Capítulo 8. Lisboa

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Señorío de la Sal

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Señorío de la Sal

Garvin Urión viajaba en una calesa tirada por dos yeguas lusitanas.

Atravesó el centro de Lisboa y pronto llegó a la descomunal Plaza del Comercio, donde las fuentes reflejaban los rayos del sol y el aire corría con libertad ante la vastísima extensión de suelo adoquinado. Los ciudadanos paseaban como liendres lanzadas sobre una enorme superficie calva, allí donde los pintores aprovechaban para llenar el lienzo y donde los carruajes y las viajadoras aparcaban en filas ordenadas.

Los lindes de la Plaza coincidían con el margen del río Tajo y se internaban en él en forma de orejones, equipados con cañones preparados para agujerear aquellos barcos que bajaban del curso alto y no fueran bien recibidos. Los galeotes que sí eran legales, dirigidos por tripulantes del Señorío del Mar, se encargaban de bajar las cabezas de ganado y demás productos de la Sal con el fin de distribuirlos al resto de continentes, poniendo en práctica la ruta que demostró que la Tierra era redonda allá por el año 1435.

La visión de los enormes buques con las velas hinchadas cruzando el río lentamente era continuada a lo largo del día y de la noche. Esos barcos luego salían a las aguas saladas, continuaban en dirección a las Islas Bermudas y, finalmente, cruzaban el océano hasta alcanzar el Señorío de la Sangre por la costa oeste.

El Palacio Señorial de Ribeira partía la Plaza en dos con su corpachón largo y estrecho, dejando a un lado el astillero Ribeira das Naus y al otro, el aparcamiento de los carruajes. El palacio de Zein Saavedra exhibía su magnífica cúpula barroca en la mismísima ribera del Tajo, de forma que se escuchaban las olas lamer el muro a través de las ventanas. En el ala opuesta del palacio se estaba construyendo la nueva Ópera del Tejo.

—Acompáñeme, vuestra merced —pidió uno de los guardias señoriales cuando la calesa se detuvo a la puerta, ayudando a Garvin a apearse—. El Señor de la Sal le espera.

Garvin acompañó al guardia hacia una de las puertas laterales, dando lugar al rellano donde una moqueta deliciosa recogió sus pisadas. Le condujo por unas escaleras que tenían una hilera de lámparas de cristalería suspendidas encima, que iluminaba su postura de cóndor y su peluca castaña. Cuando alcanzaron el tercer piso, Garvin pudo divisar la orilla opuesta del Tajo a través de la ventana, y toda la ciudad de Lisboa por detrás, donde se apreciaban las ferias de ganado ocupando los mercados.

Caminando por el pasillo, colgadas en la pared, le acompañaban los trofeos de caza del Señor de la Sal: cabezas de ciervos, rebecos, jabalíes, jaguares, rinocerontes, caribúes... cuyas figuras debían de proyectar sombras fantasmagóricas en la moqueta en cuanto caía la noche.

Zein Saavedra salió a recibirle a la antecámara envuelto en un camisón de terciopelo verdoso, con el pelo natural peinado hacia atrás y expresión adusta. En su brazo llevaba un gavilán con el capuchón puesto, pequeñito y precioso como una cajita de música.

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