Capítulo 40

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Sobrevivió al resto del día con un malestar insoportable. No había parte del cuerpo que no le doliera. La garganta, las manos, los hombros, la cara, el estómago. Respiró. Se aflojó los nudos. Trató de ablandar el cuerpo. Intentó concentrarse en el aire que le entraba y le salía. El sol daba de lleno en la nuca de Agustín. Franco tenía la barba muy larga y desprolija. La profesora hablaba demasiado. La lapicera de Candela repiqueteaba intranquila sobre la mesa. Mateo susurraba cosas, cómo le molestaba ese cuchicheo insufrible. Si se movía un poco vomitaba. Se acordó de Joaquín. Otra vez qué ganas de vomitar.

Tragaba y le dolía, se movía y le dolía, parpadeaba y le ardía. Y si todos sabían. Imaginó las caras de sus compañeros enfocadas en él. Lo señalaban. Se reían. Lo miraban con asco. Él también se miraba con asco. De todas las cosas que podía ser, era eso. Eso. Eso. Una vida soñando parecer transparente. Nunca el fuego azul de sus ojos ni las pestañas enormes lo habían dejado. Por aspectos que todo el mundo le halagaba se acostumbró a ser un centro. No quería. Nunca quiso. La profesora también lo miraba. Imaginó que la directora. También esa vecina que lo retaba cuando lo veía fumar. El panadero. Ni que hablar de la almacenera. Alguna tía. Un primo. Ese usuario de Facebook que ni conocía. Los del gimnasio. Su padre que volvía de las tinieblas para decirle palabras tristes.

Qué odio. Cómo se odiaba. Nadie podía imaginarlo. Nunca se sintió tan inútil. Tanto esmero, tanta novia, tanto beso a esas chicas. Para nada. No existía nada que le sirviera para cambiarse de una vez y para siempre. Qué angustia. Qué angustia más grande. Los oídos le zumbaban, las orejas le picaban. Estaban rojas. Otra vez, inhaló y exhaló. Tampoco. Nada. Un toque en la rodilla lo sobresaltó. Por descuido lo miró a la cara, no tenía que hacer eso, se perdía cuando lo hacía. Al igual que Sol, al igual que la amiga de su hermana. Al igual que todas las pibas de la escuela. Si él fuera Valentina y si aquel era Agustín podría pedirle un abrazo o un beso. Levantarse de la silla, contarle a la profesora que se sentía mal, demandarle para salir un rato porque estaba descompuesta y si podía acompañarla Agustín que era su novio. La docente la hubiera mirado con desconfianza, pero confiaría porque los Estévez eran todos estudiosos, todos aplicados, contestadores sí, pero incorrectos jamás.

—¿Estás bien? —le preguntó Sebastián en voz baja porque desde que había terminado el festejo que lo notaba callado y que pasaba de los tonos blancos a rojos como si tal cosa. Temió lo peor.

—No. No quiero que me hables —soltó en susurros molestos como los de Mateo. Los ojos de nada del pibe se abrieron bastante, pero en seguida volvió a acomodar sus gestos. Ahora a su odio habitual tenía que sumarle el sentirse mal si lo notaba en decadencia al de al lado. Y no quería decirle eso, no quería decir ni hacer tantas cosas. Toda una vida de obligado —O sea, ahora, no me hables. Después sí. Más tarde. No pienses mal todo el tiempo —le aclaró enojado consigo mismo porque en realidad quería hablarle de otra manera, tratarlo de otro modo, pero no era ni Valentina, ni Agustín. Ni Mateo, ni Candela. «Ni cualquier pareja normal», pensó y volvió a odiarse con las entrañas que le dolían por tanto malestar.

—¿Y cuándo sería más tarde? —le preguntó con ganas de saber, pero también de joderlo un rato. Notarlo tan enroscado, empacado, aunque sin ganas de detestarlo como hacía siempre le generaba una rara ternura.

—Dentro de diez años y medio.

—¿Dentro de diez años y medio te puedo hablar?

—Sí, qué sé yo. Prestá atención a lo que están explicando que después no entendés nada —se agotó con la vista clavada en un pizarrón que no le importaba en lo más mínimo.

Lo escuchó reírse por lo bajo mientras escribía algo y metía un papel diminuto adentro de su cartuchera. Le dio rabia sentir curiosidad inmediata. «Sos demasiado lindo para estar enojado todo el tiempo», leyó y le dieron ganas de comerse el papel para escupirlo a millas de distancia. Evaporarlo, que no existieran pruebas de semejante estupidez que le hacían latir fuerte, bien fuerte el corazón. Se rio nervioso, con la cara roja y en seguida recapacitó que no podía mostrarse así ante una boludez tan grande, así que compuso las expresiones como mal pudo. Lo miró con un enojo que no se lo creía nadie.

—Madurá —atinó a decir como le salió para fingir que estaba indignado por el papel lo que restó del día.

Entonces cuando llegó a su casa no sabía por dónde empezar a mortificarse si porque un varón le había escrito que era lindo, porque le había dado un beso en el rincón de fumadores en un momento que podía verlo cualquiera, porque se salió de una clase para buscarlo desesperado y la vista de todos, porque el padre de su demonio en cuestión sabía algo de lo que pasó entre ellos, porque este le pegó al pibe y eso lo hacía ponerse triste y enojado, porque deseaba de todo corazón que de la nada, de la mismísima nada las chicas comenzaran a parecerle de lo más interesante para gustar de ellas. Otra vez la cabeza le estallaba, la panza le crujía, el mundo le daba vueltas.

Dijo que no tenía hambre y ni sé gastó en disimular sus pesares delante de la madre que se quedó preocupada. Pasó de largo por Valentina que lo miró extrañada pero también indignada porque le agotaba la personalidad huraña y esquiva del hermano. Santiago se metió en su dormitorio, cerró las cortinas, miró para todos lados antes de buscar entre sus libros sin terminar hasta dar con el que quería. Sobresalía un pedazo de papel puntiagudo de un marrón gastado. Hacía poco se animaba a usar eso de marca páginas.

La garganta se le hinchó cuando sacó del todo los dos leones pegados con los nombres de Santi y Seba respectivamente. Sacudió más el libro y salió volando en cámara lenta el papel de bombón. Dejó todo desordenado en el piso y desorientado buscó la bufanda del pibe que ya ni su olor tenía. Se sacó los lentes antes de apretársela con furia contra la cara. Gritó hasta sentir que se le desgarraba algo en el cuello, le dolían las manos, la nariz y las mejillas por toda la presión que hacía. Se quería morir, dejar de respirar hasta desaparecer como un día lo había hecho su padre, pero sin tantos dolores. Cualquier cosa antes que fallecer de la vergüenza, de la humillación, de la exposición, de odiarse tanto, de que lo odiasen todos, de que lo mirasen con asco, con rabia, con risa, con burla. Se sacudió la desesperación a los gritos, en un llanto desgarrado, silencioso y sin consuelo. Tenía que dejar de cruzarlo, de verlo, de hablarlo, de ayudarlo, de contenerlo, de cocinarle, de pensarlo, de preocuparse, de aguantarse, de abrazarlo, de darle besos, de dejarse dar besos. Tenía. Tenía.

Guardó todo rápido, ya no le entraban tantas cosas en el libro. Ahora también estaba el papel donde decía que era lindo. Respiró hondo tantas veces mientras se sacaba el uniforme y lo doblaba prolijo, se limpió las lágrimas en tanto guardaba la ropa donde debía, se metió en la cama con ropas viejas y compuso su ser hasta parecer, la mitad al menos de lo que se proponía siempre, el pibe perfecto que no le causaba disgustos a nadie. Agarró el celular y trató de distraerse con el juego de la lombriz que crecía hasta comerse a sí misma, pero tampoco pudo. Últimamente nada podía, nada le salía, nada controlaba.

«Ya es enero de 2019 así que supongo que puedo escribirte o hablarte otra vez. No te enojes porque tengo ganas de agradecerte nuevamente. Nada de lo que hiciste tenías que hacerlo. Ya sé que no querés, pero cuando te pinte, tengo muchas ganas de verte y de hablar con vos.». Le parecía irreal leerlo tan seguido en su buzón de entrada. Se debatió entre escribirle que borrase todos los mensajes que compartían para que no se los viera nadie o que él también se moría de ganas por verlo, pero no para charlar. Capaz solo para estar ahí, sin hacer nada en concreto, cerca, pero nada más. En una casa donde no existieran padres que supiesen, en una casa sin hermanas ni madres que pudieran ver y odiarlo para siempre.

«No es esa fecha. Ahora se me hace difícil. Cuando quieras vení a verlo a Perri, pero a nada más. Sigue en pie a lo de ayudarte en todo, pero no confundamos las cosas», le mandó eso y volvió a llorar un montón entre frazadas y con la cara tapada por la bufanda del pibe. Estaba cansado de fingir, de mentir, de hacer lo que no quería y de alejar al chabón cuando lo que menos deseaba eso era eso.


Hola, hola! Hoy vengo con un reto para ustedes😉 Si este capítulo supera los 200 comentarios el día de hoy, subo mañana mismo la segunda parte  que ya la tengo preparada. Sino nos leemos la semana que viene. En fin, mil disculpas por la demora, estuve con algunos problemas personales que me llevaron a un fuerte bloqueo de escritura. En medio sucedió que me empecé a desencontrar como suele pasarme, ahí fue que me salió escribir el especial de Fede y de Bauti y eso me hizo acordar que amo escribir pero que sobre todas las cosas me divierto escribiendo. No quiero perder eso y a veces me pasa. 

En fin, nos leemos muy prontito :)

Los ama siempreeeeeeeee

Mei.

PD: No se olviden que pueden ayudarme con retribuciones económicas que me ayudan muchísimo a poder financiar las ilustraciones (por cierto les dejó un regalo de en el capítulo 39 )


Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora