Amanecer Contigo, Camren G'P

By issaBC

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Barcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jau... More

CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
CAPITULO 25
CAPITULO 26
CAPITULO 27
CAPITULO 28
CAPITULO 29
CAPITULO 30
CAPÍTULO 31
CAPITULO 32
CAPITULO 33
CAPITULO 34
Epílogo

CAPITULO 16

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By issaBC

Las mentiras más crueles son dichas en silencio.

ROBERT LOUIS STEVENSON

    30 de abril de 1916

 —...Marcel me dejó el dinero para el tratamiento, pero no he tenido que devolvérselo, lo hizo el capitán. Te lo juro, Anna, no le debo nada —masculló Lauren cada vez más nerviosa.

    Isembard se giró al escuchar la furiosa protesta, y no fue el único. Camila, frente a él en la galería interior, también miró hacia el despacho confusa, olvidando por un momento su labor de vigilancia, aunque la retomó al instante. No así Isembard.

    Hacía poco que habían terminado de comer y, tal y como tenían por costumbre, el capitán y el señor Abad se habían retirado a la sala de fumar para tomarse un café y disfrutar de su adicción al tabaco, y allí permanecerían hasta la llegada de Addaia.

Sinuhe, en lugar de reunirse con Camila hasta la llegada de la enfermera, se había disculpado para ir a su alcoba con la intención de recuperarse de un fuerte dolor de cabeza. Y Camila, Lauren y él mismo, habían aprovechado la coyuntura para colarse subrepticiamente en el despacho del capitán. No fue algo premeditado, pero sí necesario. Al menos en parte.

    Lauren llevaba toda la semana mostrándose en extremo nerviosa, y los últimos días también en exceso susceptible.

Camila la achacaba a su preocupación por Anna. El no estaba tan seguro. No dudaba de que estuviera angustiada por su enigmática amiga, pero no era solo eso lo que le pasaba, la inquietud que sufría era de otro tipo. Uno más... carnal, que aumentaba con cada momento que pasaba en el gabinete de Camila. Y lo más divertido de todo era que Lauren no parecía ser consciente de ello. No podía despegar la mirada de ella cuando estaban juntas, la buscaba a través de las ventanas del estudio cuando estaban separadas, aprovechaba cualquier oportunidad para tocarla... y se frustraba cuando ella no le dejaba. Sonrió risueño ante ese pensamiento. No cabía duda de que estaban hechas la una para la otra, eran igual de tercas. Capaces de enfrentarse a cualquier situación, por dura que fuera, excepto a aquellas que pensaban que les ponían en evidencia delante de la otra; para Lauren su incapacidad de leer correctamente; para Camila la suya de mantenerse en pie sujeta a las barras paralelas. Y la frustración derivada de ambas situaciones era lo que estaba provocando que su díscola estudiante, de común rebelde y batalladora, se mostrara aún más insolente e inquieta. Y Camila no le iba a la zaga.

    Se atrevería a apostar su sueldo de maestro a que Lauren esperaba con impaciencia esa media hora en la que se reunían en el gabinete con ella para, con la excusa de sujetarla e impedirle caer, abrazarla bien pegada a ella, saltándose todas las normas sociales. Y, como no lo conseguía, pues Camila se negaba a levantarse ante ella en la misma medida que ella se negaba a leer ante ella, acababan enfadadas. Y susceptibles.Y nerviosas.

    No. Lauren no solo estaba irritable por su preocupación hacia Anna, había muchas más circunstancias a tener en cuenta.

Aunque esperaba fervientemente que la tertulia telefónica con su amiga calmara un poco los ánimos.

    Volvió a apoyar la espalda en el dintel de la puerta del despacho, sin dejar de observar con atención el salón de la planta inferior, y disimuladamente prestó oídos a la conversación que tenía lugar en el interior de la estancia.

    Lauren estaba sentada en el suelo, con el teléfono sobre las piernas y el auricular sujeto entre sus manos mientras susurraba, cada vez más nerviosa a su interlocutora. No cabía duda de que estaba siendo sometida a un interrogatorio exhaustivo. En los pocos minutos que llevaba allí ya había confesado que había mentido y que el trabajo que tenía no era otro que vivir en casa de su abuelo y seguir sus órdenes. También había salido a relucir varias veces el nombre de Marcel, y aunque Isembard no tenía ni idea de a quién podía referirse, por el tono que Lauren empleaba al hablar de él, le había quedado claro, al igual que a Camila, que no era buena compañía y que a Anna le molestaba en exceso que se juntara con ella.

    —Déjalo estar, Anna —suplicó Lauren abochornado por la regañina que estaba recibiendo—. Está bien, te lo prometo. No volveré a acercarme más a Marcel.

    Isembard sonrió al escucharle. ¿Ese susurro cargado de pesar y sumisión provenía de su alumna? ¡Ver para creer! Anna debía de ser una fuerza de la naturaleza para lograr eso en Lauren. Miró el reloj que guardaba en su chaleco, habían pasado casi veinte minutos, tendrían que ir finalizando la conversación si no querían arriesgarse a que el capitán o el señor Abad los descubrieran. Se giró, entrando apenas en el despacho con la intención de advertir a Lauren, y en ese momento oyó algo que le hizo detenerse.

    —...pupila del capitán. Camila. ¿Te gusta el nombre? Es casi tan bonito como ella —musitó Lauren, interrumpiéndose ruborizada al ver a su profesor entrando en la estancia—. Déjame un poco más, Isem...

    E Isembard no tuvo corazón para mostrarse severo, por lo que señaló el reloj de la pared para a continuación elevar la mano mostrando los dedos extendidos.

    Lauren asintió con la cabeza antes de volver a dirigirse a su amiga.

    —Solo nos quedan cinco minutos —indicó y luego entornó los ojos pensativa, por lo visto Anna había retomado su interrogatorio—.Tiene el pelo corto y se le alborota cuando se ríe...

    Isembard retomó su posición de cara a la galería, y mirando a Camila enarcó las cejas. Esta, sin separarse de la barandilla, negó con la cabeza un par de veces y volvió a vigilar el salón. Por ahora no había moros en la costa. Aguzó el oído, intentando descifrar los susurros provenientes del despacho, pero Lauren había bajado la voz hasta tal punto que era imposible discernir lo que estaba diciendo. Al menos hasta que estalló.

    —¡Claro que me estoy portando bien! —masculló ofendida—. No, no voy a hacer nada que moleste a Camila o al viej... al capitán. —Isembard sonrió al percatarse de cómo Lauren se había corregido en el último momento, su amiga debía de ser una mujer de armas tomar.

    Se asomó de nuevo al despacho, y una vez captada la mirada de la joven, le indicó mediante gestos que debía terminar la conversación. Después se retiró hasta la barandilla para que pudiera despedirse, pensando que no era propio de un maestro escuchar a escondidas a su alumna... aunque sí era propio de un amigo hacerlo si su compañera parecía preocupada, por tanto, su indiscreción estaba permitida.

    —¿Qué tal ha ido? —le preguntó cuando Lauren salió del despacho.

    —Bien... más o menos. — Lauren se metió las manos en los bolsillos, síntoma inequívoco de lo alterada que estaba, pues hacía tiempo que no cometía esa leve infracción—. ¡Me ha interrogado como cuando era niña! —siseó enfadada—. No hay modo de ocultarle nada, ¡todo lo descubre! —musitó acercándose a Camila para acto seguido acuclillarse ante ella y apoyar los brazos, con la barbilla sobre ellos, en uno de los reposabrazos de la silla.

    Isembard carraspeó para llamarle la atención por lo inapropiado de su postura, y Lauren, por supuesto, no le hizo caso.

    —Eso no es malo, Lauren —comentó Camila divertida, acariciándole el pelo—, es tu amiga, se supone que no debes tener secretos con los amigos.

    —Me ha regañado —señaló ella, sin querer contarle exactamente lo furiosa que se había mostrado hasta que acabó confesando a quién había pedido el dinero para el tratamiento y que al final no había tenido que devolverlo pues el viejo lo había hecho en su lugar... lo que había dado lugar a que el interrogatorio continuara, hasta que no le quedó nada sin contar. Cuando se lo proponía, Anna podía ser la mayor de las arpías. Y también la que más alto gritaba.

    —Eso es porque has hecho algo que no debías —argumentó Camila con una sonrisa.

    —He hecho muchas cosas que no debía, cosas horribles —admitió ella con inusitada seriedad—, pero volvería a hacerlas si fuera necesario. —Aunque tuviera que romper la promesa que acababa de hacerle a Anna.

Aunque tuviera que volver a mancharse las manos de sangre.

    —Lauren... —Camila se inclinó para abrazarle con cariño al advertir la tristeza que emanaba de ella—. Siempre tendemos a amplificar lo que nos preocupa, seguro que no son tan malas como crees —aseveró con firmeza besándole en la frente—. Eres una muchacha encantadora y maravillosa, no te permito que pienses lo contrario —le regañó afable.

    —No soy una muchacha —afirmó ella mirándola a los ojos.

    Se quedaron en silencio, perdidas en sus miradas, deseando acercarse más y juntar sus labios. Y a punto estuvieron de hacerlo, pero el carraspeo repentino de Isembard deshizo el hechizo.

    —¿Por qué no escribes a Anna? —murmuró Camila, apartándose de Lauren con las mejillas encendidas. Avergonzada por lo que había estado a punto de suceder—. Isembard podría mandar las cartas y también recibir las de ella en su casa. —El profesor asintió, mostrándose de acuerdo—. Así podríais manteneros en contacto sin tener que engañar al capitán —indicó preocupada. No le gustaba esconderse del capitán y mucho menos andarse con subterfugios para poder usar el teléfono sin que él lo supiera.

    —Imposible —siseó Lauren pasándose las manos por el pelo—. Ahora que Anna sabe que estoy viviendo con el viejo, si le mando una carta descubrirá mi dirección y, conociéndola como la conozco, sé que es capaz de escribirle a mi abuelo contándole quién es, y advirtiéndole de que debe obligarme a olvidarme de ella —masculló enfadada—. Está empeñada en que su presencia supone una complicación en mi maravillosa nueva vida —ironizó.

    —No puedes decirlo en serio —musitó Camila atónita. Por lo poco que Lauren le había contado de su amiga, sabía que ella la adoraba, pero nunca imaginó hasta qué punto le quería a ella. ¿Qué clase de mujer sería para dar por sentado que no era buena para Lauren?

    —Muy en serio. No conoces a Anna, cuando se le mete algo en la cabeza no hay manera de hacerla entrar en razón. Y se le ha metido entre ceja y ceja que no es buena para mí.

    Isembard observó con atención a Lauren, su cabeza colapsada con idénticos pensamientos a los que pululaban por la de canela. ¿Quién era Anna y por qué creía no ser buena para ella? Era un verdadero misterio. Uno inescrutable, pues Lauren acostumbraba a guardar un pertinaz silencio sobre su amiga.

    Miró a Camila y esta se encogió de hombros en respuesta. Un instante después, el sonido del timbre les sobresaltó a los tres.

    —Adda acaba de llegar —indicó Camila asomándose a la barandilla—. Debo ir al gabinete, os veo más tarde —se despidió enfilando la galería sin esperar a que Lauren empujara su silla. Las llamadas que hacían eran tan secretas que ni siquiera había informado a su amiga.

    —El capitán y el señor Abad tienen que estar a punto de terminar su tertulia en la sala de fumar, deberíamos ir al estudio —aconsejó Isembard.

    Lauren asintió con la cabeza, siguiéndole.

    —Vamos, Camila, inténtalo otra vez —murmuró Lauren con cariño, sujetándola por la cintura mientras ella se abrazaba a su cuello. Toda ella pegada a ella. Todo ella pegado a ella.

    Isembard las miraba y carraspeaba sin parar, aunque no se molestaban en hacerle caso. Y Adda los miraba divertida y le daba codazos a Isembard para que dejara de ser tan puritano.

    —No. Déjame en la silla —exigió ella apretándose aún más contra ella cuando Lauren hizo intención de separarse un poco para que pudiera aferrarse a las barras.

    —Puedes hacerlo, suéltame y pon las manos en las barras —le exigió en voz baja, hundiendo la nariz en su cabello. ¿Cómo podía oler tan bien?

    —No es cuestión de que pueda o no hacerlo, sino de que no quiero hacerlo —protestó ella sin soltarse, sintiéndose segura acunada en sus brazos—. Déjame en la silla.

    —Eres más terca que una mula —gruñó ella sin moverse un ápice, contradiciéndose a sí misma al no intentar forzarla a sujetarse a las barras. Pero era tan blandita. Se sentía tan bien cuando ella le abrazaba.

    —Y tú eres una majadera insufrible. ¡Una botarate! ¿Acaso no te das cuenta de que es un esfuerzo vano? —gimió hundiendo el rostro en su cuello y meciéndose contra ella—. Soy muy consciente de lo que mi cuerpo puede o no puede hacer, y andar correctamente no entra dentro de mis posibilidades.

    —¡Claro que sí! Lo que te pasa es que tienes miedo y por eso no quieres intentarlo —siseó enfadada apartando el rostro de su sedoso pelo para situarlo a un suspiro de sus labios.

    —Por supuesto que tengo miedo. ¡El miedo es libre! —replicó airada cerrando más los brazos en torno a su nuca y aupándose ligeramente sobre su pie sano, pegándose aún más a ella—. Además, no pretendas que intente andar cuando tú ni siquiera te dignas a leer en voz alta por miedo a que alguien pueda escucharte —atacó furiosa.

    —No te atrevas a decirme lo que debo hacer —bufó pegando la nariz a la de ella.

    —Ídem —masculló ella con los labios entreabiertos, inclinando ligeramente la cabeza.

    —Se nos hace tarde. Deberíamos regresar al estudio —se inmiscuyó Isembard, temiendo y previendo lo que podría llegar a suceder si no les paraba los pies en ese mismo instante. Ninguna de las dos era consciente de que estaban jugando con fuego... ni de que estaban a punto de quemarse.

    —Ni siquiera ha pasado media hora. —dijo Camila enfurruñada.

    —Aún es pronto —gruñó Lauren enfurecida girando la cabeza hacia su profesor.

    Isembard elevó las manos en señal de rendición al percatarse de que acababa de convertirse en el blanco de las iras de la pareja.

    —No es pronto —contestó a ambas—, ha pasado casi una hora. Os recuerdo que acordamos un recreo de no más de cuarenta y cinco minutos para que Lauren te ayudara con tus ejercicios, y ese tiempo ya se ha cumplido. Lauren debe continuar con sus clases si no quiere atrasarse —indicó, sabiendo que solo ese argumento lograría que Camila se pusiera de su parte.

    —¡No me voy a atrasar con las lecciones! —Lauren lo miró exacerbada, se levantaba cada mañana dos horas antes para estudiar y que Isembard no pudiera quejarse y quitarle el recreo...

    —Tiene razón, Lauren, debes volver. —Camila se puso de inmediato de parte de Isembard, no fuera a ser que el profesor se enfadara y les dejara sin el recreo; no pensaba darle ninguna excusa para que pudiera quitárselo—. Déjame en la silla, por favor.

    Lauren bufó enfadada y rezonga un poco más, pero no lo suficiente como para enfadar a su profesor y, acto seguido, la sujetó con fuerza con una de sus manos, pegándola más a ella, mientras que pasaba la otra bajo sus rodillas para tomarla en brazos y depositarla con sumo cuidado en la silla.

    Se acuclilló frente a ella de manera que sus rostros quedaron a la misma altura e, ignorando los malditos pantalones que habían vuelto a quedársele estrechos, se inclinó para besarle la frente.

    —Mañana andarás.

    —Eso habrá que verlo.

    —Debemos irnos, Lauren —le instó Isembard al percatarse de que si no ponía freno, volverían a empezar.

    —Aguafiestas —le siseó Addaia dándole un suave codazo.

    —No entiendo por qué no quieres intentarlo —masculló Lauren esa misma noche en la habitación de Camila, en la silla que siempre ocupaba, mientras que ella, sentada en la cama con la espalda apoyada en el cabecero le miraba furiosa.

    —¡Porque no!

    —Esa no es una respuesta.

    —¿Por qué te niegas tú a leer?

    —¡Porqué lo hago fatal!

    —Pues yo ni siquiera puedo andar. Ahí tienes el motivo —señaló enfurruñada cruzándose de brazos. Estaba harta de que Lauren intentara hacerla andar cada tarde.

¿Por qué no podía pasar el recreo hablando con ella en vez de torturándola con lo que no podía ser?

    —Pero Adda ha dicho...

    —Adda puede decir misa si quiere. ¿Por qué tienes tanto empeño en que camine? —siseó inclinándose hacia ella—. ¿Acaso te molesta que esté inválida? Pues no tienes porqué, no voy a salir a pasear contigo, así que no te preocupes, no te avergonzaré en público.

    —¡No digas tonterías! —Lauren golpeó la cama furiosa—. Cuándo he dicho o hecho algo que te haga pensar que... ¡que me avergüenzo de ti! —escupió airada—. ¡No te inventes las cosas! ¡Puñeta! —exclamó frustrada—. Nada desearía más que dar un paseo contigo. Que todos me vieran y se murieran de envidia al verme acompañada de una chica tan guapa, ¡pero no puedo! ¡No me dejan salir! ¿Crees que me hace gracia pasarme todo el día encerrada, viendo como sales a pasear con Dios sabe quién?

    —¡Salgo con mi madre!

    —¡Y con Marc!

    —¿Con Marc? Si está de viaje...

    —Pero cuando vuelva saldrás con él y me dejarás sola como a un perro.

    —No puedes estar hablando en serio —le increpó perpleja—. ¿Alguna vez te he dado esa impresión?

    Lauren abrió la boca para protestar y al instante volvió a cerrarla a la vez que negaba con la cabeza.

    —Lo siento... ya no sé ni lo que digo. —Camila inclinó la cabeza, aceptando sus disculpas—. Pero sigo sin entender por qué no quieres intentar andar —musitó muy seria.

    —Porque es más cómodo ir en silla de ruedas que pasear dando tumbos, temiendo caer —replicó ella poniendo los ojos en blanco. ¡Otra vez con lo mismo!

    —Yo nunca te dejaré caer —afirmó vehemente.

    —¿Y también me protegerás de las miradas compasivas y las murmuraciones maledicentes? —Lauren la miró confusa, sin entender a qué se refería—. No es tan sencillo como crees, Lauren. En la silla conservo un poco de dignidad, solo soy una inválida que intenta pasar desapercibida y que ocupa el lugar que le corresponde sin montar alboroto. Pero si apareciera ante la gente aferrada a unas muletas, coja, dando tumbos y calzada con los horrendos zapatos ortopédicos, todo el mundo me miraría y se cebarían con mi situación, ¡sería el hazmerreír de media Barcelona! La pobre loca que no sabe quedarse sentadita —negó con la cabeza, furiosa—. Es mucho más digno seguir con mi silla de ruedas que fingir que puedo caminar y ganarme las miradas compasivas de los demás.

    —Eres una cobarde —susurró encarándose a ella—. Te da miedo lo que puedan decir de ti, y por eso no te atreves a intentarlo.

    —Tan cobarde como tú, que no te atreves a leer porque te da miedo que los demás se rían si lo haces mal.

    —¡Es distinto! Leer bien no me sirve para nada.

    —No es distinto, a mí tampoco me sirve para nada cojear —replicó ella airada—. ¿Quieres que lo intente? ¿Que deje de tener miedo al qué dirán?

    —¡Sí!

    —Perfecto. Yo también quiero que tú dejes de avergonzarte por lo que crees que no sabes hacer. Haz caso a Isembard, lee cada tarde lo que él te diga, y cuando estemos juntas donde todos puedan oírte, lee en voz alta en vez de escudarte en que no sabes y permitir que sigan pensando que eres analfabeta. Entonces, intentaré andar.
   
Lauren la miró enfadada antes de levantarse de la silla y dirigirse a la puerta.

    —Es tarde. Me voy a dormir.

    —¡Que duermas bien!

    Recorre la sala, sorteando a los clientes de su madre, a los amigos de su padre.

    Quieren jugar, pero ella solo quiere que se vacíe la bandeja y le dejen tranquila.

    Siente sus caricias y pellizcos. Escucha sus burlas y proposiciones.

    Los esquiva con la mirada fija en las tintineantes botellas.

    Alguien le agarra del pelo. Alza la mirada. Michael.

    Pánico en sus ojos. Su padre se ríe... Le mira y se ríe.

    Le lleva a una de las hediondas habitaciones. Con Marcel.

    No es el hombre viejo y calvo de ahora, sino el joven de antaño.

    —Ahí la tiene. Cóbrese lo que debo —Michael le lanza contra el amanerado dandi y se va.

    Lauren tiembla e intenta levantarse.

     Escapar.

    Marcel no se lo permite.

    —Tu padre es un bruto. —Sienta a la batalladora niña en su regazo—. No temas, no voy a hacerte daño. No tengo por costumbre tomar a quién no se me ofrece. Me gustan dóciles, no rebeldes —le acaricia el pelo—. Qué niña tan guapa eres... que mujer tan maravillosa serás.

    Lauren muerde la mano que le acaricia.

    Salta hacia la puerta al verse libre.

    La golpea una y otra vez, intentando abrirla.

    —Huyes de la sartén para caer en las brasas. Michael acabará por venderte al mejor postor.

    Se acerca a ella despacio, sin prisa, sabiéndose vencedor.

    Lauren pega la espalda a la pared y enseña los dientes en un gruñido aterrado.

    —Si fueras mía, cuidaría de ti. Nadie podría hacerte daño. Piénsatelo.

    Una última caricia en su rostro y saca la llave del bolsillo para abrir la puerta.

    —La mercancía no está de acuerdo. Busca otra manera de pagarme, Michael.

    Lauren ve su sonrisa mientras habla. Sabe que le está echando a los lobos, demostrándole cuán peor puede ser estar contra él.

    Michael le mira enfadado. Ya no están en el salón del burdel, sino en el sótano.

    Hedor a cloaca. A maldad. A corrupción.

    Oscuridad. Le rodea. Le atrapa. Le ahoga.

    —¿Sabes quién era el hombre al que has rechazado? ¿Te haces siquiera una idea de cuánto le debo? Podrías haber zanjado mi deuda y sacado buen beneficio, pero eres tan estúpida que no has sabido aprovecharlo.

    El cinturón restalla en el aire.

    —Torpe. Inútil. Desgraciada.

    Con cada palabra, un golpe.

    Con cada golpe, una herida.

    —Nunca serás nadie, no tienes inteligencia para serlo.

    Con su última frase, la herida más dolorosa.

    La que se clava en el corazón.

    La que duele en el alma.

    La que nunca se olvida.

    Anna. Mirándole enfadada frente a la residencia.

    —Eres tonta. No sabes lo que te conviene. Olvídate de mí. Soy vieja, nada valgo.

    Lauren niega con la cabeza. No va a olvidarse de ella.

    —¿Acaso no tienes cabeza? ¿No has aprendido nada de lo que te he enseñado? No puedes pagarle, te prohíbo que te acerques a él.

    Ya ha conseguido el dinero, es tarde para sus consejos.

    Aprieta los labios y la obliga a entrar.

     Luego huye.

    Corre mientras piensa en cómo pagar lo que no puede pagar.

    Tiene un mes de plazo para averiguarlo.

    Pero no lo averiguará. Porque no tiene inteligencia.

    Y mientras corre, la voz de su abuelo se repite en su cabeza.

    «No espero que seas lo suficientemente lista.»

    Entra en la biblioteca. Todos le miran.
    Toma un libro enorme, tan grande que apenas puede sostenerlo.

    Lo abre. Está lleno de letras ininteligibles. Las sigue con el dedo.

    Lee.

    Y todos se ríen.

    Porque no es lo suficientemente lista para leer.

    Porque no tiene inteligencia para comprender los símbolos escritos.

    El libro cada vez es más grande. Ella, cada vez más pequeña.

    Las letras se mezclan formando palabras que no existen.

    Y ella continúa leyendo.

    Su abuelo se ríe. Porque no es lista.

    Anna llora. Porque no es lista.

    Camila no anda, porque no es lista.

    Porque no sabe leer bien.

    La ha defraudado. Como a todos.

    —Claro que eres lista. Eres muy, muy lista. Y muy inteligente.

    Camila. Sus dedos acariciándole el pelo, la frente, las mejillas.

    —No lo soy. Soy torpe, inútil y tonta...

    —No digas más tonterías, Lauren. Eres muy lista —susurró Camila con voz severa, desesperada porque no conseguía despertarle. Estaba acurrucada en la cama, gimiendo y llorando, estremecido por temblores incontrolables.

    —No lo soy —farfulló en voz tan baja que apenas le oyó.

    —Lauren, por favor, no me hagas esto... Despierta —suplicó zarandeándole.

    Y ella por fin abrió sus ojos empapados en lágrimas no derramadas.

    —Tranquila, estoy aquí, contigo. No pasa nada —se inclinó para besarle en la frente...

y ella la envolvió en sus brazos y la tumbó en la cama, a su lado. Abrazándola desesperada. Con el rostro hundido en su pelo mientras sollozaba—. Lauren... ¿Qué haces? Esto no es correcto.

    —No me dejes. Quédate conmigo. Leeré, pero no me dejes. Seré lista, te lo juro, no te vayas.

    —No me voy a ir, tranquila. Nada me separará de ti. No llores más —musitó abrazándole.

    Y así continuó hasta que sus sollozos se calmaron y su respiración se normalizó.

    Hasta que las lágrimas se secaron en sus mejillas y dejó de estremecerse.

    —¿Estás bien? —le preguntó acariciándole con ternura el rostro.

    —He... he tenido una pesadilla —musitó adormilada.

    —No hace falta que lo jures...

    —Siento haberte despertado —murmuró aumentando la fuerza de su abrazo, acurrucándose contra ella. Se estaba tan bien a su lado. Su pelo le hacía cosquillas en la nariz y ella era tan blandita. Olía tan bien...

    —No lo sientas. Soy tu amiga, y las amigas están para apoyarse —afirmó permitiéndose disfrutar por un instante más de sus dedos férreos sujetándola como si fuera lo más importante del mundo para ella.

    —Eres un ángel... —Cerró los ojos sin soltarla.

    —Lauren, debo irme —Camila apoyó ambas manos en la cama, intentando separarse de tan inadecuado abrazo.

    —¿Por qué? —Abrió los ojos, confundida.

    —Porque no es correcto que esté en tu cama.

    —Sí lo es. Las amigas duermen juntas. Y nosotras somos amigas —argumentó somnolienta acunándola de nuevo.

    —Claro que no. Las amigas no duermen juntas —replicó divertida, intuyendo que aún estaba medio dormida.

    —Sí lo hacen... —En sus ojos una súplica.

    —Oh, Lauren, esto no está bien.

    —Sí lo está —sentenció ella acurrucándose contra ella.

    —Está bien, me quedaré un poco más, pero solo hasta que te duermas, luego me iré... —Se arropó con la sábana para guardar un poco la decencia y acompañada por el ritmo pausado de su respiración sus párpados fueron cayendo.

    Y soñó con que bailaba en sus brazos.
Giraban y giraban en el salón de la casa. Y Lauren estaba muy elegante, vestida con un traje negro de etiqueta. Y ella llevaba un precioso vestido verde, como los ojos de su amiga, con una amplía falda que volaba a su alrededor cada vez que ella giraba con ella en brazos. Y seguían girando y bailando y riendo en el salón lleno de hermosas mujeres. Y ella solo tenía ojos para ella. No había nadie más a quien ella mirara, con quien ella se riera, a quien ella abrazara. Solo la miraba a ella, sin importarle que su pierna estuviera atrofiada y que ella fuera una inválida. Solo bailaban y giraban y reían y se abrazaban. Y la besaba. Porque era su amiga. Porque la quería.

    Lauren se acurrucó contra la almohada y esta le hizo cosquillas con el pelo en la nariz. Sonrió entre sueños. Estaba calentita y blandita y olía de maravilla. Frunció el ceño, aún con los ojos cerrados. ¿Desde cuándo su almohada olía como Camila? Abrió los ojos, aturdida, y lo primero que vio fue a un ángel dormido en su cama. Camila.

    ¿Qué hacía ahí?

    Y en ese momento recordó.

    Recordó la horrible pesadilla. Y también el maravilloso sueño. Solo que no había sido un sueño. Ella estaba allí, con ella, dormida entre sus brazos.

    La miró dubitativa, debería llevarla a su alcoba, a su propia cama, pero era tan agradable despertarse junto a ella. Su mirada voló más allá de las cortinas que cubrían la puertaventana. Aún era noche cerrada. Demasiado pronto para despertarla. Negó con la cabeza. Esperaría. La pobre había pasado una noche muy agitada por su culpa, se merecía descansar un poco más.

    La observa embelesada, la sábana la cubría hasta la cintura y llevaba puesto un recatado camisón blanco de manga larga cerrado con botones hasta la garganta. Su corta melena lucía alborotada sobre la almohada y algunos mechones le tapaban la frente y los ojos. Se inclinó para retirárselos y no pudo evitar besar con ternura la lisa porción de piel que acababa de dejar al descubierto para, a continuación, descender hasta la respingona punta de su preciosa nariz y besarla también. Se detuvo a un suspiro de probar sus labios, confundida por su extraño modo de proceder. Ella no se dedicaba a besar a las chicas cuando estaban dormidas. De hecho, no le gustaba besar a nadie. Bueno, a Anna sí, en las mejillas, porque era su amiga. También Camila lo era. Pero a ella no quería besarla en las mejillas. O sí. Parpadeó turbada al darse cuenta de que en realidad se moría por besar a Camila en las mejillas, en la frente, en la nariz, en los labios...

    ¿Qué demonios le estaba pasando?

    Se apartó despacio, intentando no moverse con brusquedad para no despertarla y, apoyándose sobre un codo, continuó contemplándola. Y oliéndola. Y saboreando su presencia junto a ella. En su cama. Y, sin saber por qué, ese pensamiento le provocó un extraño vuelco en el estómago. Pero no era desagradable, sino todo lo contrario.

    Tomó con los dedos uno de los suaves mechones y lo acarició con deleite. Jamás había visto, ni tocado, un pelo tan sedoso como el de Camila, ni con tanto brillo. Ni tan rebelde, pensó divertida al ver como los mechones que le había retirado de la frente habían vuelto a caer sobre esta. Se inclinó para retirárselo y sus dedos se mantuvieron más tiempo del necesario acariciando su sien. Era tan suave.

    ¿Sería igual de suave en el resto de su cuerpo?

    Descendió despacio, rozándola apenas, por sus tersos pómulos y se detuvo embelesada sobre sus labios entreabiertos.

El inferior era un poco más grueso que el superior, y este tenía unos picos muy marcados que no dudó en delinear con las yemas de los dedos. Le gustaba que no se los pintara, eran perfectos tal como eran. Se inclinó un poco más, y acto seguido se apartó asustada, pues ella había girado la cabeza hacia ella para después dejar asomar su lengua y lamerse los labios despacio.

    Sintió un nuevo revoloteo en el estómago.

¿Qué le estaba pasando?

    Esperó un instante, temiendo haberla despertado, pero ella continuó con los ojos cerrados, y ella volvió a confiarse.

    Posó los dedos en su barbilla y fue bajando lentamente por su garganta, fascinada con la tersura de su piel. Era tan fina que las venas se transparentaban azuladas bajo ella. Las siguió hasta llegar al camisón y, sin ser consciente de lo que hacía, desabrochó los primeros botones, dejando a la vista su piel. Ascendió con los dedos la suave pendiente de ambas clavículas para luego descender, casi temerosa, hasta el ligero valle que los botones abiertos dejaban visible. Recorrió la blanca tela, contorneando absorto la frontera entre piel y lino, perdido en extrañas sensaciones que no entendía... hasta que se apartó asustada cuando ella se removió acalorada, sus pechos subiendo y bajando con rapidez debido a su acelerada respiración.

    Contempló fascinada el hipnótico movimiento y sus dedos, desobedeciendo las órdenes de su aturdido cerebro, se lanzaron de nuevo a dónde no deberían bajo ningún pretexto posarse: sobre el recatado camisón.

Sobre su estómago, justo bajo sus pechos.

    Alisó la fina tela, trazando el contorno de sus senos, cautivada por las formas que poco a poco iban mostrándose ante sus ojos. Eran pequeños y se alzaban insolentes hacia el cielo, desafiando la fuerza de la gravedad.

Eran muy bonitos... Presionó con cuidado sobre el izquierdo y sonrió. También eran blanditos, como ella. Y estaban coronados por un pequeño guijarro que comenzó a endurecerse y elevarse bajo su mirada.

    Se removió inquieta llevando la mano libre a la cinturilla de los pantalones para tirar de estos y conseguir un poco más de espacio. Entre el estómago, que no paraba de darle vuelcos, y los pantalones, que no dejaban de apretarle, se estaba volviendo loca.

    Se lamió los labios sin dejar de mirar el pequeño pezón que se elevaba cada vez más bajo el camisón y, sin pararse a pensar en lo que hacía, lo acarició con el pulgar.

    —¡Lauren! —gritó Camila de repente, dándole un sonoro bofetón.

    —Yo... lo siento. —Se apartó sobresaltada, llevándose la mano a la cara—. Yo... Estaba... Yo... Colocándote el camisón —asintió vehemente con la cabeza para dar veracidad a sus palabras—. Se había desabotonado y estaba abrochándolo...

    —No se te ocurra volver a tocarme. Es más, no se te ocurra volver a meterme en tu cama. ¡Nunca más! —siseó histérica, llevándose ambas manos al pecho a la vez que recordaba un inapropiado sueño en el que hacía toda clase de cosas con ella. Cosas que ninguna señorita bien educada debería hacer—. No... no soy una de tus... amigas.

    —Sí eres mi amiga —replicó asustada. Por supuesto que lo era. Lo que había hecho no era tan grave como para que dejaran de serlo. ¡No podía decirlo en serio!

    —No esa clase de amiga —rebatió Camila con exagerada dignidad.

    Lauren la miró confundida por un momento y luego una desdeñosa sonrisa se dibujó en sus labios.

    —Ah, entiendo. Esa clase de amigas —murmuró malhumorada. ¿Qué se había pensado Camila? ¿Que se dedicaba a tocar a cualquier mujer a su alcance? ¡Nada más lejos de la realidad!—. No tienes por qué preocuparte, Camila. No me gustan las mujeres.

    —Ah... ¿No? —Lauren negó con la cabeza con seriedad—. Vaya, pensé que... —farfulló aturdida—. ¿De verdad no te gustan? Me metiste en tu cama...

    —Estaba dormida, no lo hice a propósito —explicó ella enfadada, sentándose con las piernas dobladas y las manos envolviéndole las rodillas.

    —Ah... entonces... ¿Te gustan los hombres? —susurró dudosa, sin saber bien cómo tomarse su declaración. Sabía que existían personas que gustaban de otros iguales a ellos o ellas, pero nunca había conocido a ninguno.

    —¡Claro que no! ¡Por qué iban a gustarme! —Saltó estremecida de la cama. En su rostro la palidez de un cadáver.

    —Acabas de decir que no te gustan las mujeres... —La miró asustada, pareciera que alguien la estuviera matando.

    —¡Tampoco los hombres! —exclamó ella abrazándose el cuerpo con las manos mientras se mecía agitada—. No me gusta nadie. Ni las mujeres ni los hombres —repitió nerviosa.

    —Tranquila. No pasa nada. Me parece maravilloso que no te guste nadie, así no te meterás en líos... —Intentó sosegarle hablando con mesurada calma.

    —Como si eso fuera a evitarlo —masculló Lauren, negando con la cabeza ante su ingenuidad. Inspiró hondo varias veces, hasta que el arrebato de pánico remitió, y cuando eso sucedió, se acercó a ella tomándola en brazos—. Es hora de que duermas en tu cama.

    —¡Lauren! ¿Se puede saber qué haces? —siseó abrazándose a su cuello, temiendo caer.

    —No te asustes, no te voy a soltar —gruñó ella enfadada por su falta de confianza a la vez que la sentaba con cuidado en la silla.

¿Acaso la había dejado caer alguna vez? No. Entonces, ¿por qué no se fiaba de ella?

    Camila gimió aterrada, ignorando su gruñido. El camisón se le había subido dejando al descubierto su pierna atrofiada. Se inclinó presurosa para bajárselo y ocultar su tara, pero las manos de ella se lo impidieron. Le miró. Tenía los ojos fijos en su pie deforme mientras sus dedos recorrían con cuidado el empeine.

    —¿Te duele? —preguntó al ver que estaba doblado hacia dentro y la planta muy arqueada, como si estuviera de puntillas.

    —A veces —murmuró ella avergonzada—. Deja que me tape, Lauren, no me gusta verlo. —«Y, menos aún, que tú lo veas»

    —No es feo. —Le subió el camisón por encima de las rodillas y deslizó los dedos por la pantorrilla derecha. Era mucho más delgada que la izquierda y estaba curvada hacia fuera.

    —Es desagradable. Lauren, por favor... —gimió angustiada.

    —A mí no me lo parece —musitó ella, tapándola al fin—. Solo está un poco más delgada, pero sigue siendo preciosa —afirmó besándola en la frente para luego colocarse tras la silla.

    Recorrieron en silencio el corredor exterior y ya en la alcoba femenina, la tomó en brazos y la depositó con cariño en la cama.

    —Duerme un poco. Nos veremos en el desayuno —se despidió dándole un nuevo beso, esta vez en la mejilla.

    Al regresar a su dormitorio dejó las puertas cristaleras abiertas para combatir el intenso calor que hacía de repente. Se masajeó la nuca, sintiéndose extrañamente nerviosa, y se quitó la camisa del pijama.

Debían quedar menos de tres horas para el amanecer y no pensaba volver a dormirse, por lo que no habría pesadillas que despertaran a cantos haciéndole acudir a su lado. Bien podía ponerse un poco más cómoda. Abrió el buró y tomó un cuaderno y la pluma. Sonrió feliz, ya no tenía que robar papel, Isembard, Dios sabía por qué, le había regalado una preciosa pluma estilográfica y varios cuadernos tras enterarse de que sabía leer... y ella no pensaba desaprovecharlos.

Aunque sí los guardaba bajo llave. Solo por si acaso. No solo había cuentas, palabras y dibujos de esqueletos en ellos.

    Lo abrió por la última página y, mordiéndose el labio concentrada, procedió a repasar por enésima vez los cálculos que Isembard le había puesto como tarea. Gruñó al ver una de las divisiones de dos cifras.

Desde que Isem había descubierto que tenía algunas nociones de matemáticas parecía empeñado en demostrarle la cantidad de fórmulas que no sabía... Pues iba listo. No pensaba quedar como una tonta por unos pocos números mal puestos. «O tal vez sí», pensó enfurruñada al darse cuenta de que no era capaz de centrarse en las malditas cuentas. Guardó el cuaderno y tras sacar otro se sentó en la cama, con este sobre las piernas y la espalda apoyada en el cabecero.

    Ojalá pudiera representar sobre el papel la suavidad de su piel, pensó mientras daba forma al óvalo perfecto que sería el rostro de Camila. Perfiló los pómulos y su sedosa frente, sin olvidar los mechones rebeldes que caían sobre ella. Trazó con esmero sus labios desiguales y su naricilla respingona, y cuando llegó a los ojos estuvo tentada de dibujarlos abiertos, tal y como habían estado cuando le había abofeteado. Pero no lo hizo, tenía cientos de dibujos de ella con los ojos abiertos: furiosa, risueña, seria, burlona... incluso somnolienta. Pero ninguno con ella dormida.

    Ojalá hubiera podido contemplarla así un poco más, pero no, había tenido que fastidiarla. ¿Por qué puñetas no se había quedado quietecita? Cerró el cuaderno, enfadada consigo misma. ¿Qué diablos se había apoderado de ella para haber hecho... lo que había hecho? ¿Acaso había perdido la cabeza? Tal vez la respuesta fuera que nunca había tenido cabeza. Anna se lo decía cada dos por tres. Y tenía razón. Nunca pensaba antes de hacer nada, y así le iba.

    Camila se había enfadado. Y con razón. Ella también montaría en cólera si alguien le tocara mientras dormía. Pero... Ella no era tan blandita. Ni olía tan bien. Solo que eso no era excusa. Se había merecido el bofetón.

    Sin ninguna duda.

    Se tocó la mejilla, aún estaba caliente.

Camila tenía la piel tan suave y delicada... de hecho, Camila entera era suave y delicada; menos cuando le daba bofetadas. Entonces no era ni suave ni delicada. Sonrió. ¡Menuda fierecilla estaba hecha! Quién lo hubiera pensado.

Cerró los ojos recordando el tacto sedoso de su tez, sus labios entreabiertos mientras se los lamía aún dormida, el rubor de sus pómulos y la visión de sus pechos cuando se elevaban en cada respiración...

    Abrió los ojos, incorporándose de repente.

    ¡Hacía un calor del demonio en esa habitación!

    Salió al corredor en busca de aire. Un escalofrío le recorrió al sentir la fresca brisa sobre su cuerpo sudoroso. Qué extraño. Volvió a entrar en la habitación y se tumbó en la cama pensativa. ¿Por qué fuera hacía fresco y dentro bochorno?

    Seguro que había alguna ley de esas científicas que lo explicaba.

    Pasó una mano por debajo de su cabeza, posó la otra sobre el estómago, y comenzó a trazar círculos alrededor de su ombligo mientras meditaba en lo que había ocurrido esa noche.

    No lo entendía. Ella nunca se comportaba así.

    No había mentido al decir que no le gustaban las mujeres. Era verdad. Las que había conocido de niña siempre iban pintarrajeadas y olían a alcohol y sudor, propio y de cientos de hombres. Estaban permanentemente borrachas y hablaban a gritos, riéndose con agudas y estridentes carcajadas como las brujas de los cuentos.

    Las odiaba.

    Y luego había llegado Anna y le había llevado con ella. Las mujeres de la Barceloneta no eran como las que trabajaban con su madre, pero tampoco le gustaban. Le miraban mal y no le dejaban jugar con sus hijos, decían que no era buena compañía. Y ciertamente no lo era. Su carácter por aquel entonces no era dócil. Más bien todo lo contrario. Pero había cambiado, Anna le había enseñado a comportarse bien, a no gruñir ni pelearse con nadie... al menos sin un buen motivo. De todas maneras, no era su carácter lo que no aceptaban, sino de dónde venía, y contra eso no podía hacer nada. No. No le gustaban nada las mujeres de su barrio.

    Solo le gustaba Anna. Era su amiga.
    Siempre había pensado que era única. Pero se estaba dando cuenta de que no era así. La señora Sinuhe y la señora Muriel eran casi como ella. Buenas mujeres. Y luego estaba Camila. Camila era la mejor de todas.

Tanto como Anna. Pero no de la misma manera que Anna. Era diferente. Era blandita y olía bien. Y le gustaba su risa. Y su pelo. Y sus ojos cuando se reía. Y también cuando se enojaba.

    Sí, definitivamente Camila sí le gustaba.

    Se removió adormilada hasta quedar tendida bocabajo y pensó en cuánto le gustaba sostenerla cuando intentaba andar.

Aunque ella se enfadara. Le gustaba sujetarla por la cintura mientras ella gruñía abrazada a su cuello. Pero era mejor todavía cuando la alzaba y daban vueltas como si bailaran, porque entonces ella posaba las manos en sus hombros y se reía. Le gustaba escuchar su risa. Le hacía sentir bien, como si tocara cada una de las nubes del cielo.

    Le mira y sonríe.
    Y ella sonríe con ella.
    Se siente una gigante.
    Una princesa.
    Ella le abraza.
    Y ella se estremece.
    Caen sobre la cama.
    Sus rostros se acercan.
    Sus labios se juntan.
    Y ella posa sus manos en su torso.
    Ella se queda inmóvil.
    Ella desciende lentamente por su          estómago.
    Ella la detiene.

    — ¿Te vas a comportar de buena manera justo ahora?

    —No voy a poder... nunca puedo.

    —Yo creo que sí.

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