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Para Jungkook, lo que habían sido meros minutos de desvinculación con la realidad, se traducía en una eternidad para los más veteranos todavía atados en el mismo lugar. La imagen del joven observando sus manos con una fascinación casi infantil aún estaba fresca en la memoria de Seokjin, quien no podía sino intuir que algo inusual ocurría con el menor. La razón de ese trance le era ajena, pero su deseo por descubrir el origen de tan marcada alteración en Jungkook crecía por momentos.

Namjoon, por su parte, ya se había entregado al sueño. Había sucumbido al cansancio en pleno mediodía, y Seokjin, algo incrédulo, contemplaba cómo el crepúsculo se asomaba de nuevo. La incertidumbre cobraba fuerza. ¿Cuánto más tendrían que permanecer en aquella situación?

A pesar del agotamiento que se cernía sobre él, era la preocupación por mantenerse alerta y vigilante de cualquier cambio en Jungkook lo que frenaba el avance del sueño. Había intentado liberarse de sus ataduras infinidad de veces, sin éxito, especialmente porque los captores seguían acechando, sin apartar de ellos su inquietante mirada.

Fue entonces cuando se pronunciaron palabras cargadas de presión y un tinte siniestro:


—Estaremos aquí el tiempo que haga falta —dijo uno, masticando una alga seca hallada en la cocina—. Seokjin, si no me revelas dónde está ese frasco, te juro que te haré pagar, y empezaré por tu esposo.


La respuesta de Seokjin fue tan fría como resuelta:

—Haz lo que te plazca, necio. Ya te dije, no sé nada al respecto.


El intercambio era un duelo de voluntades, la tensión entre ellos tan palpable como las sombras que la noche comenzaba a tejer alrededor.


—Si a medianoche no entregas el frasco, sus vidas serán historia —dijo él, la voz cargada de irritación. Había transcurrido más de un día desde su llegada y el preciado objeto seguía perdido. La frustración bullía dentro de él, amenazando con desbordar.


Seokjin permaneció inmutable, sosteniendo la mirada del hombre cuyo semblante severo contrastaba con el paquete de algas que devoraba con indiferencia. En su mente, desfilaron variados desenlaces, macabros y vívidos, en los que emergía, invariablemente, como el héroe en el ocaso de la jornada.


—¿Y el pequeño? —interrogó Seung, notando la ausencia que apenas se hacía evidente. Escudriñó el lugar con un creciente disgusto, tan perplejo como su compañero.

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