UNO

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Inglaterra, en algún punto entre el S.V y el S.IX
(o lo que llamamos la Época Oscura)

Mis pies descalzos pisaban con fuerza la tierra húmeda. Las piedras se clavaban en mi piel pero el dolor era reconfortante. Me alejaba del castillo con prisa y eso me ayudaba a respirar. Los pinos y olmos del bosque proyectaban sombras bajo la luz de la luna llena. Esas sombras me indicaban el camino.
Cadavez estaba más lejos de todos los que me trataban como a una niña salvaje eirracional.

A mi espalda rebotaba el arco de madera que padre creía haber perdido, con la insignia de los cinco pájaros en él. Cada ciertos pasos reajustaba la cuerda para no permitirle rasgarme la piel del cuello. Hacía frío, iba a llover, la tierra olía fuerte y los animales habían buscado ya cobijo. Menos Palo, él pisaba mis talones como de costumbre.

-Hiedras y espinas, mostradme el camino -susurré sin detenerme.

Cuanto más cerca estaba de Cyra, más apresurados eran los saltos de mi corazón.

De hecho, lo tenía encogido, como si estuviese estrangulándose a sí mismo bajo el corsé. Sentía que algo no iba del todo bien. Y por eso, aquella noche era más importante que nunca verla. Me ardían las manos y no entendía el porqué. O sí lo entendía, pero me daba miedo admitirlo.

El bosque susurró a mi alrededor, celebrando mi regreso. Esos mismos susurros oscuros asustaban a las gentes del pueblo y eran el motivo por el que me gustaba tanto entrar allí, sabía que rara vez encontraría a alguien y eso, como el dolor en la planta de mis pies, me reconfortaba también. La soledad, la penumbra, la quietud y la paz. Eran mi refugio.

Cyra me esperaba con la puerta de su casa de madera abierta. Estaba recostada en el marco de ésta, con sus pies descalzos y sucios y los brazos cruzados sobre el pecho. No había manera de llegar allí si ella no quería que la encontrases y realmente solo había dos personas en todo el reino a las que Cyra dejaba entrar. Al Rey de Sussex y a su hija. Yo.

-Tu padre me cortará la cabeza si sigo dejando que vengas a estas horas -murmuró cuando llegué a su puerta.

-Te cortará la cabeza por el simple hecho de dejarme venir. No importan las horas -. Entré en la casita y cerré la puerta tras de mí. -Creo que algo está a punto de ocurrir.

Cyra acarició su pelo gris. Cuando me miró supe que ella ya sabía de qué se trataba. Siempre lo sabía. Siempre.

-Te marchas -dijo.

- ¿A dónde? – pregunté, aunque no era noticia nueva.

-Al este. Eowa el viejo va a morir.

El día que nací, fui vendida al hijo de Eowa el viejo, Rey de Kent. Nuestra unión aseguraba la alianza eterna de los reinos. Los siete reinos anglosajones serían conocidos por sus batallas y traiciones, pero Edward el grande, Rey de Sussex, siempre creyó que la paz podía ser establecida. Al menos entre Sussex y Kent.

Y claro, como en los cuentos de la corte, la paz de la que hablaba mi padre tenía el nombre de una princesa: Eda.

Escapaba a la casa hechizada del bosque todas las noches. Era mi modo de sobrellevarlo. De fingir que aquello no iba a suceder. Que nadie me separaría de mi hogar para servirle a otro hombre. Injusta mi fortuna.

- ¿Qué debo hacer? -Levanté el mentón con fingido orgullo.

-Acepta tu destino, Eda.

-No puedo aceptar un destino que no sé qué me depara -contesté.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora