Salvaje

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El frío me despierta y siento un dolor atroz en el lateral derecho de mi cabeza. No recuerdo haberme golpeado, pero ha debido ser con algo grande. Intento abrir los ojos, pero se niegan a colaborar, parece como si mis parpados hubieran sido pegados. «¿Qué clase de sádico es capaz de hacer algo así?». La aterradora idea se cuela en mi mente y empiezo a hiperventilar. Lo intento de nuevo y, tras un esfuerzo titánico, consigo parpadear un par de veces. Suspiro aliviada, aún conservo intactos mis ojos, y mi increíble olfato, que es de lo más inoportuno. El olor a tierra mojada me satura las fosas nasales, acompañado de algo más que procuro no indagar.

La lluvia me golpea suavemente el rostro, persistente e insensible, como si de una infame tortura china se tratara. Intento incorporarme, pero no puedo. Mi cuerpo tampoco quiere cooperar. ¿Es posible que haya engordado en las últimas horas? No debí pedir extra de patatas fritas, me siento como si pesara más que el camión de la basura. En realidad, me siento como si fuera todo el maldito vertedero.

Tras unos larguísimos segundos y tirando de mi escasa fuerza de voluntad, consigo sentarme. ¡Dios, cómo me duele la cabeza! Me toco la frente y tengo un chichón del tamaño de una pelota de tenis. Me levanto despacio, intentando evitar que el mundo gire bajo mis pies y miro alrededor. La oscuridad es total, pero gracias a mi preciada visión nocturna compruebo que estoy rodeada por paredes de tierra y a saber qué más, de ahí el nauseabundo aroma a descomposición que me llega a veces. Arrugo la nariz, no puedo evitarlo, soy de aromas exquisitos. Afortunadamente para mí, sufro un caso agudo de déficit de atención, por lo que olvido lo del mal olor y me centro en lo importante...

«¿Dónde diablos estoy? ¿Y cómo he llegado aquí?» No tengo ni idea. Mi último recuerdo es el de estar sirviendo copas en el bar en el que trabajo desde hace dos años y al tipo guapo que llegó haciendo preguntas.

Me pidió una cerveza y me dejó una fotografía sobre la barra. Una foto antigua con los bordes gastados desde la que me miraba una joven morena de hermosos e inocentes ojos azules y sonrisa sincera. La miré sin mucho entusiasmo mientras preparaba la copa de otro cliente y, gracias a la extraña confabulación de algunos astros, conseguí mantener mi mejor cara de póker.

-¿La conoce? -me preguntó el tío.

-No -contesté, mostrándome todo lo desinteresada que pude.

-¿Está segura? ¿No la ha visto por aquí?

Por supuesto, la conocía. Era yo, en una instantánea de hace muchos años, cuando todavía era humana. Desde entonces han pasado dos décadas y me han salido unos preciosos colmillos. Dios, con lo vanidosa soy y lo vieja que me hizo sentir en ese momento, pero me recompuse rápidamente y esbocé mi mejor sonrisa.

-No -afirmé, echándole otro vistazo y rezando para que no me reconociera gracias al look actual que luzco ahora-. Oye, amigo, te invito a la próxima copa -le dije, cambiando de tema. Él me miró, me ofreció una sonrisa ladeada y asintió mientras guardaba mi foto, después le dio un trago largo a la cerveza-. Salgo dentro de una hora... ¿por qué no me esperas y nos tomamos algo en un lugar más tranquilo? -le sugerí, guiñándole un ojo.

Supongo que ese gesto me hizo parecer sexy. Funcionó, cuando terminé mi turno, el tipo me esperaba en la salida de atrás del local. Y entonces... Hmmm, seguro que fue él el que me golpeó. Diréis que soy una jodida insensata, lo sé, pero necesitaba saber por qué me buscaba ese tío después de tantos años, aunque es evidente que no salió como esperaba. Y ahora estoy metida en este apestoso agujero.

-Espabila, bella durmiente, no tenemos toda la noche.

Esa voz... la reconozco. Miro hacia arriba y me encuentro al idiota que me ha metido en este lío. Me observa en cuclillas desde el borde del foso, con esa estúpida sonrisa torcida.

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