I: Sinfonía del amor infantil.

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Todo el mundo tiene alguna manía. Hay quien ordena los cds por colores, quien sólo camina por la acera izquierda e incluso quien sólo puede remover su café en el sentido de las agujas del reloj o un número exacto de veces. Yo, por ejemplo, siempre llevo la mochila sobre el hombro izquierdo, tomo té a las cinco y media en la taza que mi padre me compró en Birmingham y me enamoro de personas que nunca se enamoran de mí.

Es una regla no escrita. Mi propia regla no escrita. Nunca me he fijado en alguien que haya demostrado estar enamorado de mi persona, jamás he correspondido las atenciones de personas que me buscan deliberadamente, ni he sentido ganas de estar con alguien que de verdad desease tenerme a su lado. O al menos fue así durante mucho tiempo, durante gran parte de mi vida. En cada persona que me gustaba y cada relación que comenzaba algo me indicaba que saldría mal. Pero siempre hay alguien que, simplemente, rompe con tus reglas, incluso con las que no has escrito. Si me dejáis, quiero contaros esa historia, aunque para llegar hasta ahí hay algunas cosas que debo explicar.

Mi nombre es Víctor. Vivo en Schwanthalerhöhe, uno de los distritos más céntricos de Múnich pero en el cual los precios han descendido hasta situarse en torno al coste de vida de distritos algo más alejados. Ese descenso en los precios del mercado facilitó a mis padres el trasladarse desde Berlín y otorgarnos a sus hijos un nivel de vida ligeramente superior al que teníamos en la capital.

Soy el segundo de tres hermanos, dos chicos y una chica. El tercero de cuatro si contamos a la hija mayor de mi padre, pero podemos no hacerlo. Siempre he pensado, aunque nunca lo he dicho en voz alta, que soy también el menos querido. Todo padre ama a su primogénito sólo por el hecho de ser el primero, y ¿cómo no amar a la pequeña que había llegado cuando pensaron que no volverían a ser padres otra vez? Sin embargo, yo estoy ahí, entre ambos, sin nada especial a mi favor. No es que me moleste. He aprendido a aceptar que nunca recibiré de mis padres el cariño que mis hermanos consiguen pero, a veces, me habría gustado tener un poco más. Ser especial, como todos los niños esperan ser especiales para sus padres.

Durante mis primeros siete años de vida, sin embargo, viví en Berlín y fue en Berlín donde me fije en la primera persona que no se fijó en mí.

No recuerdo gran cosa sobre la capital. Ya iréis viendo que no me caracterizo por mi buena memoria a largo plazo, aunque tengo una excelente memoria inminente, la verdad. Pero recuerdo algunos detalles, como el balcón. Siempre me han gustado los balcones y es lo único que echo de menos en casa. Nuestro balcón de Berlín era estrecho y daba a una plazuela en la que mi hermano jugaba todas las tardes con sus amigos. Mi madre solía vigilarle desde allí, mientras yo me sentaba en el suelo a jugar con mis bloques de construcción. Otras veces prefería sentarme en el sofá y ver películas durante horas. Sólo tengo un vago recuerdo, pero mis padres siempre han comentado con una sonrisa nostálgica en los labios lo mucho que me gustaba repetir los diálogos de Robin Hood cuando era pequeño. Incluso han decidido que es mi película preferida, porque sí, porque cuando tenía tres años la veía día y noche, memorizaba canciones y diálogos y saltaba por los sofás con un arco y un carcaj clamando muerte para el príncipe Juan. En realidad, mi película preferida es La venganza del Conde de Montecristo, pero no me gusta decepcionar a mis padres. Si ellos son felices en un mundo en el que aún pierdo la cabeza por un zorro con sombrero y arco no seré yo quien les devuelva a la realidad.

Lo peor de mudarse fue perder a nuestros amigos. Para mi hermano resultó mucho más doloroso que para mí, igual que yo lo viví con más angustia que mi hermana, que apenas se enteró de lo que ocurría. Mi hermano, Dirk, lloró y pataleó durante días intentando convencer a mis padres de que no le obligasen a dejar a sus amigos. Mi madre asegura que incluso rompió un jarrón de porcelana que mi abuela nos trajo de su viaje a Hong Kong, pero la verdad es que yo no recuerdo el susodicho jarrón. Recuerdo los gritos de mi hermano y como mis padres intentaron explicárselo. Recuerdo estar sentado en el sofá, leyendo, y mirar a mi padre con algo de confusión.

—Entonces — dije—, ¿no voy a volver a ver a Gilbert?

Gilbert era, prácticamente, el único amigo que tenía en Berlín. No os equivoquéis, no es que fuera uno de esos niños asociales, para nada. Yo era un niño alegre y risueño, pero tenía algunos problemas para sobresalir sobre los demás. Me eclipsaban con facilidad. A veces aun hoy siento que lo hacen. En Berlín yo tenía un buen grupo de amigos en la escuela, pero una vez salíamos del recinto, Gilbert era el único al que podía considerar amigo de verdad. Nos llamábamos por teléfono, yo iba a su casa, él a la mía, pasábamos tanto tiempo juntos que nuestros padres habían llegado a bromear con que, quizás, al crecer nos acabásemos enamorando. Así que fue la única persona en la que pensé cuando entendí que, si me mudaba a Múnich, no podría volver a verle.

—Podrás llamarle y enviaremos cartas — explicó—. Además, vendremos a Berlín a ver a las abuelas y a los titos.

Bien, dejad que os explique algo sobre los padres: también mienten. Posiblemente mienten más que cualquier otra persona cuando se trata de hacer felices a sus hijos. ¿Cómo iba a decirme mi propio padre que, posiblemente, mi relación con Gilbert se enfriaría con la distancia y perderíamos progresivamente el contacto conforme creciéramos? ¡Vamos! ¡No podía decirme algo así ni aunque fuese el menos querido de sus vástagos! Y no es que no lo supiera, es que no hay manera de explicarle a un niño de siete años con serios problemas para conseguir amigos de verdad la razón por la que tomas una decisión que conlleva que él pierda las pocas amistades que ha conseguido. No, esas cosas no se le dicen a un crío. Además, creo que por esa época mi padre ya sospechaba que me gustaba ese niño de ojos verdes al que seguía como un perrito a su dueño. Los padres siempre lo saben, aunque nunca lo dicen. Creo que, en el fondo, guardan la esperanza de equivocarse.

Ah, sí, no lo he dicho, pero si Gilbert era el único con el que mantenía una relación de amistad fuera de la escuela era porque me gustaba, me gustaba de esa manera en la que un niño gusta a otro cuando son pequeño. Me llamaba la atención, me parecía que tenía unos ojos preciosos y que era la única persona interesante en mi vida. Amor infantil, lo llamaba mi madre, ese amor que ni siquiera sabes que es amor, del que sólo eres consciente cuando pasa el tiempo y entiendes que lo que creías amistad era un encaprichamiento demasiado temprano.

Por supuesto, Gilbert no tenía ningún tipo de interés en mí. Yo era su amigo, su mejor amigo, según la mayoría de los adultos, aunque tenía que compartir el puesto con uno de sus vecinos. Es tópico, ¿verdad que sí? Enamorado de tu mejor amigo que ni siquiera te considera su mejor amigo. Hilarante.

Total, que me fui de Berlín tranquilo y sin temer lo que se me avecinaba. Me había despedido de Gilbert el día anterior, había prometido escribirle y le dije que le llamaría en cuanto consiguiéramos tener teléfono en el nuevo piso. Él prometió responder las cartas e ir a visitarme en Navidad, cuando su padre tuviese vacaciones y pudiésemos ir a esquiar todos juntos. Yo le sonreí, feliz de que no fuésemos a perder la amistad, y volví a casa deseando llegar a Múnich para poder enviarle una carta.

Hubo cartas, por supuesto, y también llamadas. Durante un par de meses mantuvimos el contacto y yo seguía tan fascinado por él como lo había estado en Berlín. ¿Distancia? Bueno, recordad que, al parecer, mi mayor afición por esa época era ver Robin Hood día y noche. Supongo que caló en mí una frase que, quizás, pasa desapercibida pero que es, posiblemente, una de las más bonitas de toda la película: "La distancia aviva el amor del ser querido". Pero las cosas no duran eternamente, el amor y la amistad son los sentimientos más fugaces que el ser humano suele experimentar, y puede que a esa frase le siguiera otra aún más acertada para personas de tan corta edad: "O aviva el olvido". Pero puede ser que otra de mis manías sea escuchar sólo lo que me interesa.

Sí, un año después Gilbert había dejado de contestar mis cartas y casi nunca estaba en casa cuando le llamaba. Llegó un punto en el que me sentí tan mal por perderle que les pregunté a mis padres si podíamos regresar a Berlín, pero lo único que hicieron fue abrazarme y decirme que encontraría nuevos amigos en Múnich. Pero yo no quería nuevos amigos, quería a Gilbert, sus ojos verdes, su pelo oscuro, casi rapado, y su talento para el dibujo. Quería sentarme con él en el suelo de su habitación a jugar con los Playmobil y ver como esbozaba una sonrisa que me hacía sentir como el corazón saltaba dentro de mi pecho. Pero no podía ser, y durante un par de semanas me sentí la persona más desgraciada del mundo por perder a la única persona ajena a mi familia a la que realmente había querido.

Hasta que, simplemente, mi vida siguió adelante.

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Ocho sinfonías (the lovers of NY)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora