36. Marbella Duchamps

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"Siempre creí que conocía a la perfección todo lo que tenía que hacer y todo lo que no, todo lo que debía sentir y todo lo que estaba prohibido que sintiera... y entonces llegaste tú a romperme todas las reglas en la cara y todo lo bueno dejo de ser tan bueno y todo lo malo ya no se sintió tan malo. Y me dejaste sin nada... pero con unas malditas ganas de todo"

—Alan Belmont Garcés Chevalier


"Pareces un sapo hinchado" —soltó Alan mientras se recargaba en el marco de la puerta y me miraba con curiosidad.

Un brillante listón de luz le acariciaba con ligereza un solo lado de la cara, partiendo justo por la mitad esa nariz recta y afilada, para dividir y oscurecer la otra mitad de sus facciones. Y tal vez fue esa extraña dualidad y juego de luces lo que me hizo pensar que justo ahí, en ese preciso instante, se parecía más que nunca a aquel chico que tiene la pinta perfecta de un ángel, pero al mismísimo demonio escondido en los ojos.

Era delgado y alto pero bastante impresionante para un niño de 15 años, su cabello de un cobrizo casi dorado estaba perfectamente peinado de no ser por un par de mechones revueltos que le caían sobre la frente, pero podría jurar que él mismo se los había desordenado, ¿por qué? No sé. Tal vez era su propia forma de ir en contra de algo.

Alan Garcés era muchas cosas, pero también era el clásico chico que solo tenía que sonreír para tener las puertas abiertas en todos lados, su mirada era confiada y chispeante pero también estaba llena de juegos y travesuras, y tenía ese maldito aire de que solo le bastaba cruzar un par de palabras con tus padres para conseguir que te dieran todos esos permisos que nunca te quisieron dar antes. Era una gracia rara, porque incluso el adulto de mirada más severa y autoritaria, se tragaba todo ese cuento de no rompo un plato, pero su magia y su magnetismo radicaban justo en el hecho de que era más capaz que nadie de romperte toda la vajilla en la cara.

Y ese par de oídos qué parecían tan distraídos y ajenos, pero que en realidad siempre estaban atentos... esos que tenía tan malditamente acostumbrados a solo conocer los sies y a no saber nada de los noes, moviendo al mundo entero, de positivo en positivo que casi siempre traían más cosas malas que buenas:

Sí, para siempre.

Sí, a todo.

Sí, mañana.

Sí, aunque me regañen.

Sí, aunque esté prohibido.

Sí, aunque no debamos.

Sí, sí, sí...

Suspiré con pesadez e incomodidad. Estaba tan acostumbrado a recibir atención que ni siquiera le había extrañado el hecho de que lo estuviera escudriñando descaradamente con la mirada.

En una mano jugaba con una bolsa de hielos y con la otra se recargaba. Y no sé por qué no sentí miedo cuando lo ví... fue más como una extraña y poderosa sensación de familiaridad a pesar de lo que había visto... o tal vez debido a lo qué había visto.

¡Y claro que me enfoqué en mantener el teatrito de siempre! Porque si el hecho de navegar con bandera de idiota era la única opción que me quedaba, la iba a tomar. Ya en este punto estaba más que dispuesta a morderme la lengua y utilizar todas las cartas que tuviera a mi favor, si hacerlo me iba a llevar un paso más cerca de la verdad.

El día en que mi reloj retrocedió  [Completa✔️✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora