14 | Nuestra primera canción

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14 | Nuestra primera canción

Alex

Las apariencias engañan.

Nuestra banda sin nombre se ha adueñado de una mesa en el comedor y ahora nos sentamos juntos todos los días. Cada vez me llevo mejor con Sam, que ha prometido ayudarme a darle ritmo a mis canciones y hacerlas, como dice él, bailables; y, aunque al principio creía que no soportaría a Mason, resulta que tenemos muchas cosas en común. Sabe mucho sobre música y es bastante divertido verle discutir con Blake.

Además, ahora Finn se sienta conmigo en todas las clases. Habla hasta por los codos, pero es agradable tener compañía, para variar.

Supongo que esto es lo que se siente al tener amigos.

Tamborileo con los dedos, siguiendo el ritmo de la música que suena por mis auriculares. Sinceramente, la melodía no es nada del otro mundo, pero la letra parece poesía. Holland me contó ayer que esta era su canción favorita y puedo imaginarme por qué. Me recuerda mucho a ella. O a lo que sé sobre ella, al menos. Habla sobre dibujar las constelaciones de la galaxia con un pincel.

Me pregunto si algún día escribiré la canción favorita de alguien.

Como siempre, Bill es impuntual y llega con veinte minutos de retraso. Ya estoy acostumbrado, así que no me molesto en recriminárselo. Como si no nos conociéramos. Además, me ha hecho un favor enorme viniendo hasta aquí, y lo mínimo que puedo hacer es agradecérselo. Y perdonarle por ser un tardón.

Nos saludamos con un abrazo y me dedico a observarle mientras forcejea con la cerradura que mantiene cerradas las puertas del Brandom.

—Espero que tengas una buena razón para querer venir al puto bar el único día que tenemos libre y que se supone que no tenemos que venir al puto bar —gruñe. Me echo a reír. Cuando entramos en el local, me quito la chaqueta y me la cuelgo del brazo.

Como los fines de semana las calles siempre están a rebosar, en lugar de librar los domingos, Bill decidió que nuestro día libre sería el lunes. Según su lógica, al lunes se le da muy bien amargar a la gente, así que no tiene sentido abrir y pasarse la tarde sirviendo a caras largas.

—Me encanta venir aquí —bromeo, aunque no es del todo mentira, y él rueda los ojos.

—Haciéndome la pelota no conseguirás que te suba el sueldo, Alexander —me advierte, sonriendo. Vuelvo a reírme. Bill se mete las manos en los bolsillos y mira alrededor—. Ahora en serio, ¿vas a contarme para qué querías venir? ¿Qué vas a hacer, ponerte a limpiar mesas como la última vez?

Es muy rencoroso. Desde que me pilló aquí la semana pasada, no ha vuelto a confiarme la llave del bar. Dice que es para asegurarse de que duermo en condiciones y no falto al instituto. Es un buen hombre. Cualquiera querría trabajar para él, pero a mí su comportamiento llega incluso a molestarme.

No me gusta que se preocupe por mí.

No me gusta que sé que lo hace por lástima.

—No he venido a limpiar —le aseguro, y las palabras se me atascan en la garganta—. Me apetecía tocar.

Efectivamente, le he tomado por sorpresa. Empecé a trabajar aquí hace tres años, cuando nuestro mundo se hizo pedazos y pasamos de estar bien a no poder vivir con un solo sueldo en la familia. Y, desde entonces, me he dedicado a fingir que odio la música. He intentado ser realista. Y me he aferrado a la culpa porque eso me hace las cosas más fáciles. Me he convencido de que este es mi futuro.

Los sueños no se hacen realidad.

Al menos, en mi mundo no.

Y, sin embargo, aquí estoy, rompiendo promesas, porque es lo que mejor se me da.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora