Ahora somos una familia

Start from the beginning
                                    

Esa era la excusa de cara a los profesores cuando no progresaba debidamente, hoy me doy cuenta que era debido a mi pereza y no a mi trauma. Mi vida siguió deslizándose en una pendiente, entre regalos de mis padres, mimos de mis abuelos y compasión en el colegio.

A los siete años de edad aún no sabía leer bien y menos escribir, y yo seguía jugando cada vez con un juguete más caro. Los fines de semana, mi padre empezó a enfadarse conmigo, empezó a decirme cosas horribles: subnormal, atontado...

Yo todo se lo contaba a los yayos y así montaba unas grescas fenomenales entre ellos. Pero ese verano algo cambió y al que más afectó fue a mí. Papá se quedó sin trabajo, mamá esperaba un niño y tampoco podía trabajar. Ese verano me mudé a casa de mis padres por primera vez para pasar el verano y si conseguían matricularme en algún colegio de la zona, ¡para siempre!

Yo me sentía muy desgraciado y recé con todas mis fuerzas para que ningún colegio me admitiera y así volver con mis yayos. Papá anduvo mucho y al final encontró uno que terminaban de construir y admitían a todo el que lo solicitase. Pillaba algo lejos de casa, pero yo ya era mayor y podía ir y volver solo.

La época de los algodones se había acabado para mí. Era horrible hacerse mayor. Pensé en ponerme el traje de superman y lanzarme terraza abajo, ¡así los yayos verían lo malos que habían sido conmigo!

Los odiaba, me sentía muy desgraciado. Papá se puso ese verano a trabajar por su cuenta de carpintero. Se acabaron los viajes. Mamá empezó a engordar y a todas horas a machacarme machacarme con lo mismo, lo bonito que iba a ser estar con mi hermanito. Yo lo aborrecía ya, me cogería todos mis juguetes y me los destrozaría. Durante ese verano empecé a guardarlos todos, para que cuando viniera, no me cogiera y rompiera ninguno, ¡menuda lata!, encima de aguantar a los papás, tendría que aguantar a un mocoso llorón y cagón. Un monstruo que lo rompería todo.

Por aquella época empecé a saber lo que era el odio, los celos y aunque papá hacía todo lo posible para que yo me sintiera a gusto, yo me sentía desamparado y también engañado. Los yayos durante ese verano vinieron mucho por casa, la yaya decía que era para verme a mí, pues me echaba mucho de menos,¡era mentira!, al menos eso pensaba yo. Antes venía tanto para ver cuando vendría mi hermanito, hasta habían quitado mi habitación. Ya no tenía sitio en su casa, yo creía que era la mía.

Empecé el curso. El colegio no me disgustó. Era más grande que el anterior y además tenía profesores. En el otro solo había señoritas. Mis compañeros de clase eran más brutos y muy maleducados. Se pasaban la clase chillando sin hacer caso al profesor. En el anterior cole, nadie hablaba dentro del aula. ¡Aquí estaba todo permitido!

Pasaron un par de meses y seguía sin tener un amigo, añoraba tanto a Carlos y Julián, los del anterior colegio. Los de aquí eran malos. Me echaban la culpa de todo delante del profesor y claro, siempre estaba castigado.

Un día Don Alberto, así se llamaba mi profesor, me llamó.

—Jo'se, cuando termine la clase quédate, quiero hablar contigo.

Me pasé toda la tarde pensando que habría hecho de malo, ¡no, si me tenía mania!

Cuando la clase se despejó, me acerqué todo lo modosito que pude.

—Vamos a ver José, ¿por qué no haces las tareas que te pongo para hacer en casa?

—Mire usted, Don Alberto, resulta que como no tengo papá, porque está en el extranjero y vivo con mi abuelita y esta es muy mayor, cuando llego a casa la tengo que ayudar.

—¿Cómo que la tienes que ayudar?

—Sí señor, le hago la compra, la casa y algunas veces la cena. Ella está muy malita y siempre está en la cama.

—¡Pobre chico que mal te he juzgado y pensar que creía que era un vago más! — Don Alberto me miró con cara de compasión.

Me revolvió el pelo cariñosamente y yo que era un buen actor, hasta dejé escapar unas lagrimitas, la ocasión lo requería.

—Bueno, no te preocupes, a partir de ahora te pondrás en la primera fila y no tendrás que hacer deberes.

Muy satisfecho me marché a mi casa, aquel curso lo saqué aprobado.

La verdad, me merecía suspender, pero con los rollos que le largaba al profesor sobre mi abuela, le abría las carnes al pobre y todo me consentía.

Volví a hacer lo que me daba la gana.

Las vacaciones de Navidad, papá se empeñó en ver los progresos que había hecho y empezó a preguntarme las tablas. Lo hice tan mal que papá se quedó perplejo.

—¿Segundo de básica y aun no sabes las tablas?, ¿no te da vergüenza?

Para disculparme empecé a echar las culpas al nuevo cole, con la esperanza de que me cambiara al antiguo y así volver a mi reino con mis yayos. Con los papás era uno más y encima me trataban como a un mayor.

En aquellas fechas vino el hermanito. Era peor de lo que pensaba, ¡gordo, pelón y sin dientes!

Mamá tuvo problemas con el pecho y yo le daba el biberón. Una cosa tengo que reconocer, el desde el primer momento, quiso hacerse amigo mío. Cada que me acercaba a su cuna empezaba a reir y decir "gu-gu", era más tonto que yo, no sabía ni hablar y yo sí por lo menos. Conmigo quería hacerse el simpático. Papá no paraba de decirle a mamá:

Por lo menos ahora somos una familia, antes cariño, no lo eramos. Teníamos más dinero, pero eramos más desgraciados, ahora vivimos y dormimos todos sobre el mismo techo y José ya no se criará solo, tiene un hermanito para jugar y compartirlo todo.

Sí, sí, eso se creía él. Yo no me sentía feliz. Era uno más y yo quería ser único.

Cuando empezó el nuevo curso, se me hundió el mundo. Papá se presentó de improviso en clase, para hablar con Don Alberto sobre mi retraso escolar. Otras veces, lo había intentado ya, pero siempre lo había evitado con una excusa u otra. Don Alberto abandonó la clase para hablar con él. Por mi mente pasaron todas las ideas más negras, las locuras más inconcebibles: irme a casa, echar a correr y no parar de hacerlo nunca, huir y huir. Pero gracias a dios no tuve valor y allí callado, con la cabeza gacha esperé lo peor.

Cuando Don Alberto entro en clase venía riendo. La clase siguió al mismo ritmo, sin pasar nada. Al salir del aula, Don Alberto me llamó.

—José, bien me la has pegado, pillastre, ya te apañaré yo.

Cuando llegué a casa el camino se me hizo interminable, mis padres estaban riendo juntos.

—¿Con qué no tenías padres, eh?, ahora te vas a enterar de lo que es tener padres, trae tus libros, sinvergüenza.

Y mi padre, que nunca se había preocupado de mis deberes, empezó a ayudarme en mis tareas y a explicarme lo que yo nunca había comprendido.

Ese curso progresé con su ayuda, hablábamos mucho, no solo de problemas del cole, sino de cine, fotografía, juegos, ajedrez. Él jugaba muy bien. Empecé a conocerlo y a hacerme amigo suyo. Con mi madre, advertí una ternura que antes, debido a mi rencor, no había advertido. La empecé a ver otra vez la mujer más guapa del mundo y aunque no tenía los caprichos de antes, tampoco los echaba de menos. Con mi hermanito me reconcilié y poco a poco empecé a bajar mis juguetes y a dejárselos. Ahora disfrutaba viéndolo gatear y hasta destrozar mis juguetes preferidos.

Como decía papá, ¡Ahora éramos una familia!, y yo ya era un hombre.

Tal vez lo que escribo le haya pasado a otros niños igual que a mí y con el tiempo pierda su importancia, pero tengo una lección muy bien aprendida, me doy cuenta de lo que es tener a papá y mamá y a mi hermanito el gamberro.

¡Ya no soy único!, ¡Ya soy mayor!

Autora: María del Carmen Castillo Pérez

Ahora somos una familia [TERMINADA]Where stories live. Discover now