Ahora puedes verme (versión e...

By Nachoinmortal

1K 45 35

¿Pueden las heridas del pasado ayudarnos a construir un futuro extraordinario? Esta es una nueva versión de l... More

Notas del autor
Epígrafe
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7

8

30 0 0
By Nachoinmortal

Por supuesto, voy atrasado a mi encuentro con Esteban. Tengo unos cuarenta minutos para hacer el trayecto de casa a la universidad cuando lo normal sería demorarme el doble así que me encomiendo a los dioses del panteón que esté escuchando.

Corro escaleras abajo evitando a uno que otro vendedor ambulante y músico callejero. Al llegar al andén jadeo en busca de aire, el tren no tarda en entrar a la estación. Al abrirse las puertas intento escabullirme entre un hombre y una mujer robusta que me incrusta sus codos regordetes y sudorosos en las costillas. No puedo darme el lujo de esperar un carro más despejado, así que aprovecho mi falta de carne y estatura para acomodarme en un recoveco al que justo le llega directo el aire acondicionado. No me doy cuenta de que estoy aguantando la respiración hasta que mi corazón se acelera —incluso más— al sentir una amalgama de sudor y perfume de hombre.

No cualquier perfume.

El perfume.

Hago un esfuerzo consciente por no pronunciar su nombre y, para llevar mi mente a un lugar seguro, saco de mi bolso el ejemplar de Eleanor & Park que Alison me regaló por mi cumpleaños, aunque tenga que posicionar el ejemplar casi pegado en mis narices lo cual de seguro me hace ver un tanto ridículo. Sumergirme en los capítulos de la novela de Rainbow Rowell surte efecto, me calmo y bloqueo a tal nivel mi propia cabeza que paso de largo de estación y debo volver a correr para tomar un carro que me lleve de regreso. ¡De seguro ningún dios me escuchó! Mientras espero otra vez en el andén veo que al frente una figura masculina no me quita los ojos de encima.

¿Es él?

Él.

Mi sangre es hielo.

Antes de corroborarlo el tren entra a la estación y la figura masculina se esfuma cual fantasma. Quiero llorar, volver a casa, meterme a la cama y no salir de ahí al menos hasta cumplir cuarenta. Pero sé que no es una opción. No al menos por ahora. Apuntaré, para no olvidar, buscar en internet los trabajos más lucrativos que pueda hacer sin moverme de casa.

Me trago las lágrimas y hasta los mocos.

Al llegar por fin al lugar en que acordamos encontrarnos con Esteban, sigo desorientado y acongojado. Le marco y al primer tono me pregunta dónde estoy; intenta disimular su estrés. No sé cómo responder, me avergüenza reconocer que estoy algo perdido, febril. Según él, no debería tomarme más de tres minutos dar con su auto, pero siento que estoy en un lúgubre túnel, en un espiral infinito, en una dimensión construida a bases de espejos de la cual no puedo salir pues se parece demasiado a mi cabeza y es sabido que de ella jamás salgo.

Por suerte, más temprano que tarde logro dar con él.

Golpeo la ventana, apresurado, y me recibe su sonrisa resplandeciente que poco a poco me va recordando a casa.

—¿Estás bien? Estás pálido —me acomodo y lo primero que hago es acercarme lo más posible al aire acondicionado que da golpecitos en mi frente y revolotea algunos mechones de mi flequillo.

Adentro huele a vainilla.

—Me mareo un poco en metro.

—¿Te llevo a casa?

—Estoy bien, gracias —me abrocho el cinturón fingiendo que no estoy temblando—. Mejor démonos prisa antes de que nos atrasemos más por mi culpa.

Es evidente que Esteban se muerde la lengua y se lo agradezco. Pocas personas cuentan con la aptitud de saber hasta cuando insistir y él la maneja a la perfección.

Camino a la universidad, los coloniales edificios del centro de la ciudad son sustituidos por grandes casonas escondidas en medio de las colinas. Las calles ahora son solo de una sola vía y a los costados está lleno árboles frondosos que se extienden en senderos. Al llegar, Esteban estaciona en el subterráneo de la universidad. Apacibles bajamos del auto y me entrega una credencial que guardada en el bolsillo izquierdo de su gabardina. No había notado lo guapo que luce.

—Cuélgate esto. Te ayudará a entrar a los salones sin que los guardias te asalten en preguntas.

Asiento.

—Consulta —digo.

—Dime.

—¿Crees que mi vestimenta desentone? —levanto mis brazos y miro mis jeans oscuros, mi camisa de franela blanca y los mocasines que aprisionan mis dedos.

Duda.

—Dime la verdad.

—Estás bien, solo te falta un detalle —se muerde el labio.

Abre el maletero y saca una americana negra que me ayuda a colocar.

—Ahora sí, perfecto.

Me miro en el reflejo del auto. Nada mal.

—Me aterra llevarla puesta. De seguro choco con alguien y me derrapan champaña encima. Debe ser carísima.

—El dinero es lo de menos.

—Eso lo dicen las personas que les sobra. Si estuvieras en mi posición, o la de mi madre, no lo dirías con tal liviandad.

Esteban sonríe.

—Eso me gusta de ustedes.

—¿Qué somos pobres? —levanto la ceja.

—Que no temen decir lo que piensan —me acaricia la cabeza—. Ahora, vamos a trabajar.

—Sigo sin entender qué debo hacer.

—Asegúrate de que cada invitado esté viviendo la mejor noche de su vida.

—¿Debo acostarme con ellos?

Ríe estridente.

—No. Asegúrate de que a nadie le falte algo. Y si algún profesor tiene las manos vacías, pídeles a los garzones que lo atiendan rápido. Eres el supervisor.

—¿Te inventaste este puesto a último momento? —pienso un instante—. ¿Fue Julieta quien te lo pidió?

—Para nada. Cada evento necesita de alguien que esté pensando en los invitados. Ahora vamos que te presento a los chicos.

Subimos en un ascensor desde el subterráneo hasta la planta baja. Caminamos por un patio interior hasta el sitio donde se realiza la fiesta. Parece una construcción victoriana. Es de color hueso y desde fuera se pueden apreciar unos hermosos balcones con balaustres.

Algunas personas de la organización saludan a Esteban con la cabeza y otras se le acercan para darle un apretón de manos a la vez que me va presentando; todos van vestidos de forma impecable, como si esperaran encontrarse con una estrella de cine o de la literatura. Después de unas cuantas palmadas en la espalda y afectuosos saludos, siento que su respiración se vuelve irregular.

—No estarás nervioso, ¿cierto? —pregunto.

—Claro. No soy mucho de hablar en público.

—No pareces de esos que sufren de pánico escénico.

—Es que hoy es una noche muy especial.

—¿Y eso por qué?

—Porque estás junto a mí —esto me suena a chiste en doble sentido, pero Esteban termina riéndose en voz alta, como un hermano grande que le hace una broma a su hermano pequeño. Mis nervios se recogen como si fuera una marioneta a la que le han tirado los hilos. Él me revuelve el pelo de nuevo y se va caminado por el pasillo como si su cumplido no fuese nada de otro mundo. Me sonrojo más de lo que me gustaría. Veo a un camarero pasar con una bandeja en alto, lo detengo, bebo un trago de agua mineral con gas y se lo devuelvo enseguida. Me gustaría beber una copa de espumante o de ginebra, pero los ansiolíticos me lo impiden.

Respiro para calmar la cabeza.

A través de los grandes ventanales se ven las luces de la ciudad brillar como pequeñas luciérnagas sobre el cielo granate del atardecer.

Adentro la fiesta es una locura. Hay más de cien personas. Intuyo que muchos de los invitados son académicos que me harán clases en el futuro próximo. Si bien algunos visten más jipis de lo que imaginé, me doy cuenta de que la gran mayoría se parece entre sí. Una endogamia asquerosa a la cual no he sido invitado y eso que soy consciente de mi privilegio de joven blanco. Pero algo hay en su gesticulación, en su andar por el mundo que yo nunca obtendré ni aunque lo practique a diario. Y ni hablar de capacidad intelectual. Por más que estén despojados de toda solemnidad, las conversaciones que agarro pasando a su lado son tan diversas y particulares que me hacen sentir que ni aunque hubiera puesto atención a todas las materias que impartían en mi escuela lograría alcanzarlos; que las dudosas medidas del juez nacional, que la nueva edición de la espectacular novela de una autora que jamás he leído ni escuchado y los preparativos del arribo de una muestra de un tal Keith Haring que apunto en mi teléfono para buscarlo en cuanto me encierre en el baño.

Antes de que mis carencias terminen por ahogarme, apagan las luces y una interferencia de micrófono rechina por menos de un segundo. Un foco tenue apunta a Esteban y me sonríe con la mirada. No puedo evitar sentir dolor al reconocer las señas de una vida solitaria. Parece un hombre resuelto, un adulto observador con los ojos bien abiertos, pero no tiene a nadie con quien compartir lo que pinta su mirada; una esposa y un par de hijos que pueda disfrutar al llegar a su casa.

Oigo estruendos internos y esta vez no tengo a mi madre para que los apacigüe con sus brazos y su voz cálida. Recuerdo que ya no tengo ocho años e intento calmarme. Pero no puedo. Mis manos comienzan a temblar mientras Esteban camina de un lado a otro dando un discurso que no logro oír. Sudo y siento mi cuerpo desconectado del cerebro. No es normal que me ponga así tan seguido. Debo decirle a Thor que me recete algo más fuerte, algo que mantenga mis emociones a raya. He leído que los opioides reducen los dolores y hoy me duele cada roce.

Me mareo, giro en el centro de un disco que no tiene frenos y siento la feroz necesidad de arrancar.

Algo aturdido y lejos de la realidad, golpeo sin querer al hombre que está a mi lado. Su piel caliente me enciende como una hoguera. Intento mirarlo a la cara, pero en la oscuridad no percibo más que un perfil chato y plano, tal vez asiático. Me disculpo, pero no sé si las palabras salen de mi boca. Al intentar escaparme percibo ese aroma que tanto odio y me tienta, el mismo que tenía el hombre del vagón del metro.

Tabaco y menta.

Cierro las manos en un puño y con vergüenza noto que estoy ahogando un llanto. No aguanto más. Salgo agachado de la sala, mientras el público celebra algo que dijo Esteban. Tengo la necesidad de gritar e intoxicarme con aire. Doy una última mirada antes de salir.

Me aterrorizo.

Quizás estoy viendo fantasmas.

A mis propios fantasmas.

Espero que Esteban no se percate de mi ausencia. De seguro me invitó porque deseaba que alguien cercano estuviera con él, acompañándolo como la familia que no tiene. Intento ver la hora en el teléfono, pero parece ser una masa de letras y números enrevesados. Busco un punto fijo en el horizonte para no perder el equilibrio y camino hasta el balcón para tomar aire.

—No piensas saltar, ¿verdad? —me dice alguien detrás de mí. Es un chico de espalda ancha que sostiene una copa de vino tinto. Lo saborea como si intentara separar el sabor de las uvas del de la madera. Quedo impresionado por su profundo tono de voz.

Niego.

Fija la vista más allá de los edificios apagados. Sonríe y se acomoda a mi lado. Inspiro y vuelvo a sentir ese particular aroma. No vi un fantasma; me doy cuenta de que es el hombre al que pasé a llevar hace un rato y que he salpicado de vino el cuello de su camisa. Exhalo por fin y lo miro fijamente, ya menos mareado. El hombre, que parece no sacarme más de cinco años de ventaja, es alto sin ser excesivo y de piel ligeramente bronceada. Sus cabellos parecen rígidos, rebeldes.

De pronto vuelve a sonreír. No sé si me sonríe o si se ríe consigo mismo. Intento controlar las náuseas que me vuelven como ráfagas, cierro los ojos de golpe y al abrirlos los siento húmedos por la fuerza que ejerzo en controlar las ganas de vomitar. Me pregunto si cree que estoy realmente llorando.

Demasiado cordial, se mete la mano izquierda al bolsillo y saca un pañuelo de que me ofrece.

Se me queda mirando, extrañado, por unos segundos. Imagino que me está saliendo sangre de nariz de la fiebre que seguro tengo. Parece divertido al verme sufrir. Frunce sus labios y saborea más vino.

—¿Seguro que te sientes bien? Estás muy pálido.

—La presión me afecta más que al resto —miento.

Un garzón se nos acerca a ofrecernos más bebestibles. El chico cambia su copa por una nueva y me tiende una que no puedo evitar recibir.

Aprovechando la distracción, miro de reojo su cara angulosa. Su perfil me recuerda a alguien.

—Espero que este vino te de algo de color —levanta la copa para que brindemos y lo hago tan nervioso que tiro al suelo el pañuelo que me ofreció. Lo recojo rápido y noto que tras sus caros mocasines Gucci lleva unas calcetas blancas de con el casco de Darth Vader. Se da cuenta y levanta más sus pantalones para mostrármelos mejor—. ¿Lindas verdad?

—Para serte sincero... —hago una pausa estudiada—. Me parecen un espanto. Pero me agrada que seas un friki. No lo aparentas.

—¿Espantosas?

—No he visto las películas, así que no entiendo el sentimiento.

—¿Broma? Es como si no hubieras leído Harry Potter —tuerzo la boca y me encojo de hombros—. No. No me puedes decir que no has leído Harry Potter, ¿ni siquiera La piedra filosofal?

Niego.

—No sé cómo estoy hablando contigo, no eres digno de mí —dice con coquetería.

—Mi vida continúa de lo más normal.

—Muy normal no la veo.

La sangre me sube a la cara.

—Perdón. Me excedí. Acabo de bajarme de un avión y mi cerebro sigue volando.

—¿Viaje largo?

—Desde Londres. ¿Has ido?

—Hace muchos años; he reconstruido recuerdos a partir de fotografías. ¿Eres profesor?

—Gracias por el cumplido, pero no. Estoy aquí por un compromiso de agenda. Tengo que volver pronto a Londres. Soy un hombre ocupado.

—Ocupado en comprar calcetines de niño de diez, me imagino —me tambaleo y vierto unas gotas de vino en su pantalón.

—Ahora me debes unos pantalones —habla rápido, sus labios son contorneados. Intento pasar inadvertido, pero no puedo ocultar las ganas que me dan de quedarme mirándolos por una eternidad. Lamentablemente, se da cuenta—. Si quieres besarme, primero dame unos pantalones nuevos.

Niego con la cabeza.

—Yo, no... No quiero besarte.

—¿No? A mí no me parece una mala idea.

Jamás había escuchado a alguien tan descarado.

—Solo bromeo.

Se toma la libertad de acercar su cara a la mía.

No tengo muy claro qué se supone que deba hacer, pero prefiero alejarme unos centímetros. Aunque no levanto la mirada, a esta altura ya me creo capaz de dibujar en mi mente alguno de sus rasgos más característicos; su nariz plana y sus pestañas cortitas.

—Bueno, nos vemos. Tengo un discurso que pronunciar —dice dando un golpe con los tacos de sus zapatos. Se estira con una expresión de alegría—. Un gusto... —toma mi credencial y le da vuelta—. Ariel. ¿Como la Sirenita?

Asiento.

—¿Y tú eres? —amplia su sonrisa.

—Sebastián.

—¿Cómo el cangrejo? —pregunto.

Mira ambos lados para cerciorarse que nadie nos esté mirando.

—Como el hombre que espera llevarte a la cama un día de estos.

Continue Reading

You'll Also Like

151K 10K 39
TN: Te juro que si cruzas esa puerta, no me volverás a ver en tu vida JK: Por favor TN, ella me necesita TN: Yo también JungKook, no te vayas -Las lá...
29.7K 3.5K 17
Juanjo ha pasado todos los veranos de su vida en el mismo sitio, un pueblo pequeño, sin nada que hacer y lleno de gente mayor. Sería fácil quejarse d...
3M 190K 102
Becky tiene 23 años y una hija de 4 años que fue diagnosticada con leucemia, para salvar la vida de su hija ella decide vender su cuerpo en un club...
779K 49.4K 33
Escucho pasos detrás de mí y corro como nunca. -¡Déjenme! -les grito desesperada mientras me siguen. -Tienes que quedarte aquí, Iris. ¡Perteneces a e...