Capítulo 26. La Dragona IV

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Buscador de la Tierra

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Buscador de la Tierra

A través de los agujeros de las paredes, abiertos a cañonazos por los piratas y aún sin reparar, se veía la línea del mar oscilar lentamente hacia los lados. La brisa marina entraba con tanta fuerza que hacía vibrar los bordes astillados. En el fondo de la cámara se distinguía la figura de Piruétano tumbado junto a los dos haflingers de Sadira; uno de capa castaña descolorida y los otros dorados con las crines blancas; los tres envueltos en penumbra y dormitando para no marearse.

—Piruétano —canturreó el Buscador—. Mira lo que te traigo.

Caminando entre las barricas de vino atadas con cuerda, los enormes rollos de papel cubiertos con telas para que no se ensuciaran y las vasijas llenas de comino y pimienta negra, Tonatiuh se acercó a los caballos con un cesto de manzanas en el brazo.

Se sentó en la cama de heno y giraron la cabeza con interés, olisqueando su ropa y mordisqueando el florón de tela que llevaba fruncido en el calzón, a la altura de las rodillas.

—Aquí.

Acercó una manzana a los haflingers y le mostró otra a Piruétano, que la palpó con el hocico antes de hincarle el diente.

—¿Cómo estás, chiquito? —preguntó, observándole masticar—. Sé que este sitio es peligroso, pero arriba estarías estorbando.

El caballo giró la oreja al oírle hablar y lo miró con su enorme ojo negro. Tonatiuh le dio un mordisco a la manzana también.

—Sadira dice que va a prenderte fuego para que dejes de retrasarla en el viaje —confesó—. Ella no lo entiende. Para ella los caballos son instrumentos de trabajo. O instrumentos de belleza, no importa, pero no dejan de ser instrumentos.

Piruétano resopló.

—Yo también resoplaría. ¿A que es irónico? Las mujeres de la Sangre están tan cerca de vosotros y a la vez tan lejos...

Recostó la espalda en la cruz del caballo y giró la cabeza para mirarlo. Se le hacía raro verse reflejado en su enorme ojo sin distinguir detrás los frondosos liquidámbares de su hacienda, allá en las tierras calurosas de Veracruz. Los caracolillos de pelaje que se formaban en su hocico le recordaban a aquellos viejos tiempos de ingenuidad, donde corría por los jardines siendo un potrillo, mientras Tonatiuh se entretenía tallando figuritas en corteza de coco y su madre traía a los músicos de la capital a tocar en el patio trasero. Recordaba cuánto odiaba su madre el pianoforte que se había puesto tan de moda en el resto de Señoríos y cuánto disfrutaba escuchar la marimba o la bamba jarocha.

­Sacó otra manzana del cesto y se la mostró al caballo. Pero esta era diferente.

—¿Sabes qué día es hoy? Uno de noviembre, Día de Todos los Santos. ­—Le había dibujado una calaverita con el filo de un cuchillo, con los ojos grandotes para simular un rostro infantil­—. Con todo esto del viaje casi me olvido

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