Dioses de Antara (Dioses y Gu...

By jessizalex

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Antara se ha quedado ciega y solo su familia permanece a su lado. Empezar de nuevo es difícil, pero la llama... More

Prólogo
2. Un paso al frente
3. Efímero
4. Dioses de Antara - Capítulo 1: la diosa
5. Dioses de Antara - Capítulo 2: el rey tirano

1. Un nombre muy raro

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By jessizalex

Antara permanece sentada sobre su cama, con la espalda totalmente erguida y las manos sobre su regazo. La ventana que corona su habitación le queda en frente, dando rienda suelta a la embestida del sol que invade, como todas las mañanas, cada rincón de aquel cuarto.

Aún tiene el pelo mojado y eso acentúa la sensación de frío que le recorre el cuerpo. Su respiración acompasada trata de espantar el temblor. Cada vez que toma aire y lo expulsa de sus pulmones escucha en su cabeza las palabras de su padre, repitiéndole lo afortunada que es por estar ahí. Lo afortunado que es él por no haberla perdido.

Pero no es así como ella se siente. Algo en su interior le reprueba cada vez que lamenta su infortunio; está viva y eso no sólo es algo; eso es mucho. Pero ese 'mucho' se ha quedado vacío, oscuro y extraño.

Antara no sabría cómo hablar de esos meses en coma; ni siquiera recuerda cómo fue el accidente. Le han dicho que iba sola en su coche, que otro vehículo se cruzó en su camino al saltarse una señal de «Stop» y que la embistió con el frontal, destrozando la puerta del conductor, es decir, la suya y el lateral izquierdo del coche. El golpe en la cabeza fue lo más grave, aunque no la única de sus heridas. En definitiva, Antara siente como si esa parte de su vida fuese un retazo adherido de explicaciones y recuerdos artificiales. Después, el despertar y la negrura. Los médicos le otorgan pocas esperanzas de recuperar la visión y aunque ella misma trató de aferrarse a la más efímera esperanza mientras estaba en el hospital, regresar a casa la aboca, poco a poco, a una cruda realidad.

Aún guarda en su mente el miedo aterrador al pisar la calle por vez primera. El mortecino sol del otoño golpeándola en la cara emulaba la misma voluntad del calor que ella anhelaba y que el astro rey no podía ofrecerle. De pronto, caminar del brazo de su padre la hizo sentirse al frente de un abismo de caída incierta. Cada paso, dado con temor; cada ruido a su alrededor, multiplicado. El mundo que había anhelado comerse hacía apenas unos pocos meses, amenazaba ahora con ser demasiado grande para ella en este momento; con ser él el que la devorase a ella.

Tampoco ayudan las ausencias que dejan un mayor espacio a un vacío ya demasiado extenso. Óscar siempre fue, a su parecer, el novio perfecto pero en los seis meses de estancia en el hospital no ha ido a verla ni una sola vez; ni una llamada, ni una explicación. Por eso los nervios la azuzan en ese momento como si fuese a ser la primera vez que habla con él. Porque Óscar la ha llamado hace apenas una hora; quiere hablar con ella y aunque Antara lleva meses esperando esa llamada, ahora es algo que la deja fría.

Cuando oye la portezuela del coche cerrarse abajo, pasea, de forma instintiva, sus dedos entre su pelo. Ya no puedo verlo pero sabe que su larga melena rubia ha de presentar aquellas ondas que siempre ha odiado. Pasar horas en el baño frente al espejo para alisarla es otro de esos actos banales a los que ha renunciado.

Se incorpora y tantea con sus manos la cama, dirigiéndose hacia la puerta. Tropieza con el bastón que su padre le ha traído y que ella se niega a utilizar. Se yergue de nuevo y permanece inmóvil, alisándose las arrugas de la falda. Le ha pedido a Adeline, la mujer que se encarga d las labores domésticas, el conjunto verde azahar que tanto le gustaba aunque detesta no poder comprobar cómo le queda en ese momento.

Dos golpecitos en la puerta la hacen tensarse más que nunca y carraspea antes de hablar.

—Adelante.

Escucha el seco crujido de la cerradura y, después, la voz de su padre:

—Cariño, Óscar está aquí. Os dejo solos. Si necesitáis algo, sólo tenéis que decírmelo.

—Gracias, papá.

Agradece, en silencio, la paciencia de su progenitor. Bajo ningún concepto se había mostrado por la labor de permitirle la entrada a Óscar nunca más en su casa pero las súplicas de Antara le han hecho ceder. Ella no espera una solución satisfactoria para aquella situación pero sea lo que sea lo que ha de ocurrir, ha de ser ya. Prolongar la incertidumbre resulta tan absurdo como doloroso. Tampoco su madrastra se ha mostrado dispuesta a atender a Óscar pero la insistencia de Antara al respecto, también le ha hecho dar su brazo a torcer. María lleva casada con su padre seis años y aunque siempre ha sido buena con ella, al igual que su hermanastra Celine, Antara ha echado en falta como nunca la figura de su madre, que falleció cuando ella tenía apenas siete años. Ahora ni María ni su hija, fruto de un matrimonio anterior, están en la casa, pues ambas partieron de viaje hace escasamente un par de semanas.

La puerta vuelve a cerrarse y Antara se siente exasperada por el silencio que la envuelve.

—¿Estás ahí? —le pregunta a Óscar.

—Ehm... sí. Sí, estoy aquí. Estás... preciosa.

Antara lleva tiempo acumulando dudas y rabia a partes iguales; todo ello proyectado hacia Óscar pero en aquel momento, no sabe a qué sentimiento darle rienda suelta. Casi le cuesta entender cómo han llegado a ese punto, ellos, que eran la pareja perfecta en el instituto. Ella, la chica más popular, la más admirada, gran estudiante y cuidando siempre cada detalle. Y él, el más deseado por todas, el más apuesto; también alumno ejemplar y mejor deportista. Una relación idílica y cómplice que, de la noche a la mañana se convierte en algo extraño y distante.

Están el uno frente al otro y no saben qué decirse para dotar de naturalidad a una relación que siempre la tuvo. Al menos, en apariencia.

—Sé... que te debo una explicación —dice al fin Óscar.

Las palabras resultan todo un alivio para Antara.

—Siéntate —le pide ella.

—Prefiero quedarme de pie. Si no te importa.

—Claro.

Antara recula un pasito y se sujeta al tocador que le queda detrás.

—Verás, primero... cuando supe lo del accidente... dijeron que estabas mal; ni siquiera sabían si sobrevivirías y te juro que fueron los peores días de mi vida. No tenía caso que fuese a verte, pues no iban a dejarme entrar. Después... tu vida ya no corría peligro pero no sabían si despertarías y, por dios que no me vi capaz de verte así. De todos modos tú tampoco ibas a darte cuenta. Hubiera sido absurdo que te visitase.

—A veces basta con estar ahí, Óscar —responde Antara al fin—. Aunque no te puedan ver o aunque no puedan hablarte, basta con que puedan sentirte, de algún modo.

Algo en la expresión de Óscar se relaja, quizás el hecho de estar tratando algo que Antara y él habían hablado otras veces, tan espiritual ella; tan pragmático él.

—Sensaciones, percepciones —dice Óscar—. Ya sabes que yo sólo me fío de lo que veo.

—Yo no te veo y sin embargo estás aquí.

Óscar se lleva el puño a la boca.

—Lo siento —se disculpa—. Lo que quiero decir es... Cielos, Antara, esta no es una de tus novelas de amor o fantasía en las que la chica despierta cuando él entra en la habitación o algo así. Esta es la cruda realidad y si estás en coma, no te enteras de nada. Por eso no fui.

Óscar está empezando a alterarse y eso le hace perder la sutileza en sus maneras; Antara lo sabe bien. Por eso trata de suavizar el efecto de sus palabras en ella. No quiere que le afecten más de lo necesario.

—Estuve despierta mucho tiempo en el hospital —le recrimina—. Tres meses. No podía verte pero sí me hubiera enterado, como tú dices.

—Ya... No sé, había pasado mucho tiempo y... pensé que me lo reprocharías, con toda la razón del mundo. Además, supe que habías perdido la visión y... no sabía cómo afrontarlo.

Antara sonríe.

—Soy yo quien debe afrontarlo, Óscar. Sólo necesitaba... no estar sola.

—No estabas sola. Tu... tu familia estaba contigo.

—Sí... —murmura—. Mi familia...

—Hay... hay algo más que quiero decirte.

Antara guarda silencio. Ni siquiera se siente con fuerzas para enfadarse y mandarle a paseo. Que diga lo que tenga que decir y después, se marche; sin aspavientos ni dramas.

—Kristina y yo...

Pero la noticia no da lugar a serenidad. Kristina y él...

—Kristina y tú ¿qué?

—Estamos... Bueno... Los dos estábamos rotos con el accidente y... no podía esperarte toda la vida. Ni siquiera los médicos sabían si saldrías adelante. Después...

No puede ver a Óscar pero por primera vez desde que le conoció Antara siente que aun gozando del sentido de la vista, en aquel momento tendría frente a sí a un total desconocido. Un desconocido ante el que no quiere llorar. Siente los ojos encharcados pero aguantará. No le dará la satisfacción de verla vencida.

—Después ¿qué? —pregunta ella. Hace verdaderos esfuerzos por contenerse y no estallar. Sabe que si lo hace, Óscar se marchará, privándole de todo aquello que necesita escuchar; una cruel confirmación que la empuje a renunciar para siempre a él.

—Joder, Antara; lo de tu vista. Podemos fingir que todo es igual que antes pero no lo es.

—No lo es, Óscar pero ha cambiado especialmente para mí. Soy yo quien no ve, te lo recuerdo.

—No ha cambiado solo para ti. Ya sé que tú vives en ese particular mundo donde imaginas cosas y echas mano de percepciones extrasensoriales y demás chorradas pero yo necesito hechos, realidades. Y por crudo que todo esto sea, prefiero ir con la verdad por delante.

—Ojalá no hubieras tardado medio año en echarle narices —responde ella—. Quizás el valor nunca haya sido tu fuerte pero creo que la situación lo exigía, que yo me lo merecía, ¿no te parece?

—Sé que te he decepcionado, Antara y créeme cuando te digo que también lo he hecho conmigo mismo pero todo esto se me queda grande.

—Por suerte tú puedes elegir no afrontarlo.

Las lágrimas ya están surcando sus mejillas, abrasándolas, encendiéndolas. Sólo la tristeza se sobrepone a la rabia que siente, consigo misma más que con él.

—Vas a poder contar conmigo para lo que sea pero yo necesito...

—¿Qué necesitas? ¿Que te digan cada día lo guapo que estás o lo bien que te quedan unos pantalones? ¿Es eso?

—Me sorprende que estuvieras conmigo si me veías así de superficial. No necesito nada de eso; necesito miradas cómplices. Decirnos todo sin decirnos nada. Hay muchas cosas encerradas en una mirada, Antara. Y quizás sea un inseguro, un cobarde y todo lo que se te pueda estar pasando por la cabeza. Pero las necesito, las he necesitado durante mucho tiempo y Kristina me las ha dado.

—¿Sabes qué es lo único que lamento? —le interrumpe ella—. No haber tenido si quiera la satisfacción de ser yo quien te mande al diablo. Tener que aguantar que después de toda esta mierda seas tú quien lo haga.

—Escucha...

—¡Ya ha escuchado suficiente! —grita ella, encolerizada—. Ahora lárgate.

Oye a Óscar suspirar; después, apenas dos pasos que preceden a la puerta abrirse y cerrarse. Antara se lleva las manos a la cara y se deja caer hasta el suelo, justo en el momento en el que su padre llega corriendo y la mira, entre confuso, contenido y sorprendido.

—Si ayuda más que corra tras sus pasos y le arranque la cabeza, sólo dilo.

Pero ella no dice nada y su silencio es tan elocuente como una muda súplica por que se quede a su lado. Su padre la abraza y le cubre la cabeza de besos.

*****

Dormir un rato le ha sentado bien. Está más tranquila y serena. Su nueva situación tiene, al menos, un punto positivo: su padre acaba de dejarla frente a la pequeña librería de Mina y esta vez, no ha mostrado el menor signo de disconformidad. Pocos son los que entienden —o entendían— que pasase tantas horas allí dentro con una mujer tan problemática y mal afamada como Mina. Las discusiones con su propio padre o con Óscar eran una constante para Antara, así como también con sus amigas, pues casi parecía escandalizarlas el hecho de que ella prefiriese pasar las horas en aquella desvencijada librería con una vieja alcohólica antes que irse de tiendas con ellas.

Pero hoy no ha habido discusiones ni voces contrarias.

Cuando el motor del coche de su padre se prende para alejarse, Antara extiende el brazo, de forma instintiva y acaricia con la punta de los dedos el cristal del escaparate, donde se exhiben los mismos viejos libros desde hace tiempo. Ahora no puede verlos pero sonríe pensando que, probablemente, Mina no los ha cambiado aún.

La lluvia descarga con fuerza y repiquetea sobre las irregulares calles, entre las canaletas y también sobre su propio paraguas. De pronto parece oírla más alta de lo que lo había hecho jamás; quizás sea porque nunca le había concedido especial importancia al sonido de la lluvia. Ahora, sin embargo, el sonido y el olor son todo cuanto tiene. También el tacto, que percibe el agua fría cuando extiende su brazo, sacándolo fuera de la protección de su paraguas.

A tientas, avanza un par de pasos a su izquierda y empuja la puerta, que emite el habitual ruidillo de la campanilla que cuelga sobre ella, avisando a la vieja librera de la llegada de algún cliente. Antara cierra el paraguas y se deleita en el olor a leña quemada. El calorcillo es siempre una gratificante sensación que la abraza al entrar, como también lo hace la áspera pero entrañable voz de Mina.

—¡Antara! —exclama, emocionada.

Escucha sus pasos arrastrándose por el suelo de madera y acercándose a ella para fundirse ambas en un cálido y sincero abrazo. Mina se ha interesado por su estado con asiduidad pero aún no habían tenido ocasión de verse, ya que el padre y la madrastra de Antara la invitaron a abandonar el hospital cuando la anciana se había presentado allí de forma inesperada y había terminado por montar un escándalo después de que le prohibieran la entrada. Aquello había supuesto una fuerte discusión entre Antara y su padre pero después de hablar por teléfono, la joven y la librera convinieron en que lo mejor sería esperar a que ella pudiera ir a verla de nuevo.

—¿Cómo has estado, mi niña?

—Bueno... supongo que he estado mejor. Pero me alegro de estar aquí de nuevo.

Las viejas y temblorosas manos de Mina acarician las suaves mejillas de Antara y aun sin verla, ella es capaz de imaginar el rostro emocionado de la anciana.

—Te hemos echado de menos.

Antara alza una ceja. ¿Hemos? Mina está sola allí pero es ya muy mayor y no son pocas las veces que de sus finos labios arrugados brota algún que otro disparate o alguna que otra incongruencia a las que Antara nunca ha concedido mayor importancia. Casi parece positivo que la vieja haya encontrado algún tipo de compañía aunque sea en su imaginación. O quizás se refiera a los libros, de los que en muchas ocasiones suele hablar como si se tratase de pequeños duendecillos que se cuelgan y descuelgan desde las estanterías. A Antara eso le resulta gracioso.

—Vamos, ven, mi niña —continúa diciéndole. La sujeta del brazo con delicadeza y la conduce al interior de la librería—. Tenemos muchas cosas que contarte.


*****

La librería no es sólo un viejo establecimiento donde comprar libros —muchos de los cuales ya ni siquiera pueden encontrarse en otros sitios—, sino también un pequeño y confortable espacio para disfrutar de ellos. A pesar de lo pequeño y viejo que es el local, Mina ha habilitado un par de salas para sentarse a leer o escribir, incluso. Una de ellas está formada por una larga mesa para ocho personas y otra mesa algo más pequeña y redonda, situada al fondo. En total, unas 13 o 14 personas poco sobradas de espacio. La otra sala es la que Mina llama 'la sala especial': un incómodo y antaño señorial sillón que ahora pierde muelles y plumas a partes iguales lo preside. Enfrente, una cálida chimenea ofrece un rincón casi paradisíaco para cobijarse en los días de frío al abrigo del fuego y de un libro. Y es precisamente a esa adonde Mina ha llevado a Antara. La mujer toma asiento en el sillón y la muchacha se arrodilla en el suelo, sobre la mullida alfombra de pelo sintético que hay delante de la chimenea. No se sueltan la mano y la vieja cubre de besos la de Antara.

—¿Cómo has estado tú? —pregunta la muchacha.

—Eso debería preguntártelo yo a ti. No soy quien ha sufrido un accidente terrible.

—Yo estoy... bien.

—¿Aún no puedes ver?

—No, Mina. Probablemente no volveré a hacerlo.

—No puedes perder la esperanza, cariño.

—Prefiero empezar a aceptar las cosas cuanto antes.

Mina suspira y le echa el aliento en la cara a Antara.

—Has vuelto a beber —le dice ella.

—No, no he vuelto a beber; nunca he dejado de hacerlo. ¡Demonios, no empieces a reñirme!

—Mina...

—Mina, nada. Cada vez son menos las personas que vienen aquí a leer un buen libro o escribirlo y... estos meses sin ti...

La campanilla de la puerta tintinea de nuevo en la otra sala.

—¡Largo de aquí! —grita Mina—. Ahora estoy ocupada, maldito seas.

De nuevo el sonido y, después, el portazo.

—Quizás no estés poniendo mucho de tu parte para que la gente venga.

—Hoy no me apetece hablar con nadie, sino contigo. Al diablo la gente y sus ganas de venir o no. Tengo casi 80 años y mantengo la tienda abierta por no morirme encerrada entre las cuatro paredes de una solitaria casa, abandonada por el mundo y olvidada por todos. No tengo ninguna necesidad de vender. ¡AL DIABLO CON TODOS! —grita.

Antara sonríe.

—De acuerdo, cálmate ya —le solicita—. He pensado mucho en ti estando en el hospital. Sabía que no te ayudaría mi ausencia y que ni siquiera en honor a mí dejarías aparcada esa condenada botella.

—Me conoces bien —sonrió Mina.

—Acabarás destrozándote el hígado.

—Me da igual.

—No puede darte igual. Una cosa es que te importe un pimiento la gente pero tú... a ti misma debes cuidarte como a nadie más porque a la hora de la verdad, sólo cuentas contigo.

Mina frunce el ceño.

—¿Y esa visión tan pesimista de la gente? ¿Ha pasado algo?

—Bueno...

—¿Sí?

—No te lo creerás...

—Claro que me lo creeré. Tengo casi 80 años y te caerías de espalda si te contase todo lo que he visto a lo largo de mi vida. Vamos, dispara.

—Óscar me ha dejado. Después de seis meses sin saber nada de él, se presenta en mi casa —previa llamada— y me dice que está enredado con Kristina. ¿Qué te parece?

—Alabado sea el cielo. Por fin te has quitado de encima a ese pelmazo estirado.

—¡Mina! Creí que Óscar te gustaba.

—No, el energúmeno engreído de Óscar te gustaba a ti y sólo en honor a eso, prefería estar callada o con el morro pegado a la botella. Cúlpame ahora. —La mujer se incorpora y camina hasta le pequeña mesa de madera rústica que hay junto a la ventana—. Por mi madre que no me gustaba.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Antara—. No estarás bebiendo, ¿no?

—¿Se me concede la duda de hacer otra cosa? —responde Mina, molesta—. No, no estoy bebiendo. Sólo voy a tomar esa endemoniada pastilla...

Antara trata de avanzar, sujetándose al respaldo del sillón para llegar junto a Mina.

—¿Qué pastilla?

—Bueno, no me he encontrado muy bien en las últimas semanas y... ese imbécil con bata blanca se ha empeñado en que debo tomarlas.

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—¿Qué eres, mi madre?

—Mina...

La anciana suspira y sujeta la mano de Antara.

—Perdona, cariño. No... no me encuentro muy bien.

—Deberías cerrar la librería hoy y descansar.

—Es una buena idea. Iré a recostarme un rato arriba, si no necesitas nada.

—No, me... quedaré un rato aquí, si no te importa y después llamaré a mi padre para que venga a buscarme.

—Sabes que esta es tu casa.

Mina le da un beso en la mejilla a Antara y se aleja despacio hacia el final del pequeño pasillo que hay a la salida de aquella sala. Una angosta escalera conduce a la planta superior, donde Mina tiene un diminuto pisito con apenas lo esencial para vivir. Antara permanece inmóvil apoyada sobre la mesilla, pensativa. La precaria salud de Mina no es ninguna novedad y el hecho de que la anciana se haya decidido a visitar al médico es una clara señal de que la situación ha de haberse agravado en los últimos tiempos.

La saca de sus pensamientos el redundante tintineo de la campanilla y la voz de un hombre.

—¿Hola?

Antara se tensa. Mina ha olvidado cerrar el establecimiento y la muchacha se debate entre quedarse donde está o salir a explicarle a aquel cliente que la propietaria de la librería está indispuesta y que por tanto deberá regresar otro día. En apenas pocos segundos se siente estúpida. Claro que saldrá, explicará lo sucedido y cerrará la puerta para no tener que estar toda la tarde haciendo lo mismo con otros tantos clientes.

Tantea la pared y camina despacio y con su habitual inseguridad hasta la sala principal de la librería.

—Ho... hola —balbucea.

—Hola —responde la voz de un muchacho. Ahora que está allí le parece alguien más joven de lo que creyó inicialmente—. Estoy buscando a Mina.

—Mina no se encuentra muy bien. Tendrás... tendrás que volver otro día.

—Le traía unos libros —responde el chico unos segundos más tarde.

—Tendrás que volver otro día —repite ella—. Se ha marchado.

Antara se sujeta con fuerza al mostrador. Aún no se ha acostumbra al hecho de no saber qué está haciendo la persona que está con ella, máxime cuando esta es una completa desconocida. La incomoda y le confiere la sensación de no estar controlando lo más mínimo la situación, algo que ella siempre ha necesitado.

El extraño habla de nuevo.

—No puedo volver otro día. Le traigo unos libros y...

—Si no puedes volver otro día, déjaselos aquí. Yo la avisaré de que el viajante ha venido.

—¿El viajante? —El muchacho sonríe aunque Antara no puede verlo—. ¿Eres su nieta? —le pregunta.

—No, no soy su nieta. Soy su amiga.

El muchacho carraspea y Antara escucha su voz más cerca.

—Como te digo le traigo unos libros pero... si voy a dejárselos aquí, necesito el comprobante de que los ha recibido. No quiero líos después.

—Puedo ir a buscarla si te empecinas pero no se encuentra muy bien y preferiría no tener que hacerlo por algo que tampoco es urgente —responde Antara, con acritud.

—Oh, nada más lejos de mi intención que molestarla. ¿Por qué no firmas tú?

—Yo no...

El muchacho toma un bolígrafo que había sobre el mostrador y un papel en blanco.

—Justo aquí... sólo un... garabato.

Sujeta la mano de Antara con cierto temor a su reacción. Ella también se muestra recelosa pero coge el bolígrafo y tantea el papel. Su incomodidad va en aumento ante aquella situación pero trata de sacudirse de la sensación, repitiéndose a sí misma que es algo normal, banal casi; firmar un albarán de entrega y listo.

—Ya está —concluye.

—Millones de gracias.

Antara asiente.

—¿Qué diantre pone aquí? Ana... ¿Anastasia? Anas...

—Antara.

—¿Te llamas Antara?

—Es el nombre con el que he firmado, ¿no?

—Si tú lo dices...

—Creo que ya puedes irte.

—Es un nombre muy raro... ¿De dónde viene?

—No creo que eso sea importante.

—De acuerdo, de acuerdo... Sólo pretendía...

—Adiós...

—¿No crees que estás siendo un poco desagradable? —pregunta él, en tono jocoso.

—Te trato como es menester conforme a tu actitud.

—¿Menester? ¿De qué libro te has escapado?

Antara espeta una carcajada, de forma casi inconsciente.

—Quizás tú deberías hacer algo más con los libros que llevarlos de un sitio a otro. ¿Por qué no pruebas a abrir uno y leerlo?

—¿Me estás llamando ignorante?

—Oye, ya tienes lo que querías y creo que te estás poniendo excesivamente pesado.

El joven se percata de que Antara se está poniendo nerviosa; le tiemblan las manos y su teléfono móvil cae al suelo.

—Mierda... —masculla.

Él lo recoge y tras unos pocos segundos, se lo devuelve.

—Aquí lo tienes —le dice. Ella extiende la mano y él lo coloca sobre ella.

—Ponlo a cargar cuando puedas; está al límite. Ah y una última cosa —añade el joven. El hecho de que las campanillas de la puerta suenen, tranquiliza a Antara, que ahora escucha la voz del muchacho algo más alejada. Se va—. Tienes los ojos más bonitos que he visto en mi vida.

Antara toma aire para responder pero no lo hace. La puerta se cierra y lo que la sobresalta en aquel momento es la voz de Mina.

—¿Quién diantre era?

—Creí que estabas descansando.

—Volví a escuchar esa maldita campanilla. Voy a arrancarla a mordiscos si alguien no me la quita de ahí.

—Mina, ya hemos hablado de esto. Te ayuda a saber cuándo viene alguien.

—¡Al diablo!

Antara sonríe y niega con la cabeza, mientras distingue los pasos de la anciana caminando hacia la puerta para cerrar la librería.

—Tu viajante te ha traído libros.

—¿Mi viajante?

—Sí, menuda joya. He firmado yo, espero que no te importe.

—No, claro...

—No le había visto antes por aquí. Claro que técnicamente sigo sin haberle visto por aquí....

Mina, que permanecía pensativa, alza la mirada y la observa, sorprendida por el comentario humorístico de Antara respecto a su ceguera.

Mientras ella da media vuelta y tantea la pared de regreso a la acogedora sala de lectura, Mina pega su cara al cristal de la puerta y observa la lluvia caer en la calle. Sonríe y niega con la cabeza. «El viajante», se repite a sí misma.

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