2310 Terraformando

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Sheila apagó el motor de su tractor.

Había recorrido la superficie lindera a la colonia por casi 3 horas. Las mediciones no eran halagüeñas. La densidad de la atmósfera seguía inestable y los porcentajes de su composición de oxígeno, nitrógeno, argón y dióxido de carbono no eran los indicados para la sustentabilidad humana. Y eso era solo por citar a los más comunes.

Había estacionado el tractor cerca de su casa, su iglú, como le gustaba llamarlo, y caminó los escasos 15 metros que la separaban de la entrada dando un bufido tras otro. Mascullando. Jurando.

—¡De los 186 días que llevo acá, esta fue la mañana más improductiva! ¡Este planeta es una mierda! —terminó gritando aún sabiendo que el intercomunicador estaba apagado.

Un par de metros antes de llegar a la entrada se sacó la máscara correctora, la encargada de compensar los valores faltantes o sobrantes de los componentes atmosféricos respirables y entró en su casa.

Era su comportamiento habitual. Una forma de quejarse y retar al planeta a un duelo que sabía que no podía ganar. Esa muestra de rebeldía, el aguantar la respiración ese escaso par de metros, le confería el estado de ánimo desafiante que ella quería cuando aún no terminaba una jornada de trabajo. La mantenía en foco.

Bajó la escalera que la conducía a la residencia subterránea. Por la ventana miró la cúpula del invernadero que se alzaba en el extremo contrario y adivinó que su mujer habría visto como estacionaba el tractor.

Todas las instalaciones que estaban preparadas para albergar la vida humana habían sido construidas con las impresoras 3D industriales que fueron traídas al planeta rojo por la primera expedición. Las impresoras utilizaron materiales del terreno marciano para realizar las construcciones evitando depender de las materias primas que se traían desde la Tierra.

Lamentablemente, no todo podía ser así y muchas de las piezas y construcciones de la colonia no eran ciento por ciento marcianas como su casa.

Cuando llegó a la planta habitable, apreció el pequeño pero acogedor espacio que llamaba hogar y no pudo evitar compararlo con su pequeño departamento en Buenos Aires. Es más, le hubiera costado decidir cúal era más cómodo.

Carla, su mujer, apareció por el conducto del otro extremo que comunicaba con el invernadero.

—¿Que tal? —preguntó Sheila.

—Una mierda —se quejó Carla—. No creo que estemos acertando con la composición del suelo. Y todo lo que está en hidroponía... ¡puf! no puedo decir que este mejor.

—¿Pero podemos seguir comiendo no? —se preocupó Sheila.

—Si, si, para nosotras no hay problemas. El tema de la escala es lo que falla. No podemos garantizar que esta manera de hacer las cosas será exitosa si queremos alimentar a una pequeña colonia. Y dije pequeña —añadió haciendo las comillas con los dedos.

—¿Pequeña? ¿Cómo la de Enrique? —la chicaneo Sheila recordándole a su antiguo novio mientras intentaba abrazarla por la cintura.

—Sos una idiota —se quejó Carla apartándose.

—Una bromita, che. Estas muy tensa. Nerviosa. Ya sabias que esto iba a ser un problema. La baja gravedad no ayuda a la reproducción celular. No es ninguna novedad.

—Si. Y justamente porque lo sabía y pensaba que lo solucionaría será que estoy nerviosa. ¿Y a vos como te fue?

—Mall. Recorrí casi 3 horas y las mediciones son las mismas. Esos generadores de gases funcionan como el culo. Ni siquiera en las inmediaciones de la casa los niveles son aceptables. Podríamos respirar en la puerta de casa 2 o 3 bocanadas, pero después estamos muertas... así que no es una opción —dijo Sheila encogiéndose de hombros con una sonrisa.

Cuentos: Construyendo un mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora