Capítulo XVI

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Nuevamente ese sueño, esa visión en la que al mirar hacia abajo me encontraba con mis pies descalzos sobre pasto. Movía mis dedos y era capaz de apreciar la textura de la hierba húmeda, como si estuviera recién cortada, una frescura que no helaba, en un campo verde que parecía no tener fin. Levanté la mirada y ahí se hallaba una vez más. La puerta que en mi anterior sueño había aparecido por unos fugaces segundos, estaba de nuevo frente a mí, con la diferencia de que ahora podía apreciar cada una de sus peculiaridades: era oscura como el ébano, con textura de madera, molduras elaboradas y resaltadas con dorado. Entonces una luz tintineante robó mi atención, dirigiendo mi mirada hacia una perilla de material cristalino adiamantado, que relucía sobre una chapa dorada.

Sentía una corriente que se apropiaba de mi cuerpo y mis acciones, estaba ahí pero no era más que una espectadora, como ocurre en la mayoría de los sueños. Mi brazo se extendió hacia la perilla, permitiéndome envolverla en mi mano.

«Oculi Dei».

El sueño se terminó abruptamente, incorporándome sobre la cama con la agresividad suficiente para marear y noquear mis sentidos básicos.

«El libro, ¿dónde está el libro?» me preguntaba.

Vino a mi mente la imagen de Zac en el elevador con un bulto en mano, que, si no recordaba mal, eran mis pertenencias. Con la visión borrosa exploré la habitación, encontrando a los pies de la cama una bolsa de plástico color menta, un color que se asociaba fácilmente con el ecosistema hospitalario.

No recordaba haberla visto ahí la noche anterior.

«En el abrigo, lo guardé en el abrigo».

Con sumo esfuerzo logré posicionarme al borde de la cama y procedí a abrir la bolsa con una mano.

El aroma a humedad vieja se desprendió fácilmente de mis pertenencias, que aún se encontraban empapadas por los sucesos de aquella noche, nada agradable.

Busqué entre los bolsillos y sólo pude dar con un par de monedas, así que comencé a sacar cada una de las prendas del interior de la bolsa, pero no había libro alguno, incluso faltaba un zapato y mi teléfono celular. Era lógico que algo de eso se perdiera en el incidente del lago, lo que era una lástima, realmente estaba interesada en saber qué misterios se alojaban dentro de las páginas que se coronaban con la ojiva de aquel libro negro.

El reloj se había estropeado, aunque las correas se conservaban casi intactas, el cristal se había fracturado al punto de que apenas se podía distinguir la mitad de los números, la manecilla que indicaba los segundos estaba torcida y tenía un movimiento repetitivo que no le permitía avanzar en posición numérica.

«07:56», la hora en la que había dejado de funcionar.

Tal vez ambos habíamos dejado de funcionar al mismo tiempo. Ahora me parecía ver la manecilla moverse al ritmo de latidos, palpitante, al ritmo de un corazón. Apreté en un puño lo que restaba de aquel delicado artefacto, que con mucho apego había resguardado durante años.

Me recosté nuevamente en la cama decepcionada. Sentía que había pasado por mucho y todo había sido para nada. Zac y yo no habíamos encontrado nada de relevancia, pero sí nos habíamos visto envueltos en suficientes problemas como para caer en cuenta de que nuestra investigación y nuestras teorías, sólo nos habían llevado a topar con diferentes muros, cada uno con su respectivo nivel de peligrosidad.

«Oculi Dei» vino a mi mente una vez más.

Como si hubiera sido impactada por el rayo de la iluminación, aquellas palabras me despertaron de ese sentimiento de frustración que me invadía, no todo estaba perdido.

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