.

Siento como si muchos días hubiesen transcurrido a pesar de que, en realidad, apenas nos despedimos.

Aprovecho para escribir ahora que hemos terminado de montar nuestro campamento y tengo un momento de sosiego.

Miro a mi diestra la colina atiborrada de tiendas, estandartes y lanzas, luego a la ciudad, por encima de las cascadas celestes, bañándolo todo con sus ribetes en plata y blanco e inmediatamente echo de menos tu voz, ambiciono perderme en el olivo de tu mirada y compartir contigo este sentimiento de euforia que seguramente no me dejará dormir tranquilo.

Recurro así a este diario, tu hermoso regalo, cuyas páginas espero atiborrar de anécdotas y acontecimientos, hasta llenarlo y enviártelo y así recibir a la vuelta tus escritos, tus aventuras y logros, seguir así unidos a través del papel, hasta que los dioses nos coloquen de nuevo sobre el mismo camino.

Un diario. ¡Qué hermosa idea!, me maravilla aún qué la hayas reservado para la despedida, como una sorpresa final. Casi puedo escuchar tus palabras, llevar cada quien un diario, para mantenernos a salvo del tiempo, para estar juntos a pesar de la distancia, dialogando y pensando el uno en el otro, en esta nueva aventura que nos ha deparado Cilión.

He de confesar amada Carnil, que no fue sencilla la despedida, que sentí mi corazón desmoronarse al verte romper en llanto. En el momento en que me imploraste, con lágrimas en los ojos, que me quedara estuve a punto de doblégame, de renunciar a mis votos, al destino que me han señalado los dioses y quedarme a tu lado.

Ha sido muy duro despedirme de ti Carnil, pero sé que te llevo siempre, que tu cariño está ya tatuado en mi alma y nuestros destinos unidos de manera inquebrantable.

Ante tantos amigos que vinieron a despedirme me sentí realmente un favorito de Cilión, tanto que, en este momento, al escribirte y recordarlo, mi vista se anega, al saberme bendecido por tantas amistades. Esto último, te pido que no se lo vayas a contar a los chicos o jamás dejarán de burlarse de mí.

Me resulta curioso que los dioses hayan querido que nos despidiéramos precisamente en el puerto de Antómeles, a unos pasos de la plaza dedicada al estadista y filósofo, con sus calzadas de mármol claro, con sus frondosas terrazas, elevadas hasta el vértigo y sus cientos de próceres conservados en piedra y metal.

La providencia dictó que fuera cerca de esos jardines de primavera eterna, de terrazas concupiscentes, salpicados de lagos y arroyos en los que pasamos tantas tardes almorzando y bebiendo, donde nos dijéramos adiós.

¿No te pareció curioso que fuera precisamente allí?, yo creo que fue como si el destino y los dioses hubieran querido regalarnos un epílogo a ese caudal de días felices, días sin preocupación ni obligación salvo la de amarnos, pasear por la ciudad y disfrutar de los hermosos ciudadanos de Queletia haciendo sus vidas a nuestro alrededor.

Quiero pensar también que los dioses quisieron regalarme ese momento para tener presente todo eso que está en juego, lo que defendemos en esta guerra. No sé si escuchaste la liturgia, ojala que sí, puesto que las palabras de nuestro patriarca, al dirigirse al ejército que ahora me acompaña, a esos soldados, que serán mis compañeros y hermanos, también conmovieron a más de uno a mi alrededor.

A lo emotivo de la despedida, siguió un inicio de viaje que sólo puedo nombrar como majestuoso, con el descenso a través del Canal, el grandioso río vertical que une Queletia con Puerto Bristán y con todo el Continente de Taressia.

Pero me estoy adelantando, intentaré narrar todo con más detalle, porque creo que vale la pena que lo leas.

Jamás me he cansado de admirar los paisajes que ofrece nuestra ciudad, su arquitectura celestial, sus palacios y templos que en nada envidian a la morada de los dioses, con las cúspides de las montañas alrededor, acompañándonos, protegiéndonos. Esas cimas nevadas que resplandecen por la mañana, embelleciendo el majestuoso rumor de la metrópoli, son las mismas que permanecen tenuemente encendidas durante la noche por la gracia de Cilión.

Sé que cada edificio y cada calle de Queletia, por ser el corazón de las naciones álfaras, tiene una significación mística, que cada detalle, cada columna de cada uno de sus palacios corresponde a un orden superior, a una armonía dictada por los dioses para la ciudad de sus hijos predilectos. Y sin embargo nada dentro de Queletia me había preparado para el descenso hacia la tierra firme.

Una vez a me hube embarcado en el Esperanzia, ese híbrido entre barco y plataforma que nos llevaría al continente, noté como la mayoría de los soldados corrían a apostarse en los balcones, para apreciar el espectáculo del canal y sus corrientes. Sólo unos cuantos, que asumo, habían hecho el viaje en otras ocasiones, buscaron cobijo en el castillo principal, al centro de la embarcación.

La avidez de los jóvenes soldados me tomó por sorpresa y me fue imposible alcanzar un buen sitio para presenciar el descenso. Sin embargo, justo cuando me resignaba a buscar un asiento alejado de la cubierta, los dioses quisieron que tropezara con un oficial, quien, tras presentarse como Isurión, me invitó a unirme a un grupo de amigos que disfrutarían del paisaje desde una vista privilegiada.

Insistió tanto que acepté su ofrecimiento, no sin cierta renuencia. Nunca me han gustado los privilegios ni los secretos. Aún así lo seguí por cubierta hasta unas escaleras de caracol, a un costado del castillo principal del Esperanzia. Por ahí subimos hasta un alcázar muy amplio, con un mirador volado sobre la proa, que ofrecía la mejor de todas las vistas posibles, siendo la estructura más alta de toda la embarcación.

Sobre aquella especie de puente de mando se encontraba reunido un nutrido grupo de oficiales, soldados de alto rango, todos nobles de Queletia, también algunas mujeres de noble origen. Estoy seguro que mi padre conoce a más de uno de aquellos soldados y sin embargo a mí sus títulos y apellidos me sonaron siempre desconocidos.

Allí arriba todo estaba dispuesto como para un viaje de lujo. Había cómodas sillas, gradas acolchadas y hasta divanes, así como un par de largas mesas al centro, con cuencos repletos de frutas, pasteles y aves finamente preparadas. Las ánforas de vino eran más que suficientes para saciar varias veces la sed de todos los allí presentes.

Justo cuando comenzaba a emocionarme con aquel despliegue de lujos recordé que abajo se encontraba el grueso del ejército y que partíamos hacia la guerra y decidí no participar del festín, pero como no pensaba hacer de aguafiestas ante mi anfitrión, después de argumentar un leve mareo, me acomodé en una de las gradas y me dispuse a orar, en espera de la partida.

Al poco tiempo el agua comenzó a inundar la esclusa donde descansaba nuestro barco, que se elevó lentamente hasta alcanzar el borde del puerto circular que, como una línea dorada y curva, envuelve las orillas de nuestra ciudad, con sus presas y compuertas.

En cada uno de los muelles de aquél puerto había una embarcación, y pensé entonces en los cientos de historias, de partidas o arribos al corazón de los reinos álfaros. Fue entonces cuando un gemido hondo, como el lamento de un coloso herido, me sacó de mis reflexiones.

El formidable cuerno de bronce, un asta enrollada al frente del Esperanzia, anunció que estábamos listos para partir. A mi alrededor, el resto de los pasajeros aplaudieron emocionados.

La plataforma entera vaciló al llegar al borde de la exclusa, para después dar un salto al vacío, provocándome un leve vértigo. Casi de inmediato sentí el torrente de agua que subía al encuentro de la embarcación, atajándola suavemente, como si de un par de manos se tratase, iniciando el descenso gradual hacia el ojo azul, el Quelerendi, el Lago de las Ánimas Sagradas.

He llegado a aceptar los milagros de Cilión como algo natural y sin embargo al descender, al ser testigo del flujo de la cascada ascendente, puedo asegurar que Cilión, en toda su magnificencia, ha querido otorgarnos a los álfaros un soplo de su divinidad, para que lográsemos tantos prodigios.

Si de niño jamás tuve el menor deseo de abandonar Queletia, al temblar con la magnífica furia de la catarata, sentí que mi vida cobraba sentido, que recuperaba en cada empellón el tiempo perdido, lamentando así no haber realizado el viaje antes.

La plataforma tomó entonces una velocidad constante, como si atravesara un océano de aguas serenas, aunque con inclinar un poco la vista podía corroborar que en realidad caíamos de los cielos, de Queletia, la ciudad flotante, hacia el lago, en regia serenidad.

Poco después, mientras intentaba exprimir mi cabellera, empapada con la brisa del caudal, al levantar la vista, me encontré con la Gran Cadena, la gigantesca serpiente de eslabones metálicos anclados al fondo del lago, uniendo la ciudad de Queletia al continente, evitando que la capital vuele antojadizamente de un sitio a otro.

Te confieso Carnil que mi alma entera dio un vuelco. Aun sabiendo que la cadena siempre había estado ahí, que el trayecto era sumamente común, atravesado por cientos de marinos y mercaderes diariamente, mi corazón latió con toda su fuerza, en una exaltación que hasta ese momento desconocía. Aunque sabía que no estábamos en peligro, me costaba trabajo serenarme, asaltado por un extraño ímpetu, una euforia inexplicable al saberme descendiendo de los cielos hacia tierra firme.

Todo lo que amaba y conocía quedaba atrás y Taressia me iba mostrando, a cada instante, sus nuevos y maravillosos rostros.

La plataforma terminó por alejarse de la ciudad lo suficiente como para poder admirarla de cuerpo entero: Queletia es un gran trozo de roca, que flota en la mitad del cielo, una cabeza inmensa de piedra, de melena líquida se derrama hasta alcanzar la tierra.

Así pues, conforme el lago fue creciendo, aparecieron en sus orillas las poblaciones que lo rodean; nuestro destino, Puerto Bristán, también la ciudad de Embres, con sus cientos de templos aguijoneando al cielo y la isla de Antousa, con sus cosechas de flores, tan apreciadas en Queletia, al centro del lago, como un enorme trozo de ciudad hecha de arcoíris. Y a lo lejos otras tantas poblaciones, cuyos nombres jamás había escuchado, todas ciudades fieles a Queletia.

Nuestro aterrizaje en Bristán no tuvo mayores consecuencias, una embarcación más llegando a buen puerto, a la ciudad de las brisas eternas. Al sentir que flotábamos sobre las aguas del lago, decidí bajar a la cubierta principal, decidido a ser, ahora sí, de los primeros en tocar tierra firme, por primera vez en mi vida.

Al despedirme de Isurión, éste me presentó a un Tribuno de la Séptima Legión, llamado Oriel Berenio. ¿Qué tanto debo atribuir al destino y que tanto a los dioses? Resulta, querida Carnil, que Oriel es el mariscal al mando de uno de los regimientos de caballería, en la legión en la que me encuentro asignado.

Una vez hechas las presentaciones, cuando el general supo que estaba adscrito a la Séptima, me pidió que lo visitara al día siguiente, confesando que necesitaba personas de confianza a su alrededor.

Y así fue como comencé mi viaje, mi pequeña avecilla, con el asombro de sus caídas, tan esperadas y asombrosas, con la ilusión de visitar al tribuno mañana, encarando también el vacío que me trae tu ausencia Carnil, mi faro de luz, mi mañana y ocaso.

Lo daría todo por tomarte de esa barbilla diminuta y rozar mis labios con los tuyos, escucharte cantar hasta el amanecer o simplemente mirarte dormir a mi lado. Ya escribiré más, conforme las cosas se vayan sucediendo y este deseo, esta nostalgia vaya cediendo aunque sea un poco.

Por lo pronto quedo de ti, por siempre tuyo,

Mandil.

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