Capítulo 7

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Entro a la cocina, el rostro de mi abuela al verme se torna pálido

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Entro a la cocina, el rostro de mi abuela al verme se torna pálido. Camino hasta ellas sin decir nada, con Helena a mi lado. Ambas escuchamos ese corto tramo de la conversación, y por más que me gustaría preguntar acerca de qué hablaban, me abstengo, porque en la poca educación que he recibido de mi padre, sé que no hay que meterse en conversaciones ajenas, y mucho menos si es de personas mayores. Tomo asiento cerca de ella, sin sacarle la mirada de encima.

No pretendo preguntar, pero tengo la esperanza de que ella sola comience a hablar. Pero no lo hace. Bien.

Helena me sirve café y lo tomo en sorbos lentos, el ambiente es tenso, nadie dice nada.

—Cuando acabes el café volvemos a casa. —Rompe el silencio Elizabeth. Yo solo asiento con mi cabeza.

Diez minutos después nos encontramos fuera de la casa, despidiéndonos de ellos. Helena y yo intercambiamos números telefónicos para poder conversar acerca de lo que escuchamos.

Ya en casa decido darme una ducha caliente, subo a la habitación del miedo y no, no hay nadie. En la silla que tengo cerca de la ventana llena de ropa busco un jean, abro el armario, saco una remera blanca lisa y una campera de un par de tallas más grandes de lo normal.

Salgo dejando la puerta abierta, entro al baño y no tardo en meterme bajo la ducha. Así estoy por un buen rato, preguntas llegan a mí y trato de evitarlas, pero no puedo. ¿Qué está pasando? ¿Qué es eso que la abuela oculta? ¿Por qué actuó tan extraño luego de revisar mi habitación? Mi barriga ruge. Mierda. ¿Por qué tengo hambre a cada rato?

Cierro el grifo, envuelvo mi cuerpo en una toalla y uso otra para secarme el cabello. Paso una mano por el espejo empañado y mis ojos encuentran esos que tanto me perturban. Doy un brinco sobresaltada, miro detrás de mí pero estoy sola.

Me apresuro en salir del baño, sin vestirme, y me encierro en la habitación de mi abuela. El pecho me sube y baja, con la respiración acelerada.

—Ya cálmate, Kila, es solo tu imaginación, producto de la paranoia —hablo para mí misma—. ¡Cálmate!

—Sí, no queremos que te dé un ataque.

Silencio.

Lo único que se puede escuchar en este momento en la recamara es mi corazón, porque dejé de respirar.

Apoyado en un mueble cerca de la cama, se encuentra una figura. Mi mirada que se va tornando negra, mi presión baja, pero me resisto, no quiero desmayarme en este momento. No sé como, ni tampoco de donde saco las fuerzas para encontrar mi voz.

—¿Quién e-eres? —Me maldigo por sonar tan patética.

Él solo sonríe con diversión. No responde, eso hace que mis nervios se pongan de punta. Disimuladamente doy unos pasos atrás hasta que mis dedos tocan el picaporte.

—Yo no lo haría si fue tú —advierte. Su voz es gruesa, trata de ocultar la diversión en ella pero no lo logra.

—¿Qué es lo que quieres? —Trato de ser firme, pero sale en un susurro.

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