La cuenta oficial MisterioES organizó un taller literario sobre cuentos. Se nos asignó un personaje (uno de los grandes asesinos de la historia). Mi personaje asignado fue la condesa Erzebet Báthory, aristócrata húngara, asesina serial, conocida como la Condesa Sangrienta (se le atribuyen 650 muertes).
Por razones personales no pude continuar en el taller, pero este sería mi cuento.
Desde pequeña le gustaba escaparse del castillo y deambular por el bosque. Esa costumbre le había hecho ganarse la reprimenda de sus progenitores, por ausentarse sin compañía ni guardias que velasen por su seguridad.
Erzsebet era un espíritu libre y esa rutina le permitió hacer grandes amigas, con las que tomaba el té casi todas las tardes.
Que tales compañías fueran ancianas solitarias que habitaban entre la profunda arboleda nunca le pareció extraño.
Y aunque sus padres le habían recriminado por esas relaciones, señalándole que el pueblo murmuraba que eran brujas. Ella se interrogaba: "¿Brujas? ¿Porque eran ancianas de rasgos toscos y hondas arrugas? ¿Porque cocinaban en grandes calderos humeantes de cobre? ¿Acaso la sopa no humea? ¿Acaso la polenta con queso y mantequilla no humea?".
Para ella solo eran atentas mujeres de edad avanzada, que le enseñaban a cocinar y con las que podía hablar casi de cualquier cosa.
Pero la idílica existencia de Erzsebet acabó cuando comenzaron las cefaleas. O migrañas. O cualquiera fuera el nombre médico de lo que la aquejaba. Dolores terribles, opresivos, que le atravesaban la cabeza y la incapacitaban para desarrollar una vida normal.
Y el pueblo murmuraba. Y la servidumbre murmuraba.
—¿Es anormal? ¡Pues claro! ¿No sabías que sus padres son primos hermanos?
—¡Es anormal! Solo así se explica que disfrute de la compañía de esas brujas.
— Es anormal y, además, es posible que ya haya pactado con el diablo.
El dolor aparecía sin aviso. No muy fuerte, apenas un débil pulso regular que le acaricia el cráneo. Como si un insecto caminara por su cuero cabelludo de una sien a la otra.
Tal vez una sensación agradable si ella no supiera que era el prólogo de un dolor que la dejaría postrada por días, encerrada en su habitación, evitando todo tipo de luz y sonidos que agravaran el cuadro.
No consigue recordar cómo ni cuándo empezaron los ataques. Recuerda, eso sí, correr por los patios del castillo gritando como una posesa. Y recuerda también, a veces con odio, la cara de la servidumbre mirándola como quien mira a una loca. A una anormal.
Y nunca olvida las murmuraciones taladrando sus oídos, humillándola casi tanto como el dolor mismo.
Hasta que una de sus amigas del bosque le dijo que lo único que la curaría sería la sangre.
Primero no entendió. Luego se espantó. Pero esa mujer con la cara cruzada de surcos parecía entender su dolor y, lo más importante, aseguraba tener la solución.
Volvió a verla adivinándola como su única salida. Entonces: ¿que sangre? ¿cómo? ¿donde?
Cuando comprendió el procedimiento, todo su ser se contrajo. Era un método arriesgado y seguramente doloroso, pero ¿acaso podía vivir para siempre con ese dolor de cabeza? ¿acaso no había vivido ya lo suficiente con él? ¿acaso él no se había mostrado indomable frente a todos los otros tratamientos?
Escribió las indicaciones exactas. Las aprendió de memoria. Debía esperar hasta el instante previo a que la cefalea estuviera por atacar.
Y había llegado el momento.
Las agujas de tejer no eran delgadas. Eran las apropiadas. Cuando la pulsación se adueñó de toda la superficie de su cabeza, clavó la primera en su antebrazo. Exactamente en el lugar que le había indicado la anciana.
El dolor fue sublime. Un hilo de sangre comenzó a correr por su brazo.
Clavó la segunda aguja a pocos centímetros.
El dolor fue extasiante. Más sangre. Mucha. La tibieza líquida le bañó las piernas.
Su brazo se sentía ligero, como flotando. Totalmente rojo, totalmente hermoso.
Y el dolor no estaba. En su cabeza solo quedaban ellas: la servidumbre y sus murmuraciones. Tendría que hacer algo al respecto.
Erzsebet Bathory, llamada a convertirse en la Condesa Sangrienta, acababa de cumplir 12 años.
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Cuentos varios
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