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Una vez llegado a mi destino, mi plan era buscar un trabajo y poder conseguir un apartamento lo antes posible. Mientras tanto, viviría con Braulio. Para mi suerte, era alérgico al compromiso y no tenía pareja, así que no tendría que estar aguantando hacer un mal tercio mientras conseguía algo individual.

Tenía dudas sobre ciertos temas, pero supe al llegar qué era lo primero que debía hacer. Para el segundo día, me vestí de la manera más decente posible, compré unas flores frescas, y me dirigí a visitar la tumba de mi madre. El guarda del cementerio seguía siendo el mismo, e incluso me llamó por mi nombre al verme. Se lo agradecí, entre tantas cosas que cambiaron con el tiempo, esa simple figura familiar fue suficiente para hacerme sentir un poco más en el sitio que era mi hogar.

Caminé por las hileras de tumbas, que parecían inmunes al tiempo, pues no reconocí ninguna diferencia, y llegué a la de mi mamá como si mi cuerpo recordara la cantidad de pasos exactos. Al estar frente a ella, algo llamó mi atención: tenía un chocolate decorándola. También estaba limpia, como recién enjuagada.

Coloqué las flores en la base y observé el dulce unos segundos. Después, dejé de prestarle atención para leer el nombre grabado que poco a poco había perdido ese color dorado que alguna vez lo recubrió.

Estuve ahí, detenido unos cuantos minutos, con las manos en los bolsillos.

―Hola, mamá ―se me ocurrió pronunciar al fin―. Creo que... ya no debes de estar aquí. Han pasado varios años desde que no vengo, y de seguro estabas cansada. No es un cementerio grande, en algún momento te ibas a aburrir de la compañía.

―Entonces le estás hablando a una piedra.

Me giré sorprendido al escuchar aquello, y mi expresión se remarcó al dar con el rostro de quien habló.

―Ámbar.

Volteé mi cuerpo para quedar de frente y mis labios entreabiertos no pronunciaron nada. Tenía pensado hablar con ella, lo había pospuesto con la excusa de que debía encargarme primero de los asuntos académicos y de un posible empleo, pero lo cierto era que temía verla. Hacía un par de meses habíamos dejado de hablar por completo y de por sí nuestra comunicación había mermado con el tiempo.

Tenerla frente a mí, sin poder prepararme, me dejó desarmado.

Ella, en cambio, se acercó sin reparos y alzó su mano. Yo retrocedí un paso y contuve la respiración, como si fuese un cachorro que no reconoce a quien quiere acariciarlo. Sentí un toque en mi frente.

―Estás más alto ―dijo―. Antes eras más alto que yo, pero ahora me superas como por una cabeza.

La vi alejarse para retomar la distancia, y solo entonces reaccioné. La miré de pies a cabeza. Llevaba una falta negra que le llegaba debajo de las rodillas y una camisa blanca, un atuendo elegante que combinaba bien con su cabello por debajo de los hombros, lacio pero con las puntas peinadas hacia adentro.

―Tú te ves igual ―solté nervioso.

Solo a oír mis palabras entendí lo mal que sonaban.

―M-me refiero, ya eras muy hermosa antes y ahora sigues siendo hermosa ―dije y el volumen de mi voz se redujo a cada palabra.

Me sentía como un mocoso torpe, alterado, que no sabe cómo responder a un examen.

Ámbar no respondió, pero sí se movió para tomar algo que estaba al lado de la tumba y que no noté hasta entonces. Eras unas llaves, probablemente las había dejado caer.

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