Ella estaba sentada en el suelo, con la lluvia de la ducha cayendo constantemente por arriba de su cabeza y cubriendo todo su cuerpo desnudo. Tenía la cabeza gacha, con las piernas acurrucadas contra su pecho.

-Cleo -murmuré.

Se me encogió el corazón. Cerré la ducha y metí las dos piernas dentro de la bañera. Con las rodillas en el agua, me coloqué frente a ella. Alzó su cabeza, como un cachorro pequeño y la mirada perdida.

Gotas tibias recorrían su cuerpo, sus mejillas. Las lágrimas se mezclaban con el agua de la ducha. Su cuerpo se estremecía, temblaba por el frío y los llantos contenidos.

-Lo siento -murmuró.

-Está bien -susurré con seriedad-. No tienes que disculparte.

Las gotas de la ducha me salpicaron las manos y la ropa.

-No puedo... -dijo, con los labios temblorosos-. Yo no soy ella, yo no soy la que hace todo eso...

-Lo sé.

-Todo lo que te he hecho. Todo lo que les hago a ustedes, no lo merecen, no...

-Tú no tienes la culpa.

Negué con la cabeza, cerrando los ojos. Acurruqué su cuerpo con el mío, plantando pequeños besos en la sien de su cabeza.

-No tienes que ser fuerte por mí, no tienes... -dijo con la voz quebrada y ahogada. Escupió palabras, pero no lograba pronunciarlas correctamente.

-Seré fuerte por ti, por las dos -contesté, acariciando su cabello mojado-. Te lo prometí. Voy a cumplir todas las promesas que te hice.

Con delicadeza, la coloqué de pie. Comencé a secar su cuerpo con una toalla pequeña, suavemente, por cada parte de su piel mojada. Clementine estaba en silencio; porque lloraba en silencio. El cuerpo de ella estaba frío, frío como el hielo, casi como la muerte. Trataba de que mis manos quedaran quietas y fuesen cálidas a su tacto. Pero yo nunca podía tener las manos tibias, nunca tuve calor en mis manos.

La niña pequeña que conocía volvía a inundar el cuerpo de mi hermana. El remordimiento venía con ella, y horas de dolor y pensamientos culpables que se arremolinaban en mi interior. Esta era otra de las fases que odiaba, porque era el momento donde se sentía culpable por todo. Era terrible, tanto para ella como para mí, porque verla de aquella forma era la cosa más dolorosa por la que tuve que afrontar.

Lo único que podía hacer era acompañarla, apoyarla, jamás dejarla abandonada. Mis padres no entendían que ella no tenía que sentirse sola, que necesitaba sentirse apoyada, porque afrontar todo eso en aquellos momentos era mucho más duro que vivir sabiendo perfectamente que las personas a tu alrededor siempre se van, nunca se quedan.

Le coloqué su ropa de dormir con delicadeza. Entrelacé mis dedos con los suyos, y la bajé hacia la cocina, donde estaba mi madre.

Cuando ella la vio, abrió sus ojos como platos. Los ojos verdes de Clementine se reflejaron en los suyos, abiertos de par en par, llenos de dolor y sorpresa al mismo tiempo.

-¡Cariño!

Le acarició el cabello húmedo, con las manos temblorosas. Lanzó una mirada de soslayo, en mi dirección. Cerró sus labios de repente, como si supiera que no tenía que decir nada en absoluto.

-Te he preparado el desayuno -dijo ella, tratando de poner su tono de voz normal.

Clementine asintió con la cabeza, muy despacio, casi parecía como si no lo hubiera hecho. Se guió a sí misma hasta la mesa y se sentó. Observó el plato delante de ella. El omelette de jamón desprendía humo por el calor. La parte visible de su garganta se movió; Clementine estaba tragando con nerviosismo. Se quedó pasmada, mirando el plato, el omelette de jamón.

Cuando los ángeles merecen morirOnde histórias criam vida. Descubra agora