Lars XIII: De pie por mi cuenta

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El sonido de la roca resquebrajándose como si hubiera caído un trueno hizo que me volteara violentamente en dirección a Aratraz. Una silueta imponente se veía a lo lejos, como un bulto líquido e inmenso al que no le podía encontrar una forma clara.

El Angmar de Gargos pareció reaccionar a la presencia de ese ser y, a pesar de que todavía era temprano, su luz disminuyó y el techo empezó a verse negro y tenebroso. Los fardianos y atirios que estaban a mi alrededor dejaron de luchar y observaron el terrorífico horizonte como si se tratara del fin del mundo.

Dirigí la mirada a ellos y grité con autoridad.

—¡Vayan todos a la explanada! No sé muy bien qué sucede, pero eso que está ahí es la prueba de lo que digo. ¡El horror de Gargos ya aparece entre nosotros asomando su asquerosa forma! ¡Ese es nuestro enemigo! ¡Antare!

Sin esperar su respuesta, corrí a toda velocidad hacia el castillo, completamente consciente de que lo que encontraría ahí cambiaría mi vida para siempre.

A medida que me acercaba al castillo, veía que cada vez menos fardianos y atirios peleaban entre sí, aunque había muchos grupos que estaban tan consumidos por la rabia, que casi parecía que no habían notado la presencia de la tenebrosa figura que emergió de la explanada.

Salté sobre la muralla y, sin detener mi avance, me sorprendí al ver que el monstruo que se alzaba era inconfundiblemente la bruja que Daria y yo habíamos encontrado. Si bien lucía mucho más imponente y peligrosa, su deforme cara era fácilmente reconocible.

La criatura levantó su rostro y, apuntando la nariz al techo cavernoso, se rio de manera estruendosa y horrible. Su voz era grave y cruel, y me recorrió un escalofrío cuando noté lo gigantesco que era su cuerpo. Desde donde estaba parado, parecía medir unos veinte metros de altura, pero podría ser mucho más, porque su espalda se veía encorvada y su piel tenía una consistencia viscosa y asquerosa que impedía discernir su verdadera talla.

Volví a saltar hacia el frente y caí en el nacimiento de la explanada. Un gran grupo de fardianos y atirios estaba ahí, pero todos lucían expectantes, observando cómo un hombre inmenso y musculoso se acercaba lentamente a Ace, que se veía bastante herido y golpeado.

—¡Garguianos! —exclamó el hombre—. ¡No teman! Esto que ven no es más que el inicio del cambio. ¡Frente a ustedes está el único ser que puede superar la opresión de este mundo! Ya no teman a sentirse como esclavos porque, sirviéndome a mí, serán más que solo eso.

—¿Lord Morscurus? —pregunté dando un paso al frente, sin poder creer lo que veían mis ojos. Sin embargo, cuando me acerqué, noté que había un inmenso hueco en la explanada que permitía ver el interior de La Bóveda. Incluso desde donde estaba y sin necesidad de utilizar mis poderes, podía ver con claridad el horror que se escondía justo debajo de nuestras narices.

Un montón de máquinas ensangrentadas y esclavos muertos o a punto de morir estaban desperdigados por el lugar. Un hedor a podredumbre y miseria salía del sitio, y hacía que mi piel se erizara encolerizada y temerosa. Los atirios estaban aterrados, pero los fardianos eran por mucho los más contrariados, y se observaban unos a otros tratando de buscar una explicación sin mucho éxito.

Morscurus se dio vuelta y me observó directamente a los ojos. No parecía sorprendido con mi reacción, pero tampoco estaba avergonzado ni mostraba la menor pizca de arrepentimiento. Yo esperaba que se comportara como un criminal al que descubrieron en el acto, pero en lugar de eso, actuaba como un hombre virtuoso incomprendido, preparado para justificar sus acciones.

—Vamos, Lars, no me mires de esa forma —dijo Morscurus mostrando una leve sonrisa—. No estoy loco. Los sacrificios que ves, cada uno de ellos, fueron completamente necesarios...

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora