30. Jarabe para la Tos

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Recuerdo el momento exacto en el cual mis padres decidieron confesarme por qué la abuela lloraba tanto desde que vino a quedarse con nosotros en la ciudad.

Tenía diez años, estaba subiéndome al auto de papá luego de salir del colegio con las mejillas sonrojadas de furia, nunca había sido una niña particularmente sociable. Sin embargo, todas las otras que estudiaban conmigo eran particularmente malvadas.

Tan malvadas que encontraron muy divertido colocar mensajes de amor hacia Samuel Carucci sobre su asiento y decirle a todos, incluida la maestra, que había sido yo. Lo cual, por supuesto, fue el blanco de risas durante la jornada completa.

Fue humillantemente espantoso.

Había cerrado fuertemente la puerta del auto preparada para despotricar sobre mi día. De pronto, el sonido de un llanto tímido; suave, pausado y con sorbidos de nariz, me detuvo. Fui consciente entonces del silencio que hacía, como si mi arrebato de agresividad jamás hubiera sucedido.

Antes de poder preguntar, Bastián giró con el rostro hinchado y enrojecido. Era cierto que mi abuela no estuvo precisamente de acuerdo con el matrimonio adolescente en su momento. No obstante, una vez superado el enojo, le dio tanto amor materno a mi padre como a su propia hija.

—Artemis, cariño, tenemos que hablar —dijo aclarándose la garganta. A su lado, mi abuela lloraba sosteniendo algunos papeles con el símbolo de algún hospital desconocido para mí en aquel momento.

La voz de Bastián perforaba en mis oídos, solía podía mirar en silencio a mi abuela Andrómeda derramar sus lágrimas.

—¿Qué está pasando? —Pregunté armándome de valor, nadie contestó inmediatamente—¿Papá? —insistí. Bastián apretó sus labios en una línea bastante fina y tragó—¿Abuela, por qué estás llorando?

Angelito, ¿sabes lo que es el cáncer?—preguntó suavemente, sonriendo solo por mí.

¿A los diez años? por supuesto que no tenía idea. Negué con la cabeza.

>> Es una enfermedad.

—¿Te duele? —pregunté al tiempo que observaba sus radiografías desde mi asiento.

—No, aún no —contestó, Bastián retenía sin éxito las lágrimas y decidió arrancar el auto hasta alejarlos de las puertas de la institución primaria.

Manejar para distraerse se le daba bastante bien.

—¿Entonces por qué lloras?

Sus ojos siempre parecían volverse miel cuando la observaba.

Todos solían creer que Andrómeda Andreato era una mujer de carácter inflexible. Lo cual, de cierta forma, así era. Pero nada de eso existía cuando Artemis entraba la habitación. Ante ella no podía recordar lo que era mantenerse firme y en silencio.

—Por miedo, Artemis, las personas no lloran únicamente por dolor. Algunas veces, el miedo se expresa en lágrimas, al igual que la alegría y el enojo.

—¿Y de qué tienes miedo, abuela?—pregunté, aquello me consiguió el amague de una tierna sonrisa.

De morir, Artemis, tengo miedo de morir y no verte nunca más. Quiso decir. En lugar de eso, alzó su mano y la apoyó sobre la rosada mejilla de la niña pequeña.

—De nada que no podamos resolver juntas, mi ángel —le dijo, porque así era exactamente como la veía; como un ángel que vino desde el cielo a demostrarle que aún le faltaban muchos años para amar y malcriar.

Por eso, desde que la vio por primera vez envuelta en aquella pequeña manta azul de niño, hace casi once años, lo supo: todo lo que era, y todo lo que tenía, le pertenecía desde ese instante.

#1 | Boulevard de los Corazones RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora