Este cuento fue publicado por la cuenta AmbassadorsES en la antología "La caja de Pandora 2018-2019" el 20/05/2019.
Ni siquiera soy descendiente de orientales. Mis padres son italianos inmigrantes llegados a la Argentina desde muy jóvenes. Así que no sé de dónde se sacó mi padre ese afán por enviarme a practicar karate desde muy pequeño.
Empecé a los nueve. No era normal en esa época, teniendo en cuenta que la serie Kung Fu, con David Carradine, se estrenaría en televisión, todavía en blanco y negro, casi tres años después.
Así que sigue siendo un misterio el porqué mi padre me llevó a mi primer dojo de karate. ¡Ah! El dojo es el sitio donde se practica. Lo aprendí después, casi al mismo tiempo que no es «karate» a secas, sino «karate-do», que está dividido en estilos y que el mío era el «shotokan».
Lo que recuerdo de mi primer año es que fue muy aburrido. Con nueve años ir caminando de una pared a la otra solo practicando el tsuki, (perdón, es el golpe básico con el puño) no era muy divertido que digamos.
Pero después se te hace carne. No sé cómo explicarlo. No veía la hora de ir a entrenar y caminaba, casi corría, las ocho cuadras que me separaban del dojo.
A los once años ya me considera bueno. Tenía una facilidad natural para golpear. Mi sensei (el profesor) me dijo una vez:
—Hay que perseverar. Las patadas comienzan a salir bien cuando el cuerpo las siente como propias... y eso no sucede nunca antes de haberlas hecho diez mil veces. — Lo decía serio y, a veces, levantando el dedo.
Se me quedó grabado.
Yo era muy literal de pequeño. Y ya comprendía la regla de tres, así que volví a casa solo concentrado en hacer la cuenta. Y la hice: hay cincuenta y dos semanas. Practico tres días a la semana. Hago treinta patadas de cada una por día. Y digamos que en dos años lo habré conseguido. Lo sé: un obsesivo.
Pero a los once años ya había superado las diez mil con cada pierna, de cada patada, por lo que me consideraba bueno. Realmente bueno. Aprendí mucho después que en oriente se suele usar el número «diez mil» como una forma de decir «una cantidad muy grande».
A los trece, el espíritu del bushido, el código samurái, la ética del guerrero me había poseído.
Mientras mis compañeros corrían detrás de los deportes grupales basados en pelota, yo pateaba una bolsa o endurecía mis nudillos pegándole al «makiwara».
Fue por esa época que llegaron al colegio tres alumnos nuevos. Unos delincuentes. Matones. Abusadores. Robaban a los compañeros y nadie hacía nada.
El espíritu del bushido decía «Si te insultan, calla. Si te provocan, ignóralos». Y yo me callaba y los ignoraba.
Mi vida era simple. Estudiaba en el colegio y luego practicaba en el dojo. Endurecía mis nudillos y aumentaba la precisión de mis patadas.
Presencié un par de injusticias. Pero decidí pasarlas por alto. Veía cómo se formaban los distintos grupos en el colegio y poco a poco se iban acomodando las fuerzas. El equilibrio volvió casi mediando el año.
No sé en qué momento se dieron cuenta de que yo era un solitario y que no pertenecía ningún grupo.
Empezaron a molestarme. Seguí ignorándolos. Apenas me costaba a veces algún paquete de galletas o de leche chocolatada. Podía vivir sin ellos. Estaba totalmente enfocado en las enseñanzas del bushido.
Festejé mi cumpleaños número catorce. Incluso una madre despistada me regaló una pelota. Era normal, solía pasar. No era un chico muy abierto y no podían conocer mis gustos.
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