Parte 1: Newburyport, 14 de julio de 1932

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Doña Carmen, así conocían todos al local, aunque, sobre el portón, en un desgastado rótulo de madera, abombado por la humedad y el salitre se podía leer "La Española, Casa de Comidas". El rótulo quedaba a media altura, tuve que inclinar un poco la cabeza para leerlo, y es que aquella casa de comidas se encontraba en un semisótano. Dicen los más viejos que aquel local ya era viejo cuando ellos eran niños y que se hallaba así, medio enterrado con respecto al nivel de las otras casas porque el resto de edificios, aunque antiguos, eran más recientes. El nivel del pavimento había subido, sin embargo, la casa de doña Carmen y la misma doña Carmen permanecían en el mismo estado de conservación desde siempre.

—Mi abuelo ya la conoció de vieja—, me dijo Salino aquella noche, entre susurros y bourbon clandestino mal destilado. Salino era uno de los parroquianos de aquel garito, había sido marino, capitán de navío, hasta que dejó de navegar. Algo ocurrió en uno de sus embarques (de eso me enteré después, por otro informante). Fue el único superviviente de un velero destinado a los trópicos, volvió diciendo locuras sobre una isla que surgió flotando a la superficie desde el fondo del mar, dejando a su buque varado. Denunció unos hechos extraños ante la autoridad portuaria; pedía una intervención militar para destruir el mal que acechaba en el mar. Fue relevado de su cargo y, tras unos meses de tratamiento en el sanatorio mental de la ciudad de Arkham, no volvió a repetir aquellos delirios. Se había vuelto tranquilo, ya solo hablaba de recuerdos su niñez. Bebía a todas horas, siendo confundido con cualquier marinero borracho de poca monta. Ni siquiera le decían capitán, todos le llamaban Salino, su mote de cuando niño. Otra gente pensaba que le decían Salino porque durante el tiempo que estuvo en aquel bote salvavidas, a la deriva, había bebido demasiada agua salada y eso le había afectado al cerebro; claro que al menos él había tenido la suerte de regresar.

—Mi abuelo me hablaba de ella, de doña Carmen —continuó Salino—, joder ¡y cómo me hablaba! Eran cosas que no deberían decirse un niño, pero claro, ¿a quién más podría hablarle de eso?, ¿a mi pobre abuela ?, ella no hacía otra cosa que trabajar para pagarle sus vicios. ¿Decírselo a Padre? Padre respetaba mucho al abuelo, pero su amor por la abuela era mucho más fuerte. Si Padre se hubiera enterado de las cosas que el abuelo hacía con doña Carmen en el sótano...—. Salino señaló hacia arriba riendo por lo bajo, mirando hacia los ventanales a través de los cuales podían verse pasar las piernas de los viandantes que caminaban por el acerado de la calleja. —Aunque lo parezca, esto no es un sótano, el sótano está más abajo—, miró hacia el suelo, entarimado de madera dura y desgastada, con las juntas y agujeros de carcoma rellenos por un embreado negro, en ocasiones verdoso. El ambiente de La Española estaba cargado, el bochorno veraniego podía mascarse. Allí olía a tabaco, orina y pescado; pero también a buena comida. Era el local preferido por los trabajadores del puerto de Newburyport. Precios sin competencia, raciones abundantes, ambiente jovial; aunque mal ventilado. Era un local amplio que por su posición semienterrada se encontraba al abrigo de miradas indiscretas. Por eso también era el local de asambleas del sindicato de obreros del puerto. A doña Carmen no le importaba, de hecho, le gustaba que aquellos fuertes muchachos anduvieran por su local, por su negocio, tenía tratos con ellos. Cuando algún marino conservador le echaba en cara que aquello se podía convertir en un polvorín de huelguistas ella se reía diciendo: —"Déjalos, en doña Carmen caben todos —los miraba haciendo morritos y pestañeando—, hay que tener amigos no solo en el infierno"—. Siempre terminaba sus frases provocadoras humedeciendo sus gruesos labios repintados de carmín mientras parpadeaba agitando las pestañas postizas.

Para entrar en doña Carmen había que bajar un empinado tramo de peldaños —en doña Carmen se entra fácil, lo difícil es salir—dijo Salino sonriendo—, más de uno se pasa de copas y después no hay quien lo haga subir la escalera. El viejo Johnson se partió el cuello, aunque ni su familia lamentó la pérdida.

La llamada de doña CarmenWhere stories live. Discover now