Si uno no es muy observador podría decir que los cielos son iguales en todo el mundo, pero no es así. Ruca Curá tiene un cielo especial, quizá toda la Patagonia lo tenga, pero algo es seguro: en pocas partes del planeta he visto esa transparencia, esa nitidez en las nubes, ese azul tan profundo que parece producto de nuestra imaginación. Recuerdo que cuando apenas bajé del tren que me traía desde Buenos Aires, allá por el año mil novecientos setenta y siete, eso fue lo que más me llamó la atención. No esperaba que existiera un firmamento como el que me recibió en aquel pueblito. Tan diáfano, tan embriagador.
Tanto tiempo después, lo volvía a encontrar tal cual lo recordaba. Me resultó extraño que el cielo de un lugar en el que apenas había estado una pequeña fracción de mi vida pudiera resultarme tan familiar, tan propio. Una extraña sensación de pertenencia me llenaba. Aún no sabía qué era lo que me deparaba ese viaje, pero la certeza de estar en el lugar que sentía que debía estar, me tranquilizaba. Ese sitio había estado conmigo todos los años de mi exilio, involuntario primero, por elección después. Ruca Curá había sido el escenario de gran parte de mis pensamientos a lo largo de los años, aunque tratara de esconderlo, de borrarlo de mi mente. Sin embargo, siempre resurgía victorioso, a veces amenazante; escurriéndose sigiloso mientras dormía o en algún pequeño detalle que me transportaba de vuelta a sus calles polvorientas y a sus montañas gigantes.
Todo había sido muy diferente la primera vez que llegué. No me importaba mucho a donde arribaba, era apenas un lugar de paso. Un conocido me había dado el dato de que el cruce hacia Chile por ese sitio, "olvidado por Dios en el medio de los Andes", no tenía controles. Alguien, no sé de qué agrupación a la que él pertenecía, le había dicho que nunca habían atrapado a nadie que intentara salir del país por allí. Claro, pocos querrían huir de una dictadura para meterse en otra, supuse que ese debía ser el motivo por el que a las autoridades no les resultaba importante controlar el bendito cruce. Si lograba pasar sin ser detectado, del otro lado de la cordillera había una persona que me ayudaría a escapar de todo el infierno en que me veía sumido.
En aquel entonces, Ruca Curá era un pueblo que apenas llegaba a los mil habitantes. Tenía unas pocas calles asfaltadas y el resto era de tierra. La estación de trenes, de estilo inglés como todas las estaciones ferroviarias del país en esa época, poco tenía que ver con la arquitectura de montaña del resto del poblado, que era de casas bajas con paredes de madera, de cemento rústico o de piedra con vigas de troncos, y los techos, en su mayoría, eran de chapas a dos aguas para evitar que en el invierno la nieve se acumulara sobre ellos. La estación del ferrocarril, aunque ubicada en las afueras, no estaba muy lejos del centro. Caminé hasta allí, donde me indicaron cómo debía hacer para llegar hasta el embarcadero. Mi idea siempre había sido bajar del tren y, sin demora, tomar el ferry que me sacaría del país. Sabía que me encaminaba a un destino incierto, pero el instinto de supervivencia era más fuerte. Debí caminar algunas pocas cuadras. Fue fácil llegar hasta la orilla del inmenso lago de aguas cristalinas enmarcado por bosques frondosos e imponentes montañas. Me sorprendió la pequeñez y fragilidad del tan anticipado embarcadero. Nada tenía que ver con lo que había imaginado cada vez que mi cabeza soñaba con el momento de abordar la embarcación que me alejaría de tanto desespero. Frente a mí, un muelle precario que se adentraba unos cuatro o cinco metros en aguas tranquilas. Amarrados a sus troncos verduzcos, apenas cuatro avejentados y descoloridos barcos de tamaño también insignificante. No había nadie allí. Solo el soplido del fuerte viento llegando desde la cordillera y el murmullo del agua golpeteando contra las embarcaciones, acunándolas con delicadeza en un vaivén interminable y monótono. Una desamparada casilla de madera en la entrada del muelle parecía ser una especie de oficina o boletería. Me acerqué hasta ella, la rodeé tratando de no dar crédito a lo que me decía. La tierra se acumulaba en sus vidrios y la herrumbre se había apoderado del candado que protegía su puerta de invasores fortuitos. Parecía llevar largo tiempo en desuso. Sin saber qué hacer, me senté sobre las maderas resecas y blanquecinas del muelle, con los pies colgando sobre el lago, esperando la llegada de alguien que echara un poco de luz a mi desconcierto. El sol, que ya estaba cerca de alcanzar el cénit, era generoso en su tibieza, aunque el viento helado que arribaba desde el sur estaba entumeciendo los dedos de mis manos y mis mejillas. La desolación me invadía y me cuestionaba una y otra vez sobre lo que haría allí, en ese páramo solitario.
"Tal vez sea el horario", pensé.
Recorrí la lejanía con la mirada. Montañas, rocas y nieves eternas. El cielo azul cargaba algunas nubes difusas esparcidas en su inmensidad, que se reflejaban sobre las aguas también azuladas que tenía enfrente. Sentí la extrañeza que solo puede sentirse cuando se llega por primera vez a un lugar, a otro pueblo, a otro país, a algún rincón desconocido del mundo. Uno sabe que allí no habrá nadie para poder compartir vivencias. Ningún rostro traerá consigo experiencias que nos remitan a un pasado común. Nadie en quien resguardarse, en quien poder confiar. Ninguna persona que con apenas una mirada sepa lo que nos está pasando, aunque tratemos de ocultarlo. Es allí cuando uno pasa a convertirse en un alma vagabunda, sin contención y, sobre todo, sin pasado; lo que no estaba mal en mi caso, pues pretendía dejar atrás una historia que me ponía en riesgo. Lo malo, lo doloroso, estaba en la pérdida del propio ser, obligado por circunstancias que escapaban a mi control. Sin otra alternativa que huir de quien yo era, no porque lo deseara, sino porque un grupo de personas en el poder, un poder aplastante, no querían que existiese. Les molestaba, les aborrecía lo que seres como yo representaban en su imaginario. Había que eliminarlas. Totalitarismo, así es como le llaman. Me veía obligado a renunciar a mi identidad para preservar mi vida. Sobrevivir era el único objetivo. Aunque el precio que debiera pagar fuera el de desgarrar mi propia existencia e ir dejando jirones en el forzado camino de huida; trozos de mí mismo que, como Hanzel y Gretel, en algún momento intentaría recoger, con la esperanza de poder regresar a aquel que otrora había sido.
De repente, un perro se acercó hasta mí, me olfateó y me trajo de vuelta a ese muelle. Era un animal sin raza, que parecía estar transitando sus últimos años de vida, con el pelaje agrisado y la mirada cansada. Se sentó a mi lado cual reflejo simétrico del sentir errabundo que me embargaba.
—Somos dos callejeros, amigo —le dije.
Sonreí imaginando en él a un compañero de aventuras. Quitó la mirada del agua y se volteó hacia mí. Le acaricié la cabeza y, mientras lo hacía, vi que detrás de la casilla aparecía con el paso entrecortado y ayudado por un bastón quien supuse sería su dueño. Un jubilado de muy avanzada edad, cuyo pasatiempo, según me contaría, era dar largas caminatas acompañado por su mascota. Cada uno la única compañía del otro. Sentí cierto alivio por mi fugaz acompañante, me alegraba que no estuviera tan solo como yo me sentía.
Le expliqué al hombre mi presencia en ese muelle.
—No, m'ijo... Hasta que no se descongele el paso, los ferris no llegan.
—Y eso, ¿cuándo será?
—Depende del clima... Un mes, dos... A veces, recién en el verano empiezan a pasar.
¿Un mes, dos? ¡¿En el verano?! Apenas estábamos a mitad de septiembre. ¿Qué iba a hacer durante todo ese tiempo? No tenía casi nada de dinero. No quería levantar sospechas. Traté de que me informara sobre otras maneras de cruzar, pero parecía que todo se había alineado para que me quedara varado en ese sitio. El único paso fronterizo terrestre cercano estaba cerrado por un derrumbe en la alta montaña, llevaba más de un mes en esas condiciones. Ese invierno, me decía, había sido el más frío y lluvioso en mucho tiempo. Tantas tormentas y nevadas habían provocado mil y un inconvenientes que nadie había previsto y las malas condiciones climáticas ni siquiera permitían llegar a las máquinas de vialidad para despejar el camino.
—Lo que puede intentar —sugirió—, es que algún camión del Ejército lo acerque hasta donde precisa ir; esos están más preparados para los caminos en estas condiciones. Es lo que hace la gente del pueblo cuando necesita moverse por alguna urgencia.
Lo que yo menos quería era acercarme a un camión militar o a nada que tuviera que ver con ellos. Me aterraba la sola idea de un intercambio de ese tipo. Cuando me sugirieron que llegara hasta ese punto, nadie me había advertido que en una ciudad vecina se encontraba uno de los regimientos más importantes de esa provincia de la Patagonia argentina. Ahí estaba el verdadero motivo por el que ese paso de frontera estaba "tan poco custodiado". ¿Quién, además de mí, iba a ser tan ingenuo como para cruzar por allí si pretendía no ser detectado? Era como subirse por propia voluntad a uno de esos autos fantasmas que llegaban en la madrugada para secuestrar a cuanta persona osara pensar en disidencia a la maldita junta militar, que a la fuerza ostentaba el gobierno hacía ya un año y medio.
Era tarde para cualquier arrepentimiento. Ya habíallegado hasta el confín del territorio y no tenía medios para volver atrás.Debía buscar otra manera de abandonar el país.

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MIENTRAS BUSCABA PERDERME
RomanceSi tuvieras que optar entre poner a salvo tu vida y vivir tu más grande amor, ¿qué elegirías? Han pasado 20 años y Santiago vuelve a Ruca Curá, un lugar al que juró que jamás regresaría y al que había llegado por primera vez a finales de la década d...