No escuché nada más. Salí corriendo. Recorrí varias calles sin detenerme hasta que encontré un contenedor detrás del cual esconderme. Tuve suerte de que la primera serpiente en salir fuese la víbora, era la más discreta de las tres. Se había acurrucado junto a mi cuello y era poco probable que Tatiana la hubiera visto. En cuanto me detuve, la bastarda se lanzó a mordisquear una botella de vidrio que asomaba por la boca del contenedor. La culebra de escalera fue aún menos discreta. Estaba asombrada por estar en la calle y se estiraba sobre mi cabeza como si fuera una antena, tratando de verlo todo. Aquella absurda estampa no se parecía en nada a las imágenes de gorgonas feroces y sensuales que había encontrado en internet.

Las agarré y traté de hacer que se enrollaran sobre sí mismas para esconderlas, pero las dos serpientes rebeldes se retorcían y no paraban de moverse. No había forma de disimularlas, cuando me ponía la capucha del chubasquero se movían dentro y acababan saliéndose.

Oí a un grupo de chicos acercándose. Por el ruido que hacían iban bastante borrachos, pero aún no se había destilado una bebida alcohólica capaz de impedir que vieran tres serpientes saliendo de mi pelo. Me llevé las manos a la cabeza en un gesto de desesperación y las serpientes se calmaron y se enrollaron solas. Aparté las manos, sorprendida, y volvieron a levantarse. Me puse la capucha, la aplasté con las manos y las serpientes se quedaron más o menos quietas, ocultas bajo el chubasquero fucsia.

No me apetecía cruzarme con el grupo de chicos así que salí de mi escondite y eché a andar con las manos sobre la cabeza. No supe hacia donde porque no reconocía la calle.

—Eh —gritó uno de los chicos—. ¿Por qué tienes las manos en la cabeza?

Lo que me faltaba.

—Chica de rosa ¿Qué te pasa? ¿A dónde vas? —gritó otro.

Mi transformación no solo consistía en bichos saliéndome de la cabeza y escamas sobre mi piel. Como la cara del homófobo del instituto pudo probar, mi fuerza aumentaba considerablemente. Los miré de reojo, eran cinco o seis. Con suficientes golpes daría igual que vieran a las serpientes porque no recordarían nada.

—Ven aquí, chica de rosa, que mi amigo te quiere decir una cosa —rio uno de ellos.

—La estáis asustando, dejarla en paz —uno de los chicos quiso poner orden.

—Eso, no seáis tan capullos —dijo otro.

—¿Pero por qué tiene las manos en la cabeza?

—Las manos en la cabeza —canturreó otro.

—Las manos en la cabeza —siguió la melodía.

Les volví a mirar. No me podía creer el espectáculo que estábamos dando. Yo estaba caminando por la calle en una postura ridícula, tratando de que nadie supiera que me salían serpientes del cráneo, mientras un grupo de chicos borrachos imitaban mi pose y dando pequeños saltos cantaban a coro "las manos en la cabeza, las manos en la cabeza".

A ninguna de las personas con las que nos cruzamos pareció sorprenderle aquel desfile.

Giré una esquina y por fin vi un par de locales que me resultaron familiares, desde allí sabía volver a casa. Los chicos no giraron la esquina conmigo. Siguieron su camino, pero no abandonaron el cántico y les pude oír a lo lejos durante un buen rato. Ahora que me sentía más a salvo se me escapó la risa floja.

Entré en mi portal y me apoyé en la pared. Aún me reía pensando en la canción. Quité las manos de la cabeza y me di cuenta de que las serpientes habían desaparecido.

Había sido una noche divertida, lástima que se hubiera acabado tan pronto. Mis compañeros de clase habían intentado emborrachar a mi disfraz, otros chicos habían compuesto una canción en mi honor y me habían escoltado por la calle, me había reído mucho con Diego y sus amigos y era muy posible que la gente de clase ahora quisiera llevarse bien conmigo. Pero el mejor recuerdo de todos era el de Héctor hablando conmigo. Calentando mis manos. Acariciando mi cara.

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora