Capítulo 2: La llamada del destino

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29 de enero

El pájaro tenía el pecho de color naranja. No cantaba de forma melodiosa, más bien hacía un ruido extraño, como un chasqueo. Podía verlo perfectamente sobre la rama gris, resaltando en medio del paisaje nevado igual que una joya. Juan llevaba mirándolo desde hacía un buen rato, inmóvil en el centro del patio, con la horca al hombro, como petrificado. Oria lo había sorprendido así al asomarse a la puerta y desde entonces trataba de adivinar en qué diablos pensaba su esposo, qué le había dado esta vez.

Entrecerró los ojos y suspiró, cerrándose bien el mantón sobre los hombros y la cabeza. Aquel hombre siempre había sido enigmático. De joven le gustaba, era parte de su atractivo, pero ahora sentía como si no lo conociera. Sabía que no era la única mujer que se sentía así. Montañana estaba llena de esposas que no sabían lo que sus maridos hacían o pensaban, de muchachas que se fingían tontas para no enfrentar el hecho de que compartían cama con desconocidos. A Oria no le gustaba hacerse la tonta, ni tampoco sentirse tan distanciada de Juan. Habían estado unidos en el pasado, al menos lo suficiente. Él siempre la había respetado, la escuchaba y la tenía en cuenta, algo poco común, y Oria valoraba aquello como un tesoro. Debería resultarle suficiente, pero ya no le bastaba con eso. Juan había vuelto cambiado de la guerra y por mucho que ella lo intentaba, no llegaba a comprender a aquel nuevo hombre que ahora dormía en su lecho.

«No, realmente no ha vuelto», se dijo amargamente.

Juanillo se acercó a ella, curioso, mordisqueando un picatoste.

—¿Qué hace padre?

—Pensar en sus cosas.

—¿Cuáles cosas?

—Pues sus cosas, hijo. Problemas de mayores. Venga, a trabajar.

Resuelta, agarró al niño de la mano y lo metió en la casa.

. . .

El pájaro tenía sangre en el pecho. Podía verla claramente, una mancha roja y reseca en su plumaje. Sin embargo seguía vivo, dando pequeños saltos en la rama ennegrecida de la encina. Un pájaro inmortal. ¿Cuántos habría? ¿Cuántas criaturas de pechos sangrantes, vivas después de la muerte, como Jesucristo? Pero ni los hombres ni los pájaros podían vivir después de muertos. ¿O es que quizá ya había llegado el Juicio y la resurrección de la carne de la que tanto hablaba el cura?

Tal vez era eso. Tal vez el capitán pálido era el heraldo del fin de los tiempos y ese pájaro su compañero, que ahora se encontraba allí para acecharlo en su nombre.

«Me vengaré. Te perseguiré para siempre».

El ruido chasqueante del ave se entremezcló en sus oídos con los gritos del pasado, con el ruido de los huesos quebrándose. La sangre se le encrespó en las venas y a toda prisa se inclinó para agarrar una piedra y arrojársela al pájaro maldito. La piedra erró su objetivo por mucho pero fue suficiente para que su nuevo enemigo echara a volar.

Se pasó la mano por la cara y se giró, agobiado. Debería entrar en la casa y hacer algo de provecho. Al darse la vuelta vio al niño. Estaba en la puerta, mordisqueando un trozo de pan tostado, mirándolo con esos enormes ojos bien abiertos, llenos de fascinación y de preguntas.

«Quizá debería atender al crío», se dijo.

Sí, esa parecía buena idea.

—Ven aquí, Juanillo —dijo sin pensar.

El niño se acercó diligentemente. Juan lo miró un rato, pensando qué podría hacer con él. «¿Cómo se cría a un hijo». No tenía ni la menor idea.

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