20. "Deseos"

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Las tentaciones como Dante, merecen pecados como Camelia

. . .

Camelia

Nunca creí sentirme de este modo con respecto a Alessandro.

Me movía a través del salón, de un lado a otro, silenciosa y en piloto automático. Escuchaba simplemente los vanos latidos de mi corazón y, de tanto en tanto, como la respiración se me quedaba atorada en la garganta.

No sabía cuánto tiempo tenía allí dentro, sola, con un trozo de papel que, cada vez más, se hacía arrugas en mi mano. Temblaba de rabia, desconcierto, el dolor ni siquiera se asomaba.

Me sentía tan estúpida. Traicionada.

Negué con la cabeza. Cerré los ojos un instante y, un montón de recuerdos, se mecieron a través de mis pensamientos. De pronto, me encontraba vagando en cada una de ellos.

Su sonrisa.

Cada mañana, con paciencia y cariño, me encargaba de arreglar el desastroso nudo de su corbata. Él, no hacía más que sonreír y negar con la cabeza. Eventualmente tomábamos el desayuno en la terraza, su teléfono sonaba desde que el sol ya amenazaba con asomarse, pero ese momento, entre sonrisas y trivialidad, me lo dedicaba por completo.

Sacudí la cabeza y me recargué sobre el librero, sintiendo como la opresión que se me hacia el pecho me inundaba, me asfixiaba.

Sus ojos.

No había nada oculto en ellos. A través de sus brillantes esferas podía ver la preocupación y el cansancio, podía ver cuánto deseaba tenerme en sus brazos. Su amor, su compresión, todo se reflejaba en la forma tan anhelada en cómo me miraba... O al menos supo fingirlo tan bien.

Arrugué el trozo de papel y un sollozo rebotó contra las paredes. Temblé, no me reprimí y lloré con todas mis fuerzas. Me fui deslizando hasta caer al piso, lo único que sostenía mi espalda era la frialdad de aquel librero; donde un montón de historias coincidirían en las páginas que aún quedaban, donde tantas veces compartimos una lectura, una taza de té y una sonrisa.

Solté un grito. Me arraigó la garganta. Quemaba.

Todo el respeto, agradecimiento y cariño que sentía por él, se esfumaba. Se deshacía con cada palabra escrita en esa carta.

No estaba sorprendida acerca de Siena. Ella siempre fue frívola y perversa. Me odiaba, desde que tenía uso de razón lo había hecho, incluso teniendo el completo cariño de mis padres, para ella no era suficiente, se encargaba a diario de que me odiaran. Bien fue cierto que conocí a Alessandro por ella. Una noche en Cerdeña, creí que finalmente habíamos hecho las paces, consiguió colarnos en una fiesta exclusiva que anunciaba el recibimiento de Alessandro dentro de la industria hotelera. Literalmente me arrojó a sus brazos, provocando que la copa de Champagne le manchara el traje de un millón de Euros.

Creí en las casualidades en ese momento, cuan equivocada estaba. Incluso como dejé pasar esas miradillas extrañas que de tanto en tanto se echaban, o que de pronto, Siena vestía ropa de marca y se paseaba por Roma con un auto rojo que no podría costearse en un millón de años.

Me enjuagué las lágrimas con rabia y me levanté de golpe. Metí la carta dentro del bolsillo de mi pantalón, cogí la bolsa de ropa y me encaminé fuera de la mansión.

El cielo estaba meramente abrumado de nubes grises. Brillaba un sol tímido dentro de ellas que, dentro de nada, se ocultaría para dar la bienvenida a una efervescente nevada.

Camelia +18 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora