Cénit (Sol Durmiente Vol.3)

AlbenisLS

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Tercera Parte de la Trilogía "Rosa Inmortal". El mundo de Rosa Arismendi es completamente diferente al de hac... Еще

En algún lugar del bosque. Octubre de 1988.
Capítulo 1: Puerto La Cruz, Venezuela. Octubre de 1988.
Capítulo 2.
Capítulo 3.
Capítulo 4.
Capítulo 5.
Capítulo 6.
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14.
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20.
Capítulo 21
Capítulo 22.
Capítulo 23.
Capítulo 24.
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28: Cielo.
Capítulo 29: Infierno
Capítulo 30: Eternidad
Capítulo 31.
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36

Capítulo 7.

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AlbenisLS

El olor a penicilina invadía todo el edificio, impregnando incluso la ropa que tenía puesta cuando decidí acudir al hospital para comenzar mi tratamiento contra la leucemia mieloide crónica, el término con el que los médicos se referían al extraño tipo de cáncer que estaba infectando mi sangre, llenándola de más glóbulos blancos de lo normal.

-Este olor me da náuseas- le dije a mi hermana, quien había decidido acompañarme a la primera cita, diciendo que no quería que diera una excusa para huir del centro médico. En la sala de espera de los consultorios había aproximadamente cincuenta personas, todas con algún tipo de padecimiento que se les notaba en la cara. Fiebres, vómitos y cualquier cantidad de enfermedades se alojaban juntas entre esas cuatro paredes pintadas de un pacífico azul claro. Obviamente, la paz del color de los muros no me causaba efecto alguno, pues los hospitales me ponían sumamente nerviosa.

-Cállate y siéntate, me estás haciendo enojar- replicó Celeste, quien me había observado pacientemente durante los treinta minutos que teníamos esperando a que el médico hematólogo apareciera por las puertas de cristal de la sala de espera, que se encontraban abiertas al público desde las ocho y media de la mañana. El aire acondicionado se escapaba por la puerta, pero aun así el olor característico de los hospitales se metía arbitrariamente por mi nariz con cada inhalación, haciendo que mi estómago diera vueltas.

Estaba de pie, caminando de un lado a otro con la intención de que aquel movimiento repetitivo produjese algún efecto calmante. Aún estaba en mi memoria la última vez en la que estuve dentro de un hospital. La mañana en la que perdí el conocimiento frente a Ángel, quien había insistido en ir con nosotras a hacernos compañía. Al igual que yo, se encontraba de pie y su rostro tenía actitud serena, como si estuviese en un restaurante o en el cine y no en ese pabellón de enfermedades.

Me quedé estática, observando la reacción de Ángel cuando de pronto decidió caminar entre los enfermos con mucha lentitud, desfilando su saludable ser ante las caras enfermas de los pacientes que esperaban a ser atendidos.

-Por fin- escuché decir a Celeste, sacándome de mi línea de pensamiento. Mi hermana menor estaba sentada en la larga hilera de banquillos plásticos pegados al suelo por unos tornillos. -Ya son casi las diez y el doctor no ha llegado. Voy a hablar con la recepcionista a ver si me da noticias- se puso de pie en dirección al mostrador ubicado en el centro de la sala, al cual había ido y tres veces en busca de respuesta.

Por mi parte, decidí que era inútil seguir evadiendo en lo que ya estaba metida. Sencillamente había sido una tremenda idiota durante meses, y ahora que por fin estaba haciendo las cosas bien no había marcha atrás. Me senté en el asiento que antes había estado ocupado por Celeste y observé el brillante brazalete que colgaba de mi muñeca izquierda. No recordaba cuándo me lo había puesto o si me lo habría quitado alguna vez. Ese brazalete era un recordatorio constante de los miedos, del pasado que no quería revivir, del nacimiento de una nueva yo. De pronto, comencé a sentir una emoción negativa hacia la pequeña y delicada joya. La odiaba.

De no ser porque en ese momento Celeste regresó con la noticia de que el médico ya estaba en el hospital atendiendo a una paciente, me habría quitado aquella cosa de la muñeca de una vez por todas.

-Celeste- comencé. -Debo disculparme de nuevo contigo. No sé en qué estaba pensando al no confiar en ti y no decirte lo que sucedía. Fui una torpe-Estaba arrepentida de la forma tan odiosa en la que había ocultado mi enfermedad a mi propia hermana. La miré directo en sus ojos, de un color avellanado que casi llegaba al verde. Los ojos de mi madre.

-No fuiste una torpe. Fuiste una idiota. La campeona de las idiotas-dijo Celeste a modo de regaño. Su ceño estaba fruncido, rasgo característico en la chica de largos cabellos castaños-Pero, debo admitir que has sido valiente. Eso es admirable. Mira-señaló con un pálido índice a la puerta de cristal, a través de la cual entró un hombre de estatura promedio, moreno y de lentes. Sobre su traje de tela azul oscuro llevaba una bata blanca y alrededor de sus hombros colgaba un estetoscopio. -Llegó el médico. Por fin tendrás tu cita y te irás de aquí-

Sonreí nerviosamente ante la llegada del médico. Sólo tres veces a lo largo de mi vida me vi involucrada en un asunto lo suficientemente serio como para ir a un hospital: Cuando me tragué la moneda debido a un reto que me habían impuesto en el colegio, cuando me caí del techo de mi casa mientras jugaba con Celeste y me fracturé la pierna, renunciando al campeonato y a la natación de manera definitiva y cuando Ángel me llevó en brazos, inconsciente, desangrándome por la boca y la nariz. Ésta era de forma oficial mi cuarta vez en un consultorio médico, pero aún me sentía igual de asustada como si nunca hubiese ido a uno.

Busqué entre la multitud alguna mirada que se asemejara a la mía, pues de verdad sentía que mi cara reflejaba miedo profundo, pero lo único que lograba ver era malestar, ganas de ser sanados, que algo ocurriera mientras esperaban al médico que los hiciera curarse de manera milagrosa. Finalmente, mis ojos se enfocaron de nuevo en Ángel, quien había dejado de pasear entre los enfermos cual Mesías y se acercaba a mí. Sus ojos brillaban cuando me extendió su poderoso brazo para que me apoyara en él.

-Hora de estar sana- dijo, sonriendo. Ojalá y hubiese podido devolverle el gesto, pero sólo me limité a hacer una mueca. Tal vez para él fue suficiente, pues cuando entramos en la oficina del médico, me soltó.

-Bien, ¿qué sucede aquí?- preguntó el doctor, aunque más bien parecía habérselo dicho a él mismo, pues no miraba a ninguna de las tres personas que se encontraban dentro de su consultorio. Estaba revisando minuciosamente los exámenes de sangre que me habían realizado la última vez.

-Doctor,-interrumpió Celeste la revisión del galeno, quien le dedicó una mirada atenta.-Encuentre una forma para que la torpe de mi hermana se cure de esa cosa horrible que tiene y vuelva a ser como antes-.

-Descuida, jovencita-respondió el médico, sonriendo-Haré todo lo que tenga en mis manos para hacer que... la torpe de tu hermana-me guiñó el ojo-esté como si nunca hubiese tenido nada-.

-Entonces, ¿es curable? ¿Lo del cáncer?-inquirió Ángel, con voz llena de esperanza. Su rostro moreno parecía irradiar luz cada vez que sonreía.

-Voy a ser honesto-admitió el hombre, subiéndose los lentes hasta la frente.-Todo depende del progreso de la enfermedad hasta ahora y del desenvolvimiento del paciente. A simple vista, pareces ser una chica bastante llena de vida-

¿Acaso hablaba en serio? ¿Entonces sí había alguna forma de curarme de la maldición de la leucemia? Después de todo lo débil que había sido durante tanto tiempo respecto a dejar que el cáncer hiciera lo mismo conmigo que con mi madre, haciendo que se repitiera la historia y volviendo a causar sufrimiento a quienes amaba, aún había esperanza.

Por un segundo, pensé en lo que me había contado mi padre acerca de la maldición de los Arismendi, pero sacudí la cabeza ante el pensamiento. No quería caer en aquel asunto tan sombrío en la historia de mi familia, por lo menos no en ese momento.

-Por ahora, vamos a hacerte unos nuevos exámenes, porque estos están bastante viejos. Hay que revisar como está esa sangre preciosa- indicó el médico, y sus últimas palabras me hicieron brincar en mi asiento. Celeste y Ángel se pusieron alerta ante mi movimiento brusco, tal vez con la idea de que saldría corriendo.

Sangre preciosa. Nunca estaré segura si esas fueron las exactas palabras del doctor, pero eso fue lo que había escuchado. Muy lejos de allí, en algún lugar del bosque, un vampiro estaba sediento de mi sangre, sólo que esta vez no sentí temor al recordar a Ariel, el rubio homicida lleno de oscuras intenciones. Me sentí afortunada de que ninguno de los presentes estaba al tanto de la existencia de aquellos seres que caminaban eternamente entre la sombras.

-¿Estás bien? ¿Te pasa algo?- dijo Ángel, tomándome de nuevo por un brazo. Sus ojos eran tan claros que podía reflejarme en ellos. Comencé a sentirme mejor al ver que aún existía gente preocupada por mí.

-Sí, estoy bien-musité, aún con la sombra de Ariel danzando en mi cabeza, como un recuerdo vago y lejano de algo que una vez fue el motivo de mis pesadillas y mis desvelos.

El doctor firmó las órdenes médicas y me las entregó, diciendo que al terminar de sacarme la sangre volviera a su consultorio pues me haría otra clase de pruebas. Los tres; Celeste, Ángel y yo, salimos en dirección al laboratorio, donde comencé de nuevo a pensar en que ya era hora de dejar de ser la pobre y triste niña asustadiza de la vida, hundida en la auto compasión.

Fue en el instante en el que la bioanalista empapó una mota de algodón en alcohol para limpiar el pliegue de mi antebrazo izquierdo para luego proceder a perforar mi piel con la jeringa, que volví a estar segura que no debía sentir más miedo de nada. Ni siquiera de Ariel, pensando en que minutos antes había recordado su rostro ansioso de mi sangre. Él no podía tocarme en mi ciudad, el sol lo calcinaría por completo. Mientras estuviera en casa, era invencible.

-Respira hondo- dijo Celeste, viendo como la mujer acercaba la afilada aguja hacia mí, pero yo no estaba pendiente de ello. Estaba mirando de nuevo con repulsión el brazalete de mi madre que ahora se convertía en una especie de atadura a la antigua Rosa que había decidido olvidar en cuanto mi cabeza estuvo despejada de toda duda. Estaba dispuesta a vivir a como diera lugar.

-Espere- dije a la bioanalista cuando ya tenía todo preparado para sacar sangre. Con mi mano libre, abrí el broche que unía los dos extremos del brazalete. De la fina pieza de plata que ya colgaba libre de mi muñeca, un rayo fue dirigido directamente hacia la lámpara que iluminaba la sala de laboratorio, provocando un cortocircuito que averió los bombillos de todo el pasillo. El hospital se sumió en la oscuridad, haciendo que el Sol fuese la única fuente de luz.

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